Revista Cintilatio
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No dejes rastro (2018) | Crítica

¿Querer o necesitar?
No dejes rastro, de Debra Granik
Una película inspiradora que profundiza en la relación del ser humano consigo mismo y su entorno. Con Thomasin McKenzie y Ben Foster en los papeles principales, la cineasta estadounidense Debra Granik entrega una obra trascendente de belleza inefable.
Por David G. Miño x | 21 febrero, 2020 | Tiempo de lectura: 8 minutos

Bosque, árboles, arbustos. Crepitar de hojas, cantos silvestres, ramas que crujen. Lo primero que vemos cuando arranca No dejes rastro (Debra Granik, 2018) es naturaleza, y a la joven actriz Thomasin McKenzie caminando entre todo ese verde. El escenario se presenta bucólico y tranquilizador; y cerrando los ojos puedes acceder, solo con el sonido, a ese lugar alejado y calmado. El filme va a ahondar en el concepto de libertad, de sentir algo que no se ve, de huir de algo que solo se siente.

La cinta presenta a una improbable pareja, compuesta por un padre callado y atormentado, y una hija que trata de entender el mundo en el que está viviendo. Viven fuera del sistema, en un bosque en Portland, Oregon, siendo todo lo autosuficientes que pueden —bajan a la ciudad de tanto en cuanto para aprovisionarse de víveres—. El padre, interpretado por Ben Foster —en un papel que le va como anillo al dedo desprendiendo un carisma arrollador—, del que apenas vamos a saber nada en todo el metraje, es un ex-militar que padece de estrés post-traumático y terribles pesadillas, y necesita el aislamiento como el aire para respirar. Es la relación con su hija lo que provee a la cinta de tanto contenido, ya que vive en la dicotomía que se le abre al ser incapaz de vivir en el mundo, y tratar de ofrecerle lo mejor a ella. La directora encuentra un punto en el que es capaz de contarnos la historia de un hombre que, en cualquier otro contexto, y en manos de otro cineasta menos capaz y sensible, aparecería como alguien moralmente cuestionable —priva a su hija de una vida «normal» cediendo ante sus propios demonios—; pero con un gusto exquisito, no juzga a sus criaturas y las coloca en un plano en el que podemos, como espectadores, asistir a la función y entregarnos a su filosofía.

La actriz enfrenta un papel muy complejo y se convierte en una revelación de la que solo se esperan grandes cosas.

Thomasin McKenzie es el gran descubrimiento de la película —hoy día, acaba de pasar por cartelera con la estimable Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019)—, del mismo modo que lo fue Jennifer Lawrence en Winter’s Bone (Debra Granik, 2010). La artesana tras las cámaras demuestra tener gran sensibilidad para dirigir actores y actrices, y como ya hiciera con Lawrence, eleva a la categoría de estrella a la joven McKenzie, entregándole un papel muy potente, de los que marcan carreras. El trabajo de compenetración que nace de la relación directora-actriz se puede ver en cada plano, cada fotograma: cuando llora, lo hace con el corazón; cuando ríe, quieres reír con ella; cuando se frustra, casi puedes llegar a sentirlo. El soplo de aire fresco y la libertad creativa que aporta el cine independiente es el caldo de cultivo para que podamos asistir a este tipo de interpretaciones, alejadas del histrión característico de Hollywood, en el que se pueden permitir sacar en pantalla a una adolescente con espinillas en el rostro y mal peinada, y consiguen aportar una verosimilitud y un gusto estético del que las grandes producciones, por lo general, carecen. Ahí, en concreto, es donde radica la belleza del filme que nos ocupa, en que su estética huye del preciosismo y, por ello, resulta tan vívida.

«La película trata sobre la diferencia entre querer y necesitar». Debra Granik1

Asimismo, el tema central del filme se localiza en ese constructo, el que se pregunta qué separa a la necesidad del simple gusto. Mostrado con sutileza y casi como una alegoría, vemos como el padre no encuentra consuelo en nada más que en una constante huida hacia delante, otorgándole el valor conceptual de «necesitar», mientras que la hija, encerrada en la disyuntiva de sus roles como hija y como individua, se encuentra en un punto en que esa diferenciación no es tan obvia. A lo largo de la cinta atestiguamos como su relación va mutando en una suerte de road movie emocional hasta convertirse en la representación última del continuo «querer-necesitar». Así, Granik ha sido capaz de componer una obra que fideliza al espectador desde el comienzo, dotando a sus dos personajes principales de alma, inquietudes y filosofía. Desde este lado de la pantalla, estás preocupado por ellos y por lo que les pasa, y empatizas tanto con uno como con otro —el verdadero logro de la directora consiste en que, si bien es fácil sentir empatía por la hija, no lo es tanto por el padre, y aún así lo consigue convirtiéndolo en un ser humano, y no en un estereotipo—, y llegas a sentir rechazo por el sistema, ese que no deja vivir a nadie al margen de sus muros y actúa con desconfianza instantánea hacia todo lo que no entiende («¿ha tocado tu cuerpo de forma inapropiada?», «si estás en problemas, es el momento de decirlo», «¿esconde tu padre armas en algún lugar?»), pareciendo que buscan más a un culpable que a una víctima —que al final del día, eso es lo que es, un hombre que volvió roto de librar una guerra ajena—. En ese sentido, rompería una y mil lanzas a favor de una cineasta que aporta en esta obra muchísimo al debate de género, con esa hija fuerte y decidida —toma decisiones por sí misma, se preocupa y salva a su padre, tiene inquietud propia— y ese padre atormentado y humano, que se coloca en las antípodas del arquetipo común. Y además, Granik lo hace fácil, fluido, sin imposturas; todo es orgánico mientras asistes a su fiesta fílmica, y resulta muy inspirador.

Dale Dickey tiene un personaje crucial en el filme, sin el cual no se entendería el mensaje.
«Kendra Smith, la artista que canta el tema de cierre de la película, vive fuera de la red el norte de California. Tenía que viajar más de siete millas para poder enviarnos la música por Dropbox e intercambiar correos electrónicos. Tenía que recorrer esa distancia para conseguir señal». Debra Granik2

Por supuesto, la banda sonora está al nivel que se espera, y a ese respecto la directora nos tiene reservada una curiosidad que no hace sino acrecentar ese aura de mito que se respira alrededor de la obra, donde la forma y el fondo componen un todo cohesionado —imágenes, sonido, fotografía, etalonaje, música— que se manifiesta en todo su esplendor cuando terminas su visionado, y comienzas a sentirla como una totalidad y no como un conjunto de partes, dejando un sedimento en la conciencia difícil de describir.

En lo temático, entre sus inspiraciones más claras podremos leer a Henry David Thoreau, siendo sus vivencias narradas en Walden el principal punto de referencia en el que se ancla el filme. Así, el espíritu asceta que plantea y desarrolla el escritor estadounidense se puede ver reflejado, en cierto modo, en el personaje de Ben Foster, en tanto en cuanto su elección vital —aunque en este caso deberíamos hablar de imposición vital— pasa por desprenderse de una sociedad que no alimenta las bocas de aquellos que no siguen las reglas. Otro detalle que puede pasar desapercibido, es que varios de sus personajes se llaman igual que los actores que los interpretan, aportando a la cinta ese naturalismo y realismo que se puede palpar en el conjunto de la obra. Aquí, y ya que viene al caso, hay que mencionar a Dale DickeyDale en la ficción—, esa secundaria que con su fuerte presencia levanta cada producción en la que participa —como ya lo hiciera en Winter’s Bone—. Su fragmento de película, y su carácter escénico, son los que conforman un gran tercer acto, que sin ella no tendrían la misma potencia.

Narrativamente, la película muestra sus cartas desde el primer momento. Se cocina a fuego lento, preocupándose de la textura y el sabor, y permitiendo al espectador que sienta cada escena como algo grande. Sus set pieces tienen algo místico e inefable —la belleza que subyace a la escena en la que el padre enseña a su hija a montar en bicicleta, en la que se puede palpar lo efímero; ese momento en que ambos duermen al raso pudiendo hacerlo en interior; la genialidad que supone establecer esa analogía con la guerra en la escena del padre agachado entre los árboles escuchando las motosierras como quien oye bombarderos—, y están escritas con verdadero talento visual. El filme, al final, habla de buenas personas pasándolo mal. De cómo hay que jugar las cartas que salen de la baraja. Se afana en representar un mundo que se desmorona, y sustenta su optimismo —sí, es una cinta muy optimista pese a lo que pueda parecer— en el ser humano. No se me ocurren muchas cintas más positivas y bellas, pues coloca a ser humano y naturaleza en el mismo plano moral, y les permite coexistir mirando en la misma dirección.


  1. Jenkins, David (2018, 25 junio). Debra Granik: ‘This film is about the difference between want and need’. Little White Lies. https://lwlies.com/interviews/debra-granik-leave-no-trace/[]
  2. Strouse, Kristy (2018, 27 junio). Interview With Debra Granik, Director Of LEAVE NO TRACE. Film Inquiry. https://www.filminquiry.com/interview-debra-granik/[]