A Song Called Hate
Quienes desenmascararon a Eurovisión
• País: Islandia
• Año: 2020
• Dirección: Anna Hildur Hildibrandsdottir
• Guion: Iain Forsyth, Skarphéðinn Guðmundsson, Anna Hildur Hildibrandsdottir, Jane Pollard
• Título original: A Song Called Hate
• Género: Documental
• Productora: Tattarrattat
• Edición: Olly Stothert
• Reparto: Klemens Nikulásson Hannigan, Matthías Tryggvi Haraldsson, Einar Hrafn Stefánsson
• Duración: 90 minutos
• País: Islandia
• Año: 2020
• Dirección: Anna Hildur Hildibrandsdottir
• Guion: Iain Forsyth, Skarphéðinn Guðmundsson, Anna Hildur Hildibrandsdottir, Jane Pollard
• Título original: A Song Called Hate
• Género: Documental
• Productora: Tattarrattat
• Edición: Olly Stothert
• Reparto: Klemens Nikulásson Hannigan, Matthías Tryggvi Haraldsson, Einar Hrafn Stefánsson
• Duración: 90 minutos
Lo que empezó medio en broma, con un temazo electro-dark rompepistas y pintas sadomaso, llevaría a los enfants terribles islandeses de Eurovisión 2019 a una seria toma de conciencia en pro del pueblo palestino y a quitar la máscara apolítica al evento.
Esta es la historia tras aquellas banderas palestinas en la final de Eurovisión 2019 que le supusieron a Islandia —ya por aquel entonces uno de los dos países de Europa occidental que reconocían Palestina como Estado— una multa de 5.000 euros. El suceso que levantó titulares en los que se acusaba a la banda de industrial Hatari de «politizar el apolítico festival», algo que precisamente pretende desmentir tajantemente esta pieza. Mejor dicho: este documental que inicialmente tenía unas pretensiones más bien frívolas, se implicaría gradualmente y cada vez con más empeño en demostrar que tal afirmación es una falacia. Que si bien la música puede versar sobre temas totalmente alejados de los posicionamientos ideológicos, dicha gala no sería el caso. Y mucho menos cuando, en palabras de Omar Barghouti (co-fundador del BDS —Boicot, Desinversiones, Sanciones—, como forma de protesta contra el apartheid israelí y que aporta su testimonio a la obra) «celebrar Eurovision en Tel Aviv es bailar sobre las tumbas palestinas».
«El arte nos salva de la verdad» («Art saves us from the truth»)
Una pintada en un muro de Tel Aviv que reza así recibe al grupo de jóvenes islandeses que inicialmente planteaba esta filmación casi como una gamberrada reivindicativa, no carente de convicción ni de empatía por ética hacia el pueblo palestino, pero sí aún desde una cierta frivolidad. La frase en espray resulta muy ilustradora de lo que supone el evento aquí expuesto y analizado, pero también del despertar que esta pieza muestra en las y los músicos, ya que uno de los fundadores de la banda, Klemens Nikulásson Hannigan —el que se da cierto aire a Martin Gore (en fisonomía, elección estética y estilo de los coros)—, ha afirmado en alguna ocasión que, a priori, el plan era un mockumentary; es decir, un falso documental en el que satirizar sobre esa fantasía de la burbuja apolítica de Eurovisión, y más dado el contexto. Burbuja y contexto, conceptos sobre el que los protagonistas regresarían una y otra vez en sus declaraciones a prensa, que el público verá evolucionar desde aquel desenfado e incluso una mofa de compromiso aún algo difuminado, laxo (desafiando, por ejemplo, a Netanyahu a un combate «amistoso» de glima, el estilo de lucha libre islandés) hasta que, una vez visitado Hebrón, el corazón les da un vuelco y son por primera vez plenamente conscientes de lo que todo un pueblo ve en juego con su supuesta intención reivindicativa.
Anna Hildur Hildibransdóttir es la responsable de ese giro en la hoja de ruta de la pieza de guasa al verdadero testimonio de la transformación de un colectivo de jóvenes muy inteligentes y creativos, que se autoproclamaban llenos de un gran espíritu crítico hacia la sociedad desarrollada —y rica— en que se han criado, que pasaron del teatro y la performance a su combinación con la música alternativa y que de pronto vieron el juego artístico de la denuncia como un terreno minado, pero también lleno de un potencial de lucha mucho mayor.
Retomando los orígenes de la banda, fundada por el ya mencionado Klemens y su primo y alma gemela: Matthías Tryggvi Haraldsson, la pieza hace el repaso histórico y de rigor de la trayectoria de la banda que aparece en todo documental musical que se precie. De la relación de ellos, desde la infancia, se extrae que en apariencia eran polos opuestos, pero claramente complementarios. El idioma y el lenguaje que utilizamos es un rasgo inequívoco adoptado de la cultura o amalgama de aquellas —en el caso de los mestizajes— en que nos hemos criado. Y es un reflejo de la construcción del pensamiento. Por eso resulta casi mágico ver cómo Klemens describe la manera de ser del binomio que fraguó Hatari: atención a la belleza de las palabras utilizadas para describir la conexión de su primo con el raciocinio y el lenguaje, y a sí mismo como un ser más físico, kinésico; algo que vemos constantemente en su incesante búsqueda de contacto físico con su más preciado amigo, tomándole la cintura al pasear, haciéndose palpable cuánto le reconforta esa cercanía corporal. Él en sí mismo, su manera de ser, representará una enorme grieta en esos polvorientos cánones rígidos de virilidades que aún se exaltan como la normalidad esperable en el país de Oriente Medio al que viajan. Un gesto tan inocente, e incluso tierno, como pasear abrazando las caderas del hombre con quien mantiene una relación fraternal, esa paz y seguridad que le aporta, es para quienes tengan la mirada sucia una suerte de parafilia (como vamos a comprobar en una escena muy tensa).
Un documental que da voz al artista palestino que ve el potencial creativo que el apartheid está frenando.
En lo estilístico de la banda —pues esto no deja de ser un documental de música, aunque la especial relevancia del mensaje sea su uso con fines políticos—, el espectador verá que el marco escogido es muy cercano a unos Laibach más electro-dark, más EBM, y sumando los mencionados estribillos melódicos a lo Martin Gore (Depeche Mode). Lo que ya resultaba rompedor y provocador en una tesitura tan comercial como la que ocupa este tipo de concursos (aunque es muy posible que las súper ventas de Rammstein seguramente les allanaran el terreno, dando lugar a una cierta apertura a este tipo de estilos en ambientes más mainstream). A esa rítmica marcial, totalmente rompe-pistas, que avasalla como de ejército apocalíptico que se dispone a ajusticiar a la terrible especie humana, le aplicarían una estética de inspiración BDSM y «distopías antitotalitaristas» —en palabras de sus propios componentes— proporcionaría la atmósfera provocadora, entre la oscuridad profunda y el rojo sangre de los focos. Un fascinante derroche de androginia redondearía este clima ideal para desgañitarse contra la hipocresía supremacista y homófoba proliferante en Europa, y que asfixia a la juventud de unos países punteros en educación y desarrollo del pensamiento. Razón por la cual, pese al privilegio de pertenecer a uno de los países más económicamente desarrollados del globo y con mayor calidad de vida, ahora cuentan con unas generaciones que contemplan de manera terriblemente consciente e impotente —desde la relativa comodidad que permite bromear y banalizar— cómo las anteriores les han devorado los recursos naturales de un planeta que, además, está infectado de una malentendida virilidad derivada en opresiones y odio. Un sentimiento con el que nos podremos identificar muchas personas por la intensidad con que lo vivimos en nuestra adolescencia, y que no necesariamente haya desaparecido de nuestros corazones en la vida adulta. Y aún así, el elenco se declara, no sin sorna, conscientes de la contradicción/paradoja implícita en definirse como una banda capitalista que participa dentro del sistema capitalista.
Katrín Jakobsdóttir, Primera Ministra de Islandia, también es entrevistada en la pieza, y opina que «la política no es algo reducido a parlamentarios o ministros: la política es para la gente de a pie» y en cuanto a los artistas, cree que cuentan con una «especial libertad para usar todo tipo de estrategias para mediatizar esas opiniones». Como adoptar esos personajes sadomaso futuristas recién referidos para adquirir más sinceridad de cara a los medios y al público. Parece tener mucho que ver con la manera de ser que se asocia con las culturas escandinavas, con personas más desarrolladas hacia dentro, contenidas, introspectivas y reservadas. Especialmente marcado en el caso de los isleños criados en el país del hielo. Y sobre todo, verán ustedes, en el caso de Matthías, cuyo volcar hacia adentro casi le ahoga en el maremágnum que les sacudiría: el de las críticas occidentales masivas y del país anfitrión del festival, así como un miedo auténtico a horrores auténticos en un país militarizado. Para hallar cierto asidero y orientación en sus futuras acciones, para poder visibilizar la situación palestina e intentar contrastar realidades, Hatari se reúnen con artistas de ambas etnias, para que el discurso no sea unilateral. Cobran especial relevancia de Bashar Murad —cuya madre intentó llevar a Palestina a Eurovisión; exhibió la bandera en la gala y desde entonces la prohibieron allí— y el cineasta israelí Nadav Lapid. En esas entrevistas con representantes de las artes, se percibe un raciocinio y empatía que se aleja del fanatismo sionista, confirmando cuántos judíos rechazan el genocidio que está teniendo lugar y, aún siendo partidarios de la paz, confiesan una comprensión de la desesperación de las personas palestinas que se lanzan a una lucha suicida.
Si la llegada a un Tel Aviv notablemente militarizado ya opera un cambio en la comitiva islandesa, que ve los uniformes verde-aceituna filtrarse por doquier entre el gentío en los mercados, cuando no se apiñan directamente en los puestos de control repartidos por la ciudad, esa serie de visitas supondrán un antes y un después. Bashar los lleva a Hebron porque cree que es importante que vean eso para entender su punto de vista. Se trata del distrito más grande de Cisjordania y contaba entonces con cuatro de los asentamientos más grandes de israelíes en el centro de la ciudad, con dos bases militares y un colegio. En cualquier momento les puede parar un guardia y preguntarles por su nacionalidad, su raza o etnia y su religión, y con esa información decide qué trato se les va a dispensar y si se les permite transitar las mismas calles que los judíos. El anfitrión les cuenta que «en esta ciudad hay que ser creativo», y se darán cuenta de que no es por mero amor al arte: sino para sobrevivir, pero también para llamar la atención internacional sobre la ocupación que sufre su pueblo. El público sentirá cuán duro golpea escuchar de boca de quien lo está sufriendo cuáles son sus inquietudes más allá de conservar la vida, que junto a resistir como pueblo, son las necesidades inmediatas a las que aspiran cada mañana cuando se levantan. Este documental da voz al artista palestino que ve el potencial creativo —y por lo tanto, económico y de progreso— que el apartheid está frenando, abortando. Cómo sus congéneres no pueden siquiera ver dónde reside su propio poder. Y el boicot internacional contribuye a desecar esa semilla, a que ese bosque no crezca. Por eso Hatari manifiesta una intención de poner el foco en creativos palestinos por encima de cualquier otro tipo de representantes del pensamiento local.
Matthías reflexiona sobre cuánto «te puedes documentar a través de los medios, pero cómo eso no va a tener un valor más allá de un simple titular en contraste con la experiencia personal junto a alguien a quien estás conociendo», con quien se está estableciendo un vínculo emocional, de amistad, de hermandad. Los dos protagonistas de este viaje equilibran el juicio de la razón (el más reflexivo, ilustrado en política, filosofía y en el valor de la palabra como herramienta) y el punto de vista del corazón, representado por el más expresivo a nivel emocional. Lo que viven al apearse del escenario, como testigos en primera persona, rodeados de miseria y de injusticia, les va calando el alma de manera que cada vez se muestran más agotados. Y a la vez, más presionados y asustados por la responsabilidad que han adquirido. Empiezan a ser plenamente conscientes del jardín en que se han metido, del antes y el después que significa y de que no hay vuelta atrás. La preocupación se traduce en agotamiento somatizado, lo que se vuelve más opresivo para el que no suele verbalizar los sentimientos pese a su don de la palabra. Es el germen de la transformación de los personajes protagonistas, que son personas reales conmovidas por tanto dolor y horror. Comienzan a comprender profundamente la farsa que representaría, desde su posición de privilegio, el bienestar y la plena protección en que han crecido en su rica Islandia, el no llevar ese aliento activista inicial hasta las últimas consecuencias. Sin darse cuenta, al aceptar aquella estimulante llamada a una aventura justiciera, se convirtieron en algo así como un icono heroico en potencia para un pueblo al que, una vez allí, ven las caras. Caras concretas, con sus nombres y sus apellidos, y hablándoles de tú a tú. Clavándoles miradas que ruegan poder contar con ellos como altavoz para su desesperación silenciada. La relevancia de los actos de los músicos y todo el equipo —bailarinas, coreógrafa, responsable de vestuario, diseñador de la identidad gráfica de la banda— y sus mensajes adquieren unas dimensiones que ya no conceden la más mínima sombra de postureo: cualquier paso atrás declararía una mera voluntad de provocación vacua, todo quedaría reducido a una pose combativa para usufructo del espectáculo. Y la música que acompaña el documental se va contagiando de toda esa gravedad, tensión y pesadumbre infinita. Como si cada componente de la banda se viera en el torbellino del mar enfurecido de la masa, repasando las palabras que les dejara el poeta palestino Ahamad Yacoub: «todo aquel que tenga ideas, debe llevarlas a cabo y deberá tener un gran coraje para hacerlo y para encajar sus daños colaterales». Los gritos de Matthías al micrófono ya no van a sonar igual, no como cantaba antes cualquier otra letra pretendidamente punzante. Las personas que iniciaron el viaje medio en broma, no son las mismas que subieron luego al escenario rodeado de superficialidad. Pero como mínimo, y como arengaría uno de los palestinos con mayor peso en el desenlace final de los hechos, «si sigues adelante, la gente te sigue». Y esos seguidores pueden hallarse en nuevas generaciones cada vez más abiertas de mente.