Los críptidos son unos seres que viven escondidos entre los seres humanos, cada uno con sus características que los hace especiales: humanoides o no, comprensibles por el esquema de pensamiento y lenguaje antropocéntrico o no, componen un mundo aparte que, al margen, suponen un plato suculento para una raza, la nuestra, que siempre quiere sacar tajada y provecho de todo cuanto le rodea y que, por supuesto, no puede permitir que algo exista sin que le pertenezca primero. Este es el punto de partida, más o menos, de Cryptozoo (Dash Shaw, 2021), que como vemos, no es particularmente original visto desde el papel, ya que podríamos cambiar la palabra «críptido» por cualquier grupo oprimido —y hay unos cuantos— o minoría que haya existido a lo largo de la historia o exista en la actualidad y la excusa argumental seguiría teniendo todo el sentido y vigencia del mundo. Si por algo destaca la obra de Shaw es por su estética y por sus metáforas visuales y mensajes subtextuales, que aunque decimos no sean particularmente radicales o sustanciales fuera de su envoltorio, sí pueden llegar a brillar dependiendo del ánimo y de la predisposición que sienta cada uno hacia las obras de claro carácter lisérgico y vocación alucinógena: Cryptozoo transcurre en un momento semántico en el que detiene la incredulidad a merced de sus muy locas y muy horteras premisas, casi como si pusiéramos a Terry Gilliam pasado de LSD a cantar a voz en grito el Lucy in the Sky with Diamonds de The Beatles, pero con más sentido de la narración que un Miedo y asco en Las Vegas (1998) o un Brazil (1985) pero, también, menos carga intertextual.
Una obra que se recuerda con cariño y que permite que sus desvaríos y sus delirios argumentales encajen a la perfección con su continente.
La parte más convincente, la que hace que uno salga sonriendo y con mejor ánimo tras el visionado de esta Cryptozoo, tiene que ver con las buenas intenciones y el buen trasfondo que se le adivina a la obra de Dash Show en todo momento: a pesar de ser una animación para adultos muy clara, con violencia y sexo explícito y un estilo comunicativo, en general, crudo y agresivo, se le ven unas costuras en su fondo que la llevan hacia la candidez, hacia unas ideas desarrolladas para ser interpretadas más que para tener sentido de por sí mismas que dejan un regusto amable, en el que lo tocante a sus temas principales se percibe desde la esperanza y no desde el pesimismo. Como adelantábamos, enfrenta la xenofobia o el racismo desde esta raza de seres que introduce en su mitología, los críptidos, que cierta facción de la raza humana quiere usar para su propio beneficio, mientras otra quiere salvaguardar e integrar en su sociedad. La parte quizá que aporta más al debate tiene que ver con el modo en que se ayuda a los inadaptados y a los oprimidos, cuestionando la pieza de Show las formas —en el caso de la película, creando un zoo, el «cryptozoo» del título, para ayudar a la visibilización, pero convirtiendo por otro lado a las criaturas en atracciones de feria— y poniendo sobre la mesa la realidad que viven los infrarrepresentados, siempre en manos de los que sí tienen voz y voto y tienen poder de decisión. No es que la película llegue a revolucionar el sentimiento de clase, ni de pertenencia al grupo, ni aporte complejidades inusuales al debate político o social, pero al venir rodeado de un estilo tan inusual y entrar tan de lleno en una mitología propia que mezcla lo humano con lo divino, llega a convertirse con el paso de los minutos en una obra que se recuerda con cariño y que permite que sus desvaríos y sus delirios argumentales encajen a la perfección con su continente. Como poco, el interés lo tiene ganado.