Las propuestas cinematográficas que se aproximan a una realidad concreta, vigente y vasta desde la sencillez narrativa pueden llegar a desarrollar en el espectador una especie de sentimiento de pertenencia a su objeto expositivo: es mucho más fácil conectar a un nivel personal con un fragmento de vida nítido y veraz que con una intrincada sucesión de eventos de verosimilitud relajada. Claro que, por otro lado, también puede despertar cierta sensación de convencionalismo, que deshaga el hechizo del cine y lo convierta en algo mundano. El verano de Cody (Andrew Ahn, 2019) pertenece, y con mucha entidad, al primer grupo.
En lo estrictamente narrativo, el filme se desarrolla con tranquilidad y gusto por lo visual y evocador. Nos cuenta la historia de Kathy, que tras la muerte de su hermana, se traslada junto a su hijo de ocho años a la casa donde vivía, dispuesta a recogerlo todo y venderla. Es en ese viaje —que, por lo pronto, tiene mucho de prosaico— donde Cody, reticente pero resignado, conocerá a las personas que viven en ese pequeño barrio, entre las que se encuentra Del, un anciano que vive solo y con el que entablará una improbable amistad. Como decíamos, el estilo fílmico que despliega se basa en la contemplación, en breves diálogos —salvo alguna excepción— y potentes encuadres y bellas iluminaciones. Si bien es su condición de coming of age la que hace que entre con más facilidad en los corazones de la audiencia —narrando la evolución del personaje de Cody—, consigue transmitir finalmente un delicado comentario social que impregna todas las cartas que toca, que van desde líneas de diálogo que casi rozan el humor —«yo no soy racista, pero los mexicanos…»— en lo tocante al tema racial y que está resuelto con muy buen gusto, problemáticas de género, sexuales e incluso religiosas. Afortunadamente, en ninguno de estas menciones entra con demasiada intensidad ni se complica en exceso como para tildarla de simplista, consiguiendo que el mensaje aperturista e integrador que ofrece se perciba como un magnífico complemento a su historia de crecimiento personal intergeneracional.
El verano de Cody llena la pantalla a base de buen hacer narrativo y un exquisito gusto por los detalles, que al final del relato, sobrio pero audaz, colman de vida cada uno de los puntos que toca.
Las interpretaciones del trío protagonista son, sin excepción, fantásticas. Si bien cabe destacar el gran trabajo de Lucas Jaye dando vida a Cody, demostrando gran versatilidad y un abanico de emociones muy amplio dada su corta edad, quizá el que se lleve el gato al agua sea Brian Dennehy en uno de sus últimos papeles antes de fallecer en abril de 2020: su interpretación de Del, a pesar de contar con poco diálogo —aunque determinado monólogo suyo sea de importancia capital— logra transmitir infinitos matices, que van desde la vulnerabilidad que acompaña a la edad hasta la fortaleza del que ha vivido muchas cosas y es generoso a la hora de compartirlas. Hong Chau, por su parte, dando vida a Kathy, convierte lo convencional en memorable, y con solo una mirada y un simple gesto otorga un carácter completo, una historia vital rica y ambivalente a un personaje sin el cual El verano de Cody no se entendería en absoluto: la transferencia que ocurre entre madre e hijo representa uno de los puntos centrales del filme —y su interesante aproximación a la pérdida de un ser querido, alejada del clásico enfoque del duelo—, hasta el punto de que su enlace indivisible se convierte en una magnífica aproximación a la realidad materno-filial de la madre soltera sin caer en falsedades ni exageraciones sensacionalistas.
Si de algo puede presumir el cine independiente es de su arrojo a la hora de contar historias sencillas de gran proyección emocional que se alejen del descomunal ruido y los fuegos de artificio que suele acompañar a las grandes producciones. En este sentido El verano de Cody llena la pantalla a base de buen hacer narrativo y un exquisito gusto por los detalles, como ese extraño collar que lleva Cody al cuello o la visera de «Korean Veteran» que luce Del —no olvidemos que Andrew Ahn tiene raíces coreanas—, que al final del relato, sobrio pero audaz, colman de vida cada uno de los puntos que toca y la revelan como una apuesta que quizá no llene las salas de cine de medio mundo, pero que sí tiene el poder sugestivo suficiente como para ser tenida en cuenta como una pieza de orfebrería cinematográfica de las que no se olvidan con facilidad.