Treinta años. Eso ha tardado Phil Tippett en completar esta pesadilla en stop motion que se atreve a tocar el fondo, a descubrir los mundos que habitan bajo el subsuelo y que nunca, jamás, deberían salir de ahí a no ser que uno quiera dejar de dormir para siempre. Mad God no cuenta una historia como tal, sino que obliga al espectador a vivirla, a sentirla, a recogerla de las entrañas y regurgitarla como si fuera un mal sueño, o algo peor. Lo que queda claro desde que uno se adentra en el coma lisérgico que propone el cineasta es que la pieza no es para todos los paladares: sin diálogos y sin hilo argumental, exige un visionado experiencial, un espectador abierto que permita que las espirales de bajada al infierno, a cada cual más decadente, sórdida y penetrante que la anterior, se adueñen de los sentidos, todos, a pesar de que el reflejo más primario pida, a gritos, salir corriendo. Mad God reinterpreta a Dante Alighieri, o quizá a un Terrence Malick pasado de LSD capaz de mezclar El árbol de la vida con una pesadilla freudiana: las imágenes que se suceden, en un stop motion tan depurado y preciosista que cuesta incluso creerlo, recorren el espinazo y los intestinos haciendo que uno se revuelva en el asiento sin entender, realmente, qué es lo que está sucediendo en la pantalla. Solo descensos, muerte, líquidos, sonidos, cochambre, muerte, fantasías mortuorias y pulsiones varias, mezcladas en un cóctel de verdadera miseria humana —y no humana también— que mezcla lo alucinógeno con lo delirante.
Mad God reinterpreta a Dante Alighieri, o quizá a un Terrence Malick pasado de LSD capaz de mezclar El árbol de la vida con una pesadilla freudiana.
Mad God nace del fuego y de la tierra, y de todas las criaturas que la pueblan, presumiblemente. Como decíamos, sería posible localizarle un ancla simbólica con cierta corriente trascendentalista, aunque vista, claro, desde el decadentismo. Casi pareciera que pudiéramos sentir en sus imágenes al Goya de las Pinturas negras, o al Paul Verlaine de los Poemas saturnianos: todo y nada de su retórica, de su praxis fílmica responde a la convención, algo que Phil Tippett logra descomponer en partes, en pegajosas y terribles set pieces que encadena sin concesiones, elaborando una mística del fin del mundo, o de la creación, que conecta todo tipo de atrocidades y criaturas malformadas con la concepción que podemos tener, al fin y al cabo, de nuestro propio sentido de la existencia. No hay nada más inútil, realmente, que tratar de dar forma a la fantasía trastornada y hasta cierto punto descompensada de Mad God, que cubre con un manto de oscuridad, ruidos, sangre, tierra y puro veneno la esperanza y las ganas de salir a vivir y reír. Dentro de cada una de las cámaras angostas por las que va pasando su desafortunado y antiheróico protagonista hay lugar para la sinrazón y el dolor, moldeado en las imágenes como lo hubiera hecho el Diablo si se le hubiera dado por dirigir cine. Phil Tippett entrega con Mad God la obra de toda una vida, solo queda saber si, después de todo, es posible digerirla sin sufrir una mala digestión de treinta años de duración.