El equilibrio cinematográfico es una hazaña muy complicada de alcanzar. Cuando se trata de hacer confluir en una misma pieza ciertas dosis de humor —aunque, en este caso, sea bastante negro— con la gravedad o afectación propias del drama familiar y algo de descaro y desenfreno el resultado puede ser ciertamente catastrófico, una masa informe desprovista de carácter propio que coja de aquí y de allí y termine convertida en un espectáculo descompensado y desalineado. Por fortuna, no es este el caso, y el danés Anders Thomas Jensen ha orquestado, después de las muy interesantes Men & Chicken (2015), Las manzanas de Adam (2005) o Los carniceros verdes (2003) una espectacular muestra de cine complejo y directo que, aunque contradictorio, sabe apuntar directo al corazón previa parada en el cerebro. Ayuda, por supuesto, un guion —a cuatro manos entre él mismo y Nikolaj Arcel— que funciona como un reloj en lo importante y que deja en manos de su variopinto grupo de protagonistas la tarea de levantar lo aparente a base de carisma.
Por simplificar, solo diremos que veremos la historia de un padre de familia, militar de los que pasan poco tiempo en casa y no expresan muy bien sus sentimientos —como siempre, titánico Mads Mikkelsen— que pierde a su mujer en un accidente de tren, del que sobrevive su hija. En ese desgraciado evento también estaba presente un excéntrico matemático —fantástico Nikolaj Lie Kaas en uno de sus múltiples registros—, también superviviente, con unas amistades de lo más variopintas, que por una serie de circunstancias dudará de la verosimilitud de la condición de «accidente» del terrible suceso y que, juntos, se embarcarán en la búsqueda de respuestas, venganza o redención, según el caso de cada uno de ellos. La brillantez del filme viene, en este caso, en cómo entrelaza las motivaciones de cada uno de los integrantes del grupo dentro de su particular vendetta, que va desde lo personal o íntimo hasta lo brutalmente expansivo, de modo que toca teclas muy diversas entre sí, pasando por tonos muy diferentes —por momentos se podría hasta decir que, sobre el papel, incompatibles— que profundizan lo justo en sus matices personales pero que convierten el choque de sus personalidades en un eterno conflicto irresoluble que encaja como una condena, como un despropósito del que te tienes que hacer cargo y que, oh sorpresa, te acaba convirtiendo en alguien distinto, o complementario. El guion, claro, no falta a su tarea de representar gran cantidad de subgrupos y sus interrelaciones, y dibujar un rico subtexto en todos ellos mediante una interacción casi subliminal donde, esta vez, los protagonistas son los descastados y los impopulares: la enfermedad mental, de este modo, juega un papel fundamental enunciado de forma explícita, y al tocar temas como la distorsión o la no aceptación de la imagen corporal, los grados elevados de alexitimia —la incapacidad para expresar las propias emociones—, la identidad sexual o los traumas asociados a momentos del ciclo vital y entrelazarlo todo con una trama principal firme y poco dada a la dispersión argumental consigue recorrer un camino potencialmente lleno de piedras y no solo salir por su propio pie, sino habiendo conquistado el terreno.
Pese a que todo su peso narrativo reposa sobre el aleteo de una mariposa, no hay razón para no pensar que el huracán es, en efecto, un evento absolutamente unificador.
Aun basando su idiosincrasia fílmica en el concepto de la estadística y sus desviaciones, en una suerte de teoría del caos de baja envergadura que quiere jugar con los sueños y las pasiones de las personas, Jinetes de la justicia resulta ambivalente desde su propio título: no es una búsqueda de la redención, sino la aceptación de que buscar no implica encontrar, o en este caso, de que a veces encontrar precede al acto de buscar, con todo el error que puede llegar a implicar. La duda que siembra Anders Thomas Jensen, que esperemos que consiga alcanzar un mercado internacional que le posicione cómodamente como el enorme autor que es, viene cuando recuerda a su audiencia que el propio acto cinematográfico convierte, en este caso, lo trivial o fortuito en un acto de eterna e incalculable causalidad, y pese a que todo su peso narrativo reposa sobre el aleteo de una mariposa, no hay razón para no pensar que el huracán es, en efecto, un evento absolutamente unificador.