Revista Cintilatio
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Girasoles silvestres (2022) | Crítica

Brotes domésticos
Girasoles silvestres, de Jaime Rosales
El barcelonés Jaime Rosales ofrece una película que, protagonizada por una sublime Anna Castillo, se desenvuelve como un potente drama femenino que no termina de asentar sus ideas con verdadero acierto.
San Sebastián | Por Álvaro Campoy x | 17 septiembre, 2022 | Tiempo de lectura: 3 minutos

En estos últimos años el cine español ha acogido en sus fauces a uno de los mayores crecimientos exponenciales de su cosecha, y es que Jaime Rosales tiene méritos propios para identificarse como uno de los directores del momento. Con su penúltima película, Petra (Jaime Rosales, 2018), se nos presentó un drama familiar sólido que a parte de mostrar un guion con muchísima carne narrativa, también expuso ante nuestros ojos un caramelo visual, con técnicas innovadoras que no habíamos visto antes en ningún director de nuestro país. Pues pasando del drama en conjunto, al drama individual, este 2022 nos encontramos con Girasoles silvestres, su nueva película, en la que se detallan tres momentos de la vida de una «mujer bajo la influencia». Liderado el largometraje por Anna Castillo, quien engulle la pantalla —y a la que no dudamos que algún premio le caerá de buena gana—, la cámara sigue el relato de una madre coraje que lucha con uñas y dientes contra un mundo que no se lo pone nada fácil. Es decir, pasando de la narrativa coral al relato individual, Jaime Rosales construye una obra que intenta diferenciarse de la del 2018 en muchos aspectos, pero que termina pecando de reproducir fórmulas que ya no encajan como hace cuatro años, o diez.

Una firma autoral a medias que no llega a aportar algo que no hubiésemos visto antes.

Anna Castillo ofrece una interpretación portentosa.

Y es que el barcelonés pierde garra en su último largometraje. Lanzado a la caza de una espectacular interpretación femenina protagonista, parece ser que Rosales descentra el foco de la cordura cinematográfica y va dejando retazos de algo naíf. El montaje es en sí un desorden constante, las escenas van cayendo sobre la pantalla a golpes, a saltos, y a momentos no se encuentra el dónde ni el cómo, generando que el espectador ande como pollo sin cabeza a lo largo de 107 minutos. Y es una pena que en términos técnicos y narrativos la película se quede tan obsoleta, porque la simbología que intenta aportar Jaime respecto a esto de los girasoles da mucho de sí. Aunque no termina de germinar esa grandiosa idea —de la que algo ya se puede intuir en el cartel promocional— para dejar todo relegado a un tratado sobre otras cosas que parecen como ideas sueltas apuntadas en papeles que pertenecen a un mismo tablón, pero que no tienen relación alguna. Un buen punto de partida hubiera sido sembrar semillas en la infancia, para hacer crecer unos brotes domésticos que se sostengan en la idea formal. Si todo hubiera sido más fiel a su sentido primigenio —o al que al menos nosotros le vemos—, entonces estaríamos hablando de un largometraje a la altura de La Soledad (Jaime Rosales, 2007). Pero se nos queda una firma autoral a medias, entre los mismos barridos de cámara de Petra, y el similar sentido de insatisfacción aportado con Hermosa juventud (Jaime Rosales, 2014), sin llegar a aportar algo que no hubiésemos visto antes, que es lo que ya se espera de este director. En definitiva, las expectativas han jugado una mala pasada ante una película que no parece ser de sección oficial, sino que parece relegada a un intento de algo que hubiera sido más interesante.