Lo primero de todo, me van a permitir que declare mi aprecio por un director, Carlos Saura, al que la cinematografía española —y no solo española, realmente— le debe mucho, muchísimo. Desde aquellas maravillas imprescindibles de los años sesenta como La caza (1966) o Peppermint Frappé (1967), pasando por una producción en la década de los setenta que dejaba obras maestras de la talla de Cría cuervos… (1976) hasta llegar a las proverbiales ¡Ay, Carmela! (1990) o Tango (1998) ya entrados los noventa. Saura no le tiene que dar explicaciones a nadie llegado este punto, y puede permitirse el lujo de enfocar su cine hacia el documental —sus últimas piezas van en esa dirección— o hacia el musical —la que hoy nos ocupa— sin que haya perjuicio alguno de una carrera que probablemente nadie ostente hoy día en el cine español. Por eso este texto necesitaba una introducción como esta, porque El rey de todo el mundo (2021) no está realmente en sintonía con la maestría habitual del oscense, y porque detrás de su metraje pareciera que el realizador se hubiera rendido demasiado al homenaje, al tributo, a la carta de amor a su querido México, al estudio de un pasado terrible conectado con un presente que olvida, y jugado demasiado con la carta de la metaficción, al punto de desdibujar la línea que separa la película del mensaje, la forma del fondo, y creando un musical hiperconsciente de sí mismo que se queda a medio camino de la denuncia y también de la ficción satisfactoria.
Una película que ejemplifica un «demasiado», que trata de abrir tantos frentes que ninguno acaba funcionando como sería lo esperable.
El rey de todo el mundo es un musical, pero un musical sobre la creación de un musical que acaba siendo, efectivamente, un musical. La película, de este modo, compone una ficción dentro de otra ficción, y rechaza toda forma de narrativa que pudiera servir de ancla con el espectador: a veces, incluso navega alrededor de la caricatura —«creo que ese diálogo lo escuché alguna vez en una telenovela», dice el personaje de Greta Elizondo en determinado momento— bienintencionada o la rotura de la cuarta pared —cámaras que salen en el encuadre, micros que entran en plano—, lo que confiere a la película no solo un fuerte carácter experimental, sino la necesidad de conectar con su propuesta sin reservas para poder entrar en su juego de espejos metaficticio. La fotografía, obra del gran Vittorio Storaro —poca broma con un profesional que iluminó desde Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) hasta Novecento (1900) (Bernardo Bertolucci, 1976) pasando por Café Society (Woody Allen, 2016)—, tampoco ayuda a sentir la película como un recorrido narrativo, sino como algo pictórico dada la potencia y entidad de sus composiciones: no hay sensación de continuidad o progresión fílmica, pudiendo uno llegar a pensar que Carlos Saura prescindió por completo de la figura del script en la obra, y aunque los personajes bailan y se mueven con una belleza plástica aplastante, la cámara siempre está colocada en el mejor sitio —por favor, que hablamos de Saura—, y la singularidad es innegable y muy valorable, parece que la suma de todas sus partes y puntos de inflexión —la trama criminal, con la musical, con la histórica, con la romántica, con la adolescente— conforman un cóctel no del todo bien mezclado. El rey de todo el mundo es una película que ejemplifica un «demasiado», que trata de abrir tantos frentes que ninguno acaba funcionando como sería lo esperable. Aunque una cosa podemos tener clara, y es que Carlos Saura siempre será Carlos Saura. De eso podemos poner el cuño.