Trece años han pasado ya desde que un por aquel entonces debutante y joven cineasta llegara con una obra sorprendente que, con el paso del tiempo, se convertiría en obra de culto; hablamos, cómo no, de Distrito 9 (2009). Trece años en los que el sudafricano —nacionalizado canadiense— no ha vuelto a conocer un éxito tan liberador como aquel, y en los que ha jugado en todo tipo de ligas. Con Demonic no ha encontrado su excepción, tocando el terror a través de un camino ya conocido que sigue los arquetipos y, lo que resulta menos reconfortante, estereotipos de las posesiones y las luchas contra los demonios internos tomando como punto de partida el mal sobrenatural. Ofrece, no obstante, ciertas ideas de gran valor, que aunque se desdibujan en la ejecución y pierden empuje al mezclarse unas con otras, hacen que el visionado no decaiga hasta la catástrofe y se mantenga en la línea de un tipo de cine muy procedimental: la integración de la tecnología, y su uso del contexto de la «simulación» dentro del imaginario de las posesiones demoníacas sirve como lanzadera para toda la pieza, que sin embargo opta por dar minutos en pantalla a una historia personal poco inspirada de relación materno-filial tormentosa mientras reposa sobre una estética y un tipo de terror visualmente convencional que no encuentra con facilidad su tono dentro de la historia.
Una película que coge unas cuantas ideas potentes de aquí y de allí, pero a la que le cuesta encontrar un lugar propio en el que brillar con naturalidad.
Desde el punto de vista argumental, y sobre el papel, la pieza pinta muy bien: unos científicos contactan con Carly, una joven con un pasado convulso que trata de olvidar, con el objetivo de comunicarse con su madre, una mujer que lleva años encarcelada por terribles crímenes que en la actualidad sufre de síndrome de enclaustramiento —una enfermedad en la que la paciente está plenamente consciente pero no puede mover su cuerpo— a través de una técnica que llaman «simulación». Esto viene al caso de la integración que hace la película de Blomkamp del concepto de la realidad dentro de sí misma, al estilo de un videojuego, o para ser más precisos, como una adaptación del célebre juego de EA Los Sims —incluso adopta el tiro de cámara isométrico tan característico—: Demonic hace uso de una serie de ideas de gran potencial, pero que acaban resultando demasiado naíf en su ejecución como para ser consideradas transformadoras. Por su parte, el drama de personajes que presenta funciona a un nivel muy primario, donde la problemática entre madre e hija, el conflicto que existe en su relación, obtiene una resolución y una interacción que no invita a la empatía o a adoptar un sentimiento que vincule al espectador emocionalmente con la obra. Su objeto de estudio pasa por un campo lleno de inexactitudes que se abandona a la idea de que el espectador debe rellenar sus huecos, y su apartado visual presiona precisamente en dirección contraria: si la dramaturgia que invocan sus personajes, plana de por sí misma, estuviera rodeada de un envoltorio atemorizante que llamara a la inquietud o conectara con algún miedo más primario del ser humano, el terror de Demonic alcanzaría una cota mucho más corpórea. Una película, la de Neill Blomkamp, que coge unas cuantas ideas potentes de aquí y de allí, pero a la que le cuesta encontrar un lugar propio en el que brillar con naturalidad.