Revista Cintilatio
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La vida de Brian (1979) | Crítica

La crítica más mordaz a la sociedad a través de la comedia
La vida de Brian, de Terry Jones
Volvemos a ver La vida de Brian, una de las películas de los Monty Python que más éxitos ha cosechado a nivel mundial, alabada por la crítica a la par que acusada de blasfemia y censurada en países como Irlanda o Noruega.
Por Marcelo Parra Rojas | 29 octubre, 2020 | Tiempo de lectura: 7 minutos

La vida de Brian nos cuenta la historia de Brian Cohen (interpretado por Graham Chapman), un coetáneo de Jesucristo que nace también en Nazaret y cuyas pretensiones no van mucho más allá de poder llevar una vida apacible junto a su madre en su pequeña casa y acaso acudir a alguna lapidación —muy típicas de aquellos tiempos— para saciar su sed de ocio. Claramente, el destino le depara a Brian todo lo contrario a lo que podría ser una vida tranquila, y es que se suceden una serie de acontecimientos tras los cuales termina siendo crucificado. Y hasta aquí lo que es la trama del largometraje en sí. Ahora bien, ¿por qué es un clásico universal de la comedia La vida de Brian? Principalmente, porque en cada sketch del film, nos encontramos ante una feroz crítica social —a través de la sátira— a los distintos ámbitos que configuran nuestra sociedad: política, religión y economía, entre otros.

Resulta absolutamente necesario volver a ver la película y darse cuenta, en un ejercicio de autocrítica, de que tras cuarenta años, muchas veces seguimos estancados debatiendo sobre los mismos temas que consideramos de rabiosa actualidad. Los Monty Python son capaces de ponernos en nuestro sitio y de extirparnos la errónea y narcisista idea que tenemos a menudo de estar debatiendo sobre asuntos completamente nuevos, por medio de una secuencia de no más de cuatro minutos en la que un reducido grupo de disidentes del régimen romano que gobernaba debaten acerca de política, criticando a su vez a los distintos grupos que se han escindido de ellos mismos y que han decidido continuar la guerra contra el gobierno por su cuenta, llegando a enumerar hasta a cinco facciones políticas diferentes. Durante el debate, uno de los participantes interrumpe constantemente a quien habla para incluir al género femenino en el discurso que se está llevando a cabo, hasta el punto de llegar a olvidar el orador de turno la idea principal de lo que estaba intentando explicar. Encontramos aquí una crítica doble, y es que a la vez que se critica a la izquierda intelectual por su nula capacidad de ponerse de acuerdo entre sí, se le llama la atención a esta misma izquierda por el hecho de no ser capaz de avanzar en una teoría que puede llegar a resultar interesante y necesaria por culpa de tropezar una y otra vez en asuntos —si bien dignos de análisis, menores respecto a problemas más acuciantes— como pueden ser el lenguaje inclusivo. Han pasado cuarenta años desde que esta escena viera la luz, y uno, revisándola, no puede evitar la carcajada ante esta sátira tan atemporal.

No se escapa tampoco de la crítica el capitalismo en una escena en la que, de camino a una lapidación, Brian y su madre se paran en un puesto de un vendedor ambulante de piedras para comprarle alguna que, evidentemente, puede ser mejor que cualquiera de las que se puedan encontrar por el suelo. Es imposible concentrar más ironía en una escena de apenas minuto y medio.

En tres sketches pantomímicos y de un plumazo, los Pythons son capaces de ridiculizar política, religión y economía, provocando la risa del espectador y haciéndole partícipe del sinsentido que muchas veces representa la vida en comunidad.

En un punto de la trama, el pobre Brian, tras una serie de sucesos rocambolescos, y sin él buscarlo, se convierte en el líder de una gran multitud que le sigue señalándole como El Mesías, y es aquí donde se nos explica, una vez más mediante la broma, el cisma de la religión cristiana. Sucede que, al escapar corriendo Brian de sus fieles, no puede evitar tropezarse y dejarse una sandalia por el camino; algunos de sus adeptos la encuentran e interpretan esto como una señal, mientras que otros creen que la señal verdadera es una calabaza que anteriormente Brian le había dado a un vagabundo. De esta manera, tenemos explicado el primer gran cisma de la religión cristiana y de paso se nos deja caer la necesidad que hay en la especie humana de tener algo en lo que creer. Necesitamos asirnos a creencias —en ocasiones— inverosímiles con tal de no caer en la desesperanza de la incertidumbre.

En tres sketches pantomímicos y de un plumazo, los Pythons son capaces de ridiculizar política, religión y economía, provocando la risa del espectador y haciéndole partícipe del sinsentido que muchas veces representa la vida en comunidad en general. En retrospectiva se entiende, desde luego, el enfado de los sectores conservadores de los años ochenta tras el estreno de esta película. Resulta muy difícil para ciertos grupos de la sociedad el hecho de aceptar fallos en el sistema en el que se vive, y los cómicos británicos, mucho más allá de aceptar estos errores, los señalan y se ríen de ellos y de todo aquel que se ofenda al sentirse identificado. No es de extrañar que Monty Python sentara muchas de las bases de la comedia actual, siendo gran influencia para todos los cómicos que han venido posteriormente, sea cual sea la nacionalidad. Se ha llegado a decir que Monty Python son a la comedia lo que The Beatles es a la música, y puede que haya mucho de cierto en esta aseveración.

Posteriormente, y una vez más sin intención, nuestro antihéroe, al intentar explicar que él no es ningún mesías, se convierte en líder revolucionario. Después es apresado y sentenciado a crucifixión. Entre tanta crítica, hay cabida para el humor absurdo y básico —otro de los puntos fuertes de los Monty Python—, entre juegos de palabras y malentendidos por la mala pronunciación de uno de los personajes. Y es que la comedia se asemeja un poco al arte pictórico en este sentido: volver al absurdo (al abstracto en la pintura) es un derecho que se gana el que ha alcanzado una suerte de cima intelectual haciendo reír (estos chistes básicos podrían compararse con un Picasso tardío, por darle sentido al símil). El filme se va acercando a su desenlace aprovechando una última escena en la que se reúnen una vez más los integrantes del Frente Popular de Judea (una de las facciones antiimperialistas anteriormente mencionadas) para criticar una vez más otro de los grandes problemas de la izquierda política, y es la tendencia de la misma a extraviarse en discusiones intelectualoides y a perder el tiempo en reuniones asamblearias que en lo único que concluyen es en la eterna inoperatividad histórica de esta propia izquierda. Todo esto, obviamente, plagado de gags, a cada cual más hilarante.

Nuestro Brian es finalmente crucificado, y la cinta termina con una canción que incluye frases como «La vida es una mierda, cuando la miras», aunque la que recordemos todos es la mítica y positiva —a la par que irónica— frase «Always look on the bright side of life» seguida de sus característicos silbidos que de seguro muchos de nosotros tenemos en nuestra memoria auditiva. La vida y la muerte son un chiste, nos terminan diciendo. Así que, ante la vida y la mierda que pueda traer esta consigo, nosotros limitémonos a «mirar el lado positivo de la vida». O no. He ahí la ironía. Como apunte anecdótico, y antes de terminar, es de recibo agradecerle al desaparecido ex-beatle George Harrison el hecho de poder disfrutar a día de hoy de esta histórica comedia, ya que a una semana del comienzo del rodaje de la misma y, tras leer el guion, Bernard Delfont, director ejecutivo en aquellos años de EMI, decidió retirar la financiación al proyecto al considerarlo blasfemo. No quiso meterse en líos y se lavó las manos, a lo Poncio Pilato. Pues bien; George Harrison —ferviente seguidor de los Pythons— decidió hipotecar su casa y crear su propia productora (HandMade Films) para poder financiar la película. Hubo final feliz y a cuarenta años de su estreno en nuestro país, podemos seguir riendo con esta magna obra satírica.