Stanley Kubrick y el mito de Ícaro
El control del universo
Homenajeamos al autor de obras como «La naranja mecánica», «2001: una odisea del espacio» o «La chaqueta metálica», Stanley Kubrick, un cineasta sin el que no se puede explicar la cinefilia universal.
En el año 1997, Stanley Kubrick fue galardonado por toda su trayectoria con el premio D. W. Griffith, entregado por el sindicato de directores de Estados Unidos, en un reconocimiento que lo unía al linaje de otros grandes cineastas que ya lo habían recibido como John Ford, Alfred Hitchcock, Orson Welles, Ingmar Bergman o Akira Kurosawa. En su discurso de agradecimiento, Kubrick hizo una analogía acerca entre Griffith y el mito de Ícaro: «siempre estaba dispuesto a volar más alto. Y, finalmente, las alas de la fortuna le demostraron, como las de Ícaro, que solo estaban hechas de cera y plumas y, como Ícaro, cuando volaba cerca del sol se derretían. Y durante los últimos diecisiete años de su vida [..] vio cómo la industria que él mismo había creado le daba la espalda. […] Nunca he estado seguro de si la moraleja de la historia de Ícaro era solo “no intentes volar demasiado alto”, como dicta la creencia general, o si debería ser algo así como “olvídate de la cera y las plumas, y construye unas alas más solidas”».[1]
Esta interpretación personal del mito por parte del cineasta encierra, por un lado, su forma de entender su carrera como creador, y por otra, su filosofía acerca de la existencia, del papel de los seres humanos en el universo como individuos en ascenso hacia el sol, pero abocados finalmente al destino de la caída. En el tablero de sus ficciones, los protagonistas de Kubrick son siempre peones —a excepción de los personajes interpretados por Kirk Douglas en Senderos de Gloria (1957) y Espartaco (1960)—, presas de laberintos que no logran comprender y que los acaban por someter, ya sea a través de atracos fallidos, de la locura bélica y nuclear, de las jerarquías sociales o de los propios demonios psicológicos y sexuales. Sus personajes recorren travellings en retroceso, como si quisiesen empujar la cámara más allá del encuadre; habitan en composiciones simétricas con puntos de fuga en permanente obsesión con el centro. Un centro imposible de alcanzar.
Resulta poético que no lograse llevar a cabo su propio Napoléon (personaje hacia el que sentía una fascinación plena por razones obvias), pues sus ficciones siempre tratan acerca de súbditos y no de emperadores, de personajes que jamás logran gobernar sus vidas, a pesar de que el desenlace previsto concluyese con el gran hombre reducido a una tumba sin inscripción. El espéctaculo audiovisual que seguramente nos iba a brindar este proyecto inacabado acabó derivando felizmente en Barry Lyndon (1975), film con una base narrativa mucho más rica y compleja que la que nos permite entrever el guion de Napoleón, y cuya preparación estética sin duda nutrió a nivel pictórico la obra maestra que sí pudo llevarse a término.
Quizá la razón de que el cine de Stanley Kubrick se quedara lejos de los grandes números de taquilla tenía que ver con su visión pesimista, irónica y necesariamente fría acerca de la condición humana.
Afirma Jean-Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma (1988-1998) que «Alfred Hitchcock triunfó allí donde fracasaron Alejandro, Julio César, Hitler, Napoleón… Tomar el control del universo». Cineastas como el genio británico, Orson Welles o F. W. Murnau muestran una capacidad innata para transformar la realidad en una visión envolvente y fascinante, con un estilo vivo y órganico de aparente facilidad que parece aprehender el mundo y dominarlo. No es el caso de Kubrick. Su cine no sale de las vísceras, ni de su instinto, sino de una preparación intelectual exhaustiva; su intensidad no es emocional, sino plenamente autoconsciente. Cada obra de su filmografía está presidida por una ambición napoleónica, la frialdad estratégica de un superdotado que busca llevar cada empresa a la cima de su género, con una minuciosidad que necesariamente restringió el número de películas que integran su obra en comparación con la de otros maestros. El rechazo que despertaba en algunos críticos residió en que detectaban esta soberbia en la solemnidad de sus formas, en su irritante manierismo. Y el problema para ellos fue que, a la altura de sus pretensiones, el director logró emplazar la mayor parte de sus películas en la historia del cine.
A pesar del prestigio y admiración que suscitaba su trabajo, Kubrick envidiaba de Spielberg su habilidad para lograr éxitos comerciales rotundos sin renunciar a una mirada autoral propia. Quizá la razón de que el cine del primero se quedara lejos de esos números de taquilla tenía que ver con su visión pesimista, irónica y necesariamente fría acerca de la condición humana, radicalmente contraria a la del segundo (a pesar de que basta con revisar Barry Lyndon para comprobar que en absoluto su pensamiento es cruel o elitista, sino pleno de lucidez emotiva y trágica). «El cinismo, la pérdida de valores espirituales, dos guerras mundiales, la desilusión comunista, el psicoanálisis, han obligado al escritor del siglo XX a mantener a su protagonista al margen, indiferente, agobiado con los problemas relativos a la vida […] Si el mundo moderno pudiera resumirse en una palabra, esta sería “absurdo”».[2] En lo que sí estuvo a la par con respecto al creador de Tiburón (1975) o E.T. (1982), fue en su genio para esculpir imágenes que inmediatamente se clavan en el insconsciente colectivo, en feliz comunión con la música de Strauss, Ligeti, Beethoven, Schubert, Handel o Shostakovich, y que someten a los ojos y oídos del espectador al mismo impacto que experimentaban los de Malcolm McDowell con el método Ludovico en La naranja mecánica (1971). La cultura popular del siglo XX no se explica sin el monolito, HAL 9000, Alex vestido de drugo golpeando al ritmo de Cantando bajo la lluvia, Jack Nicholson destrozando una puerta con un hacha o la orgía de máscaras de Eyes Wide Shut (1999).
Esa insólita capacidad creativa de generar un icono tras otro y su talento para encontrar el código estético preciso, de inapelable coherencia y síntesis, para cada una de sus creaciones, nos coloca, seguramente, ante el cineasta con mayor influencia del cine moderno. Las imágenes en blanco y negro de alto contraste, casi documental, de la escena de boxeo de El beso del asesino (1955) prefiguran el estilo de Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980). La estructura narrativa de Atraco perfecto (1956) se puede rastrear en la construcción de Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) y en los puzzles narrativos de Christopher Nolan. También en la ambición de este de buscar grandes superproducciones cerebrales y en la de Paul Thomas Anderson, cuya filmografía parece querer explicar la epopeya social norteamericana desde un punto de vista distante, descreído, con especial querencia por las relaciones tóxicas, lo que inmediatamente nos lleva a la mirada Kubrick. La reflexión sobre la violencia y su estética, apelando directamente al espectador, en Funny Games (Michael Haneke, 1997) tiene ecos de La naranja mecánica. Y su existencialismo tiene una continuación directa en la obra de los grandes cínicos del cine contemporáneo: los hermanos Coen, quienes también utlilizan a sus personajes como víctimas de un absurdo violento, dando una vuelta de tuerca más al humor negro presente en Lolita (1962) o ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964).
La cartela final a modo de epílogo en Barry Lyndon resume la visión del cineasta acerca de la aventura del ser humano: «Fue durante el reinado de Jorge III que los personajes mencionados vivieron y altercaron. Buenos o malos, hermosos o feos, ricos o pobres, todos son ahora iguales». Sin importar lo alto que vuele cada Ícaro, finalmente a todos nos corresponde la misma lápida sin nombre que enterró a Napoleón. Todos los peones acaban tumbados en el tablero. Sin embargo, en su fimografía existe una excepción. El astronauta interpretado por Keir Dullea en 2001: Una odisea del espacio (1968) consigue llegar en Júpiter al umbral donde concluye la experiencia humana. El monolito marca el final del camino y abre la puerta a un nuevo salto evolutivo. Esa conciencia por descubrir es donde habitan las verdaderas obras de arte, aquellas que nos sobrevuelan y sobreviven generación tras generación y que continúan alumbrando a cada individuo. Y desde esa conciencia cósmica nos siguen mirando todavía las películas de Stanley Kubrick.