Por un lado, la leyenda de la llorona, esa mujer que vaga por las noches, doliéndose por la pérdida de sus hijos a vivo llanto. Por el otro, el genocidio guatemalteco, uno de los episodios más oscuros de la historia reciente que, en el marco de la guerra civil del país centroamericano, se llevó por delante una cifra impronunciable de vidas, todas de origen indígena maya, mayoritariamente en la década de los ochenta. Jayro Bustamante, que cierra su Trilogía del desprecio con La llorona (2019) —una serie de tres películas, conformada por Ixcanul (2015), Temblores (2019) y la que nos ocupa centrada en los tres insultos proverbiales de su país: indio, en referencia a los indígenas; hueco, en alusión a los homosexuales; y comunista, que en Guatemala no tiene un significado estrictamente político, sino que define a los que se preocupan por los derechos humanos—, entrega una obra complejísima y eminentemente atmosférica, que retrata una sociedad dividida y marcada por la pérdida a la que se lo han arrebatado todo. A pesar de estar presentado como un filme fantástico, o quizá cercano al terror, cabe destacar desde el mismo comienzo, para evitar cualquier tipo de equívoco, que su vocación es dramática aunque imbuida de un horror muy orgánico, que apela directamente al espíritu maltratado de los aniquilados, y lo conecta con talante ominoso con esa leyenda del folclore de la que recoge el título para crear una de las metáforas —y otra vuelta de tuerca sobre el mito— más fuertes y dolorosas sobre el sentimiento de desesperanza e impotencia guatemalteco en particular, y la injusticia aberrante del clasismo y la impunidad de post-guerra en general.
En La llorona la historia, en su literalidad, es más una excusa argumental para poner sobre la mesa los temas que realmente quiere explorar Bustamante: a un viejo general se le juzga por crímenes de guerra y se le responsabiliza de todos esos asesinatos, violaciones y secuestros, y tras resultar culpable, el juicio se declara nulo. A partir de ahí, se refugiará en su casa junto con su familia, mientras cientos de personas se manifiestan a las puertas de su mansión clamando al cielo por lo inaceptable de la situación. Es en este contexto que La llorona, la mujer, aparecerá en la vida del viejo militar y le quitará las ganas de dormir y de sentirse intocable. El núcleo de la película, de este modo, pasará a estar integrado por las sensaciones, los oscuros secretos de familia, el clasismo y la superioridad moral y social, y tomará la idiosincrasia propia del cine de terror —en cuanto a su estructura— y la agitará en un cóctel social y dramático. La idea que subyace en todo momento en la obra de Jayro Bustamante conecta con la memoria histórica y el sentimiento de impotencia que une a los oprimidos: mientras el hilo principal abandona poco a poco la centralidad —aunque existe cierta farragosidad y sensación de inacción en su segundo acto—, el espectador va entrando en lo atmosférico, un recorrido más emocional y subtextual que físico que se vale de fuertes recursos cinematográficos para traspasar la frontera de lo real y lo ficticio y establecer un ancla con un sentimiento de pérdida y desamparo muy fidedigno y palpable.
Separa a la perfección los dos mundos que expone mediante un sentido de la jerarquía cinematográfica valiente y desinteresado.
Precisamente por ser una película mucho más sensitiva, o vivencial, que estrictamente narrativa, recrea una realidad que se padece a un nivel muy interior, y deja de lado una inmersión más profunda en la complejidad política y social que, de haber entrado en ella, habría colocado el filme en un lugar mucho más común y, por descontado, de menor interés. Su estética oscura y puesta en escena casi gótica —esas habitaciones, esas iluminaciones— ayudan a introducir en el mito a una audiencia que busque alejarse de las denuncias documentales y esté dispuesta a recorrer un camino complejo y demandante. Lejos de quedarse a medias, La llorona separa a la perfección los dos mundos que expone —como comentamos, lo folclórico a un lado, lo social al otro— mediante un sentido de la jerarquía cinematográfica valiente y desinteresado, y supone una experiencia fresca en comparación con los habituales tropos del género y, sobre todo, estimulante. Mientras María Mercedes Coroy pone rostro y voz a La llorona —y Bustamante introduce sus habituales defensas a las lenguas mayas, como ya hiciera en Ixcanul—, la realidad y la ficción alcanzan una simbiosis casi perfecta que deja mucho más en la imaginación y la elaboración desde el reposo del post-visionado de lo que habría sido posible de abordar la historia desde el convencionalismo. Y eso se premia, y mucho.