Muchas veces me pregunto qué sería del arte si no existiera quien lo rompe para ver qué esconde dentro. ¿Qué sería del cine si no hubiesen llegado aquellos que decidieron mover la cámara mientras se rodaba? Quizá ahora veríamos solo teatro filmado, en tal caso, si nadie hubiera traspasado los límites de unas normas impostadas y que delimitaban los cercos donde estaba —y está— lo «correcto».
En la escuela de cine nos enseñaron que es importante conocer todas las técnicas de un oficio para saber cómo usarlas y, luego, desfragmentarlas para encontrarse a uno mismo. Así es como, a mi parecer, las cosas se elevan más allá del arte: cuando la voz de un artista tiene su espacio en el lugar mismo que ha creado a sabiendas. Para ello, y aunque sean pocos los que no se acobardan ante la posibilidad del fracaso, el terror al vacío ha de afrontarse y solo entonces nacen y crecen las verdaderas cosas.
Así es como en su inherente y particular forma de ver el cine como DOP, Sean Price Williams aterriza, ahora, con su ópera prima como director: The Sweet East. Reconocido mayoritariamente por ser el responsable del departamento visual de títulos tan reputados como son Good Time (Ben Safdie, Joshua Safdie, 2017), Her Smell (Alex Ross Perry, 2018) o Zeros and Ones (Abel Ferrara, 2021) —en los que su forma de percibir el séptimo arte es más que visible— ahora Sean se ha lanzado a encabezar una película que sigue la historia de una universitaria, llamada Lillian (Talia Ryder), en su viaje de estudios por la Costa Este de Estados Unidos. En ese tránsito y tras una serie de sucesos, su camino se desviará del sendero de sus compañeros para conocer realmente la profundidad de un país donde el esperpento está a la hora del día. Personajes variopintos y contextos extravagantes hacen que esa adolescente que sale de su casa buscando algo que la libere, se encuentra de bruces con la adultez total —que no es que sea dañina ni liberadora, pero sí cuando menos rara—.

En comparativas, y leyendo esta sinopsis, es normal que muchos pequen de pensar en otro título de los años setenta como es Alicia en las ciudades (1974) de Wim Wenders. Una obra donde otra niña —esta sí, mucho más pequeña— va descubriendo la vida y el letargo de la familia también caminando a través de lo urbano. En este caso, Wenders buscó la forma más intelectual de narrar una historia de soledad en la primera infancia con un guion exquisito, dejando que lo visual —con su característica parsimonia— trasladase al espectador a esa quietud que a veces tienen los sitios cuando no tenemos un destino aparente. Pero en el caso de The Sweet East, y lo que hace diferencial a este título de todas las películas existentes, es que en él no existe contemplación. La fotografía juega un papel fundamental para que la narrativa se rompa y parece no importarle qué está contando, sino el cómo.
Rodada en 16mm y con un proceso de montaje y digitalización con el que se juega para otorgar ese espacio del que hablábamos antes, vemos que la forma en The Sweet East lo es todo. Quizás no tan imperante la música, sí un poco más el trabajo del diseño de producción —con un toque anacrónico y atemporal de la realidad—, pero es la cámara la que se hace dueña y ama del cine. Te muestra lo que quiere, te expone la verdad como solicita y también la mentira. Todo ello para guiarte en un lugar donde lo que menos importa son los personajes y sus historias, sino la manera en la que se muestran: cortes abruptos a la siguiente escena, interacciones inflamadas por planos y composiciones errantes que a la vez son preciosistas. Definitivamente, una exquisitez para el que disfruta más por los ojos. Todo un reto para el que lo hace con el raciocinio.
Y es que para los segundos, percibir un bagaje como el de Wenders con Alicia está a años luz en este largometraje. En este caso —y conviviendo ambos tipos en mí—, mi único «pero» es a la hora de hacer caso más al aspecto de sentido común de mi cabeza que al artístico visual: pienso que buscando que las imágenes hablen más que las palabras, hacen que el desequilibrio entre ambas sea inherente. Sean toma una decisión arriesgada y su fracaso —el cual especifica Ayo Edebiri en un corta pero magistral intervención— puede ser consustancial a su voz, a sus ojos, que para él son más importantes que su boca y lo que tenga que decir con ella. Sin duda alguna me quedo con la valentía de esos creativos que no temen a perderlo todo, pero sí a uno mismo —aunque haya cosas de sus historias que me mareen un poco—.
En cuanto a la temática de este título y su trasfondo, ¿qué ofrece esta película? Pues bueno: no he hecho mucho hincapié porque creo que es mejor liberar al espectador de que él mismo la vea, la piense y la asiente. Puede ir de muchas cosas y a la vez de nada. Puede ser una totalidad común y a la vez el trabajo más individual y soporífero habido y por haber. Y eso es lo que más me gusta de The Sweet East: el espacio tan amplio que reside en ella a modo de multitud de lugares, personas e interpretaciones. El hueco que deja a que el fracaso lo domine todo y, aun así, esté plagada de triunfos.