Revista Cintilatio
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La sustancia (2024) | Crítica

El mundo tiene hambre de nuestra carne
La sustancia, de Coralie Fargeat
La cineasta francesa Coralie Fargeat se lanza a los brazos del body horror y entrega una película excesiva, fiera, siniestramente cómica, socialmente relevante, de intensas y profundas lecturas y un aspecto cinematográfico de lo más sugerente. Una obra para ser inyectada y presenciada en su desmesura.
Por David G. Miño x | 15 octubre, 2024 | Tiempo de lectura: 12 minutos

El cine supone un acto político. No necesariamente militante, ni tampoco revolucionario, pero sí un comentario sobre los asuntos que le rodean. Sobre las preocupaciones que destacan en la mirada de su autor o autora. El cine, siempre, ofrece un punto de vista. Ya se haya propagado a propósito por sus imágenes o filtrado sin intención. Pero como pieza de pretendido valor artístico (ese sería otro tema que desarrollo más por aquí), lo principal es que sea honesto, audaz, libre de toda censura (propia o ajena) y firme en sus propósitos. Inicio así este texto porque es importante tener presente que el cine, igual que toda forma de expresión, siempre va a exigir algo. Ya sea ese algo un guiño cómplice, un desafío moral, o un reto intelectual. Esto aplica, por supuesto, en el caso de que sea cine grande, fuerte, creado desde las entrañas. La sustancia (The Substance, Coralie Fargeat, 2024) lo es.

Y además de ser un cine grande y fuerte, es también un cine controversial y agudo, que posee una voz férrea. No solamente acerca de su más que evidente comentario acerca de la mercantilización del cuerpo de la mujer, de su denuncia al edadismo galopante de nuestra sociedad o de la exhibición en clave body horror de los terribles peligros de la conexión belleza-realización. Sino también de algo si cabe mucho más universal: el ser humano enfrentado a sí mismo y a sus terrores ancestrales, la comedia negra que supone pelear por la dignidad en un entorno atroz, el constante recordatorio de que no somos más que vieja carne esperando a ser remplazada por nueva carne (esta referencia velada a Cronenberg no es accidental, luego iré sobre ello) con la que alimentar el monstruo del sistema.

Para escribir este texto crítico sobre La sustancia, espero me permita el lector cierta licencia de estilo. Y como la película, voy a dividirlo en tres partes.

I. Lo que somos

A nivel argumental, La sustancia va así: Elizabeth es una mujer a la que la industria en la que trabaja, la del showbiz, rechaza por su edad, por su físico, por lo que es. El productor de su programa es un despreciable misógino y machista que podría pasar por encima del cadáver de cualquiera solo por conseguir aumentar un poco su audiencia. Pues esta mujer, a la que pone piel una extraordinaria Demi Moore, se encuentra un día con la «oportunidad» de probar una sustancia que le ofrece una nueva juventud. Un nuevo cuerpo libre de arrugas y estrías. Una nueva «belleza» que ella cree perdida, y que el sistema ha obligado a dar por desaparecida. Lo que sigue, es un delirio que en este texto quedará más o menos sugerido y que trataré en la medida de lo posible mantener libre de spoilers mayores, pero en todo caso, proceda el lector con precaución si lo que desea es un visionado virginal.

Sue contempla su triunfo.

Coralie Fargeat se moja. Tiene una mirada asombrosa sobre el cuerpo y sus líneas de expresión, y se permite mostrarlo en todo su esplendor: sensual, abierto, sin censores ni inquisidores, en su belleza juvenil y su belleza madura, en su sexualidad más explosiva y en sus movimientos más sugerentes y lejanos. La sustancia deja en el vano de la puerta todo atisbo de mojigatería y se pone manos a la obra. Porque eso es lo que somos, o al menos eso es lo que somos cuando la que mira es Fargeat: carne débil que sucumbe ante los demonios que nos rodean. Carne frágil que engullen manadas de lobos hambrientos. Es una película que baja directamente al barro, que se mueve por sus tonos (el horror más visual, la comedia más oscura) con habilidad y que maneja sus referentes con reverencia y buen hacer.

Porque claro, es imposible enfrentarse al visionado de La sustancia y no pensar en David Cronenberg. El padre de la nueva carne y el maestro del body horror vive en estas imágenes. Pero créanme: no hay robo, no hay plagio, no hay en absoluto apropiación. Porque si nos pusiéramos en esas no quedaría autor ni película en pie, de eso podemos estar seguros. Hay carne que se abre y cuerpos eviscerados (por buscar la palabra que más se acerca a lo que ocurre aquí), pero Fargeat tiene el talento necesario como para homenajear el maestro canadiense sin ser fagocitada por su estilo. También he podido pensar en Stevenson y su El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, en base a esa lucha por ser una en dos, o quizá dos en una. O en David Lynch y esos planos al teléfono. Incluso podríamos hablar de su compatriota Julia Ducournau, otra de esas miradas de aparición reciente que con tan solo dos largometrajes a sus espaldas —igual que la cineasta que nos ocupa— también ha logrado destacar con unos temas y una libertad artística fuera de toda duda, aunque eso le ha llevado, como siempre ocurre con estos asuntos, a ser cuestionada constantemente por las razones menos acertadas. Ambas saben jugar con el horror corporal y ambas pueden caminar sobre las brasas sin que les importe lo más mínimo si están calientes o no.

Pero vayamos afinando el tiro en La sustancia y en lo que es y cómo lo hace. Lo primero que llama la atención es la finura y el estilo con el que Fargeat se mueve por los cromatismos1 y las superficies. Hay colores absolutos, hay tonos pastel por todas partes y unos juegos geométricos tan llamativos que secuestran la atención. Hay una belleza plástica que ya parece estar diciendo algo desde el principio: estética y sustancia van a ir de la mano, se van a comunicar con nosotros a un nivel muy primario. Los personajes se moverán por el entorno casi absorbidos por los espacios, sepultados tras las líneas, encerrados en la lente inmisericorde de Fargeat. Y es que, de nuevo, quizá eso es lo que somos: un montón de colores que buscan destacar en un entorno que nos quiere absorber e invisibilizar. Y eso es lo que la aguda cineasta filtra en su comentario sobre la mujer. Sobre el cuerpo de la mujer. Y lo que es más atemorizante: sobre cómo la sociedad como monstruo ubicuo se cree con derecho a decidir sobre el cuerpo de la mujer hasta destruirlo y sustituirlo una y otra vez sin freno.

Lo verdaderamente fascinante de cómo Fargeat ejecuta su filme es cómo consigue representar el mundo interior de una persona sin juzgarla ni ofrecer guiados emocionales demasiado marcados —aunque en este punto quizá hay algún punto bajo que luego comentaré—. Cómo con su oscuro sentido del humor atraviesa prejuicios y se ríe de todo, de todos y casi hasta de sí misma (lo del libro de cocina francesa que acaba convertido en las jornadas gastronómicas más asquerosas del planeta es tan demencial como hilarante). La sustancia es una película que sabe lo que hace, en qué dirección está apuntando, que mantiene un altísimo nivel de autoconsciencia y que abraza sus locuras (y hay muchas) con una honestidad que conquista.

II. Lo que queremos ser

Hablemos de lo que va por debajo. De lo que surge de nuestra espalda abierta en representación de nuestros más oscuros e inconfesables secretos. El terreno en el que se mueve La sustancia es, en gran medida, el de la traslación de su mundo al limbo de las ideas. Casi cada imagen puede ser comprendida en su contexto y también en cualquier nivel de metáfora. Y como cualquier metáfora, tiene la particularidad de estar sujeta a la interpretación. Algunas podrán ser más sencillas de descifrar, y otras serán directamente imposibles. Lo que sí podemos tener más o menos claro es que aquí hay una exposición clara y certera sobre la presión social, sobre el papel de la mujer en la industria y en el mundo.

Y así, conoceremos a Sue. Aquello que nos sale de las entrañas. Lo que queremos ser, supongo. El personaje interpretado por Margaret Qualley de manera formidable, que tiene la juventud, tiene la «belleza», tiene la sensualidad y todo aquello que Elizabeth «cree» haber perdido. Pero que es parte de ella. 

Las influencias/homenajes que maneja Fargeat son de lo más variado. En este caso, podríamos pensar en David Lynch.

Con esto en la mano podremos hablar con mayor o menor acierto del subtexto. De una serie de ideas y conceptos que se pueden dar por sentados mientras uno está frente a frente con La sustancia y que voy a dejar más o menos reseñados. Pero que dependen tanto de la mirada de Fargeat como de la del espectador, tanto de lo que ella dice como de lo que su público entiende. Y como tal, representa unas arenas movedizas sobre las cuales es ambiguo departir. Pero vamos a entrar en ellas del mismo modo que lo hace la cineasta en su película: a lo loco.

  • De la imagen que mata. La sustancia se articula alrededor de una idea: partimos de una imagen y esa misma imagen se dibuja en nuestra cabeza hasta volverse una distorsión capaz de aniquilarnos. Y su tesis es clara: no a todos por igual. La sociedad patriarcal tiene un particular interés en capitalizar a la mujer en su beneficio, dejando por el camino un sendero lleno de víctimas hacia las que nunca jamás va a volver la vista.
  • De que todos estamos manchados de sangre. Del primero al último (a una de las últimas escenas me remito, el lector que la haya visto sabrá a lo que me refiero). Quizá por silencio, por complicidad, por omisión, o por apoyo explícito. Pero descuidar la deriva sociológica en la que existimos nos lleva a que vivamos en una situación de ambivalencia.
  • De estar dispuesto a morir con tal de perdurar. La vida parece pender de un hilo, y más cuando vivimos bajo una imposición constante.
  • De cómo la distorsión de la imagen nos lleva a enloquecer. Probablemente La sustancia hable bastante de dismorfia corporal, de cómo la presión social, personal y laboral puede llevar a que el cuerpo sea percibido envuelto en defectos no observables (para esta definición me he ido al DSM-V). Deja encima de la mesa una bajada al infierno que jamás debe ser menospreciada.
  • De cómo es esa misma imagen la que está sobredimensionada por una sociedad que obliga a prestarle una atención insostenible. Del calvario de Elizabeth y Sue podemos extraer algo en términos simbólicos: somos algo más que carne.
  • De la belleza femenina. Por supuesto. Y eso es algo que Coralie Fargeat expresa con vehemencia. Lo rueda todo. Pechos, glúteos, abdómenes, piernas. No aparta la cámara antes ni después de lo necesario. Hay una mirada firme y respetuosa, lo suficientemente expresiva pero también consciente de su responsabilidad sociocultural. Su cámara atestigua, mira tal y como miramos y aparta la vista tal y como lo hacemos. Aquí, destaca.
  • De que las mujeres siempre sonríen. Es este el terreno más obvio y verbalizado de la película, quizá uno de sus puntos más débiles (a esto me refería antes): los personajes que declaman en voz alta frases despreciables para generar conversación. Pero no por ello menos cierto, claro, sino más subrayado. Aquí, no tan aguda.
  • Del reemplazo. La sustancia parece hablar de cómo podríamos no ser más que jugadores cansados esperando a que la sociedad saque al suplente más joven, más bello y más en forma. Un comentario en toda regla sobre el edadismo.

Todo esto podrían ser lecturas (e invito al lector a que busque estas u otras distintas). Todas ellas podrían funcionar. Todas ellas podrían dar razones para conectar con La sustancia, para sentirla propia y localizar entre sus imágenes no solamente aquello que somos, sino lo que queremos ser. Pero, ¿cómo funciona la obra fuera de ellas? Lo hace bien. Despliega un imaginario propio, la dirección tiene estilo, el viaje de Elizabeth/Sue tiene recorrido fuera de toda búsqueda de sentido. Y eso habla bien de sus puntos fuertes: es cine, nada más que cine. Igual que lo era el de Cronenberg en Crash (1996) sobre la pulsión sexual o el de Żuławski en La posesión (Possession, 1981). 

III. Lo que acabamos siendo

Pero como cualquier obra, sea fílmica, musical o literaria, acaba siendo «algo». Acaba convirtiéndose en algo más que la suma de sus partes, expresando una serie de ideas que no dependen de esta o aquella metáfora, o esta o aquella técnica cinematográfica. Hablo, por supuesto, de su valor como pieza única y cerrada. De, inevitablemente, lo que acabamos siendo pese a todo lo que somos o todo lo que queremos ser.

Hay planos holandeses, planos contrapicados, planos deformados por el ojo de pez.

No podría llegar al final de este texto (no le llamaría crítica como tal, que aquí ha habido un poco de todo) sin hablar un poco de esas partes y de cómo se han configurado en La sustancia para crear la forma final.

El diseño de sonido, por ejemplo, es una declaración de intenciones. Estamos hablando de un audio que podría ser definido como un ASMR asqueroso, que convierte lo artificial (lo camp, si preferimos, que diría Susan Sontag) en bandera. No podremos quitarnos de la cabeza el sonido al masticar o de la micción impactando contra la fría loza del personaje de Dennis Quaid (qué creación tan desagradable, pasada de vueltas y formidable la de este hombre), de la carne que se abre o de los cristales rompiéndose y saliendo despedidos en todas direcciones. Y esto forma parte indivisible de lo que es La sustancia, de cómo se convierte en una obra cinematográfica completa al saber integrar todas las herramientas que tiene a su alcance.

También podríamos hablar de su manejo de la cámara y de la puesta en escena. De la cámara por cómo le otorga cualidades narrativas a sus constantes planos holandeses y planos detalle. De la puesta en escena por cómo cada objeto y cada centímetro del espacio funcionan a varios niveles, proponiendo ideas desde los márgenes del encuadre y desde la composición.

Claro que es un cine exagerado, que pierde los papeles (aunque los pierde con gracia), que se enfrenta a sus temas con honestidad y audacia. Es una película a veces obvia, a veces críptica, violenta, plagada de un humor negro muy retorcido, con imágenes para el recuerdo y una galería de espantos inolvidables. Capaz de suscitar desde el patetismo hasta la euforia. Una suma monstruosa en la que se dan cita un cine sin cortar que trabaja desde la imagen y el sonido con una denuncia social afilada y llena de ricas lecturas. Y, después de todo, supongo que eso es lo que acabamos siendo: una amalgama, un suerte de identidades que ni podemos ni nos dejan conciliar.


  1. A este respecto, insto al lector interesado en este aspecto a ojear el libro Psicología del color, de Eva Heller.[]