Yorgos Lanthimos tiene un estilo muy particular. El cineasta griego, artífice de películas como El sacrificio de un ciervo sagrado (2017), Alps (2011) y, sobre todo y para el tema que nos ocupa, Canino (2009) y Langosta (2015), discurre en sus filmes modos de mostrar la realidad individual, las desgracias que sufre la humanidad en clave satírica y puramente intelectualizada: sus personajes están muertos emocionalmente, actúan con hieratismo extremo y absoluta falta de empatía, consiguiendo de este modo que la fuerza narrativa recaiga sobre la idea, el concepto puramente racional y se ignore todo tipo de sentimiento que subyazca a los hechos. No es algo que se pueda imitar sin caer en el homenaje en el mejor de los casos, y la copia en el peor. Su universo fílmico posee unas señas de identidad tan claras, que todo aquello que se le asemeje va a colocar en la cabeza del espectador una idea difícil de reducir: «esto me suena».
Con Eastern (Piotr Adamski, 2019), programada por el Atlàntida Film Fest en su estreno internacional, ese concepto de deja vu acompaña al metraje con mayor o menor intensidad dependiendo del momento de la trama en la que te detengas. En un futuro distópico, las disputas se pueden arreglar con sangre o con dinero. En el centro de la trama, dos familias enfrentadas —al estilo Capuleto y Montesco pero sin amor ni poesía— reactivan su odio al asesinar la hija de una al hijo de otra, desatando al ansia patriarcal y medieval en la familia agraviada, que manda a su otra descendiente a la caza para resolver el asunto de una vez por todas. El punto de partida es prometedor, y el mensaje que quiere transmitir nos hace frotarnos las manos con anterioridad, al sentir el filme de antemano como un potencial manifiesto feminista: lamentablemente, por lo obvio, se va a quedar en una poderosa idea de infinitas posibilidades diluida en las aguas de la condescendencia.
El cineasta polaco creó un universo con características alienantes que, por momentos, se sienten como un poco arbitrarias al no disponer de un ancla que las sitúe en el continuo contenido-continente.
El mayor problema que acusa la película, más allá de entrar en el terreno del sobrehomenaje, es que plantea dos protagonistas que, despojadas de un ancla emocional que atrape al respetable y le haga ser partícipe de sus actos, no despiertan ningún tipo de simpatía intelectual —a pesar de las maravillosas interpretaciones de Maja Pankiewicz y Paulina Krzyżańska—. En el cine de Lanthimos, como comentábamos más arriba, la importancia recae sobre el discurso, que plantea potentes dilemas cerebrales y éticos que acaban brillando por encima de la parquedad emocional; aquí, sin embargo, la ausencia de un catalizador de la empatía juega en contra de la propuesta al proponer un arco argumental que depende de la predisposición del público a querer entrar en la película, ya que prescinde de un nudo que tenga interés de por sí mismo —hablando en términos puros de guion— y juega todas las cartas a su valor simbólico. El cineasta polaco creó un universo con características alienantes que, por momentos, se sienten como un poco arbitrarias al no disponer de un ancla que las sitúe en el continuo contenido-continente, y que quizá habrían gozado de mayor capacidad alegórica de haber renunciado a un cripticismo demasiado evidente y haber entrado más en las particularidades de ese mundo contemporáneo medievalizado —pensamos en los juicios por combate, en las deudas de sangre— y en la identidad de sus dos potentes protagonistas por encima de cierta autoindulgencia. Sus escasos 78 minutos no ayudan, ya que la papeleta planteada depende en gran medida de que el público sepa las reglas al momento de jugar.
Eastern tiene momentos muy inspirados, y el debutante Piotr Adamski un excelente sentido estético que, de centrarlo más en su parte más autónoma y abandonar la excesiva paleta gráfica de Lanthimos que despliega en no pocos momentos, tendría un imaginario propio y fácilmente reconocible, y que no nos cabe duda de que será capaz de desarrollar en sus próximos proyectos. El mensaje requiere de un vehículo que lo transporte y, por muy lícito y necesario que resulte —como de hecho, ocurre—, no se sustenta por sí mismo como parte de una estructura fílmica que lo retenga. No es que la propuesta sea una pérdida de tiempo —no lo es en absoluto— sino que, precisamente por estar tan llena de posibilidades, deja un vacío tan grande que obliga a pensar, impulsivamente, en lo que podría haber sido.