Revista Cintilatio
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Mantícora (2022) | Crítica

No me da miedo. Me da pena
Mantícora, de Carlos Vermut
Carlos Vermut se encumbra como uno de los directores más ingeniosos del panorama español al acoger en su imaginario a un monstruo del día a día en esta obra sobrecogedora por lo incómodo de su mirada y lo significativo de sus silencios.
Sitges | Por Luis Glez. Rosas x | 10 octubre, 2022 | Tiempo de lectura: 3 minutos

¿Qué sabemos de los monstruos? Que son deformes, por ejemplo. Que cogen partes de otros seres, normalmente animales, para constituir su físico y dar señas de su naturaleza salvaje y poderosa. Que son solitarios. No son muy dados a la convivencia formal con otros seres y mucho menos los humanos, a quienes o bien odian en silencio o devoran en la intimidad de una oscura cueva. Que dan miedo. Y es normal, dadas las otras dos características. Pero sobre todo terminan dando miedo porque cuando uno se enfrenta a ellos acaba por ver una parte humana en todo aquel horror. Se llega a intuir un atisbo de lo que un día fue. Se nos intuye. Es curioso ver cómo aun no habiendo visto ningún monstruo todos tenemos unas nociones básicas sobre monstruología. Tal vez porque, como decíamos, muy en el interior de estos seres queda reflejada una parte significativa de nosotros, la parte oscura. Carlos Vermut opta este año por hacer una película sobre monstruos —sobre un monstruo particular— debido a esta característica concreta de los mismos: su cualidad simbólica.

Escalofriante. Plagada de tanto ingenio como mala baba. Vermut construye un relato donde no da puntada sin hilo, muchas veces a base de no dar puntadas.

Nacho Sánchez protagoniza Mantícora.

Si habéis visto las obras anteriores de Vermut esto no os sorprenderá. Sabréis que es un terreno por el que se mueve como pez en el agua dado su excelente tratamiento de la imagen: sobría, sencilla pero de trazos precisos; y a su manejo del diálogo: justo de palabras pero sobrado en significación. Mantícora, su nueva película, no es la excepción a esta regla y diríamos que refuerza su habilidad innata a base de abordar temas que hacen alusión a esta capacidad. No ahondaremos en exceso en su sinopsis porque es de estas obras que ganan en virtudes cuando se ven con las expectativas en blanco, pero por conceder algo diremos que el filme se desarrolla en esa fina línea que separa la realidad de la ficción, donde los bordes son difusos y nos plantean qué de real hay en lo ficticio y qué de ficción en la realidad. Sobra decir que la sutileza necesaria para desenvolverse en esos márgenes es difícil de calcular. Vermut, sin embargo, construye un relato donde no da puntada sin hilo, muchas veces a base de no dar puntadas. Con esto nos referimos a su reconocido uso de los silencios, de los vacíos y de los huecos por completar que paradójicamente invitan a la respuesta personal y a encajar la pieza que todos ya traemos de casa, haciéndonos partícipes de una obra por la que, a priori, nunca sentiríamos empatía. Esto también es mérito de sus intérpretes, en especial de su protagonista, Nacho Sánchez, que nos transmite una percepción depravada y trastornada de este mundo que, a pesar del rechazo inicial y del constante impulso de marcar distancia con ella, acabamos entendiendo y por momentos, compadeciendo. Es escalofriante. Hay muchísimos más adjetivos para definir esta fantástica obra plagada de tanto ingenio como mala baba, pero optamos por este porque después de ver a un auditorio completo en plena comunión con el característico silencio de Vermut, intuimos que es porque bastante gente ha dado pie a la empatía con un monstruo horripilante. Y vale, es ficción. Pero habla de nosotros. Y eso da miedo.