En lo cinematográfico, seguir a un personaje que suplanta la identidad de otro provoca infinidad de posibilidades, sobre todo en lo psicológico: en el caso que nos ocupa, comprender la motivación que existe detrás del impostor que se apropia de una identificación que no le pertenece suscita un estudio de personaje que juega sus cartas desde lo externo, y permite que se acceda a la verdadera personalidad, al verdadero corazón, desde todo lo que uno querría ser pero, por la razón que sea, le es negado. Corpus Christi (Jan Komasa, 2019) habla de religión y de fe, de la culpa y la expiación, de saber perdonar y buscar el propio lugar en el orden general de las cosas; pero sobre todo habla del diálogo interior entre lo que somos y lo que pretendemos ser, entre el anhelo de una vida sincera y la resignación a mantenerse en la línea de la mentira y la falacia.
Basada en hechos reales, si bien el punto de partida de Corpus Christi sitúa al espectador en un reformatorio polaco lleno de jóvenes desechados por el sistema —«escoria», como los definirá un personaje más adelante—, no será esta nada más que una línea de salida, a través de la cual seguiremos a Daniel, un interno que muestra un genuino interés por la religión que, tras su salida del correccional, se deberá enfrentar a un mundo que le repudia y que solo quiere para él una vida sin futuro. Lejos de conformarse con esto, se hará pasar por cura, su verdadera vocación, en un pequeño pueblo lastimado por una tragedia reciente: a partir de aquí, el filme comenzará a explorar todas las implicaciones que surgen de la identidad y la culpa, del usurpar algo ajeno para poder ser algo propio, de desnudar el alma ante todos salvo en lo exterior. Esta culpa, de este modo, alcanza un enfoque muy vigoroso desde el momento en el que ese joven impostor se presenta como un recordatorio constante de que la realidad y sus interpretaciones dependen del punto de vista: al acceder a la venganza o la hostilidad desde el hilo conductor del pensamiento grupal —todos los feligreses, que buscan consuelo en la unidad—, Jan Komasa contrapone lo estructurado con lo anárquico, y le otorga características y connotaciones disruptivas tanto a la ortodoxia religiosa como al desorden contestatario que propone Daniel, en su caso siendo quien realmente es a través de la mentira en una preciosa inversión de identidad. Los habitantes de ese pequeño pueblo, así, buscan superar su pérdida, la de todos, mientras se apoyan en el grupo y buscan un objetivo común —o quizá sería más acertado hablar de chivo expiatorio—que les ayude a cargar con la terrible losa de la muerte y la pérdida, y es en este punto en el que Corpus Christi demuestra su mayor sensibilidad al humanizar, de nuevo, al que sufre y se revuelve en el dolor, y le permite desarrollarse de la mano del revulsivo espiritual que trae Daniel consigo: sus sermones, su carisma innato, su ambigüedad interior que le sirve para desprender una honestidad desarmante que le lleva a ser el mesías de la tierra de nadie, construyen una religiosidad alternativa, atractiva precisamente por ser rupturista, y recoge y modifica el duelo de los que le rodean.
Un cine cargado de significado que penetra con fiereza en el núcleo de la condición humana y lo expone con gran facilidad narrativa.
El recorrido que hace la película de Jan Komasa alrededor del concepto del duelo, de la fe y de la religión como elemento indisoluble del ser humano puede ser comprendido como un acto casi de redención o de pura interpretación: la facilidad con la que parece penetrar en las profundidades de un sentimiento tan confuso como la propia realidad del creyente y el potencial que emana de sus convicciones para dirigir su vida adquiere un valor central, hasta el punto de que es esta disyuntiva, la que separa la creencia sincera y humilde del simple escape moral, la que vertebra el núcleo de Corpus Christi, no convirtiendo el agua en vino, pero sí humanizando y obligando al espectador a olvidarse de lo sacro para entrar en lo ambiguo y, sobre todo, en lo moralmente demandante. Desde el más absoluto de los respetos hacia el hecho religioso en sí mismo, la película mantiene un autodiálogo sobre la bondad y la maldad, sobre las implicaciones que la venganza o la ira provocan en el cuestionamiento personal de la propia sinceridad, y las contrapone a una religiosidad que casi podría llamarse espiritualidad, enfocada desde un prisma deconstructivo que desenfoca la propia fe ortodoxa de las plegarias y las penitencias y la coloca en un continuo ético muy estimulante, que personificado en la poderosa presencia de Bartosz Bielenia, pone en tela de juicio la hipocresía social del que ve la paja en el ojo ajeno. Mientras se vale de una puesta en escena sobria y desaturada, y de constantes referencias al material bíblico del que parte —«me has vendido»—, compone un relato que, por lo punzante, se vuelve incómodo y transformador, y es a través de esta condición entre lo documental y lo alegórico que alcanza un equilibrio perfecto entre lo narrado y lo sugerido.
Pero Corpus Christi también es, a su vez, una afilada daga que se clava lentamente en el costado del caciquismo y la exculpación casi sistemática del que lo perpetra, en este caso personificado, en otro acto más de impostura, por un preocupado ciudadano —el alcalde— que se jacta de velar por la reinserción laboral y el bienestar de sus gentes pero tiene sus intenciones más dirigidas hacia mantener su tren de vida al margen de espíritu y fe. Así, Jan Komasa juega con el factor del poder mientras lo enfrenta al revolucionario modo de ejercer (o pretender) el sacerdocio de Daniel, desvinculado por completo de los intereses que deja entrever el cineasta entre unos y otros, y creando una complicidad con un público que acaba más preocupado de las (sinceras) palabras del joven impostor que de su afiliación religiosa. Corpus Christi recupera un modo de hacer cine que recuerda que las grandes revoluciones suceden en el interior y en completo silencio; un cine cargado de significado que penetra con fiereza en el núcleo de la condición humana y lo expone con gran facilidad narrativa. No se trata de creer o no creer, sino de reivindicar que cada cual pueda hablar a través de su propia voz.