No me gusta etiquetar el cine según los países en que están hechas las películas, pero tratamos de concebir un reportaje de uno de los lugares más bellos del planeta, de sus gentes y su intrahistoria por razones que escapan a nosotros mismos. La necesidad de viajar, de ver como nuestros abuelos siquiera el mar en el cine al final de nuestros días, nos ha llevado a concebir un artículo plagado de obras maestras, probablemente teñidas de nostalgia hacia lugares que hoy para muchos están perdidos en la memoria. Hacemos también todo esto para viajar, esa acción que, desde las circunstancias actuales, muchos apenas podemos hacer más que tras la ventanilla única del televisor, revisando clásicos, que a menos gente de la que pudiera parecer interesan realmente, pero que nos dieron, que nos dan, tan grandes momentos de disfrute.
Ordenadas cronológicamente, bienvenidos al archipiélago donde tanto lo mejor como lo peor puede pasar, y donde de una extraña forma todo es posible.
La tierra tiembla (Luchino Visconti, 1948)
Rodada maravillosamente bien (también conocida como La terra trema) en la localidad cercana a Calabria, Aci Trezza (en el filme, Trezza) situada al este de la isla, cercano el municipio costero al Etna y que también limita al norte con Mesina, se trata de un exponente claro del movimiento neorrealista italiano. Si en El gatopardo (Luchino Visconti, 1963) se ve la fastuosidad de las clases obscenamente pudientes, aquí Visconti juega a todo lo contrario, retratar a través de un pueblo de esos que recuerdan los de las novelas de Sciascia, tan plagados de una pobreza canallesca y una picardía esperpéntica, las salidas a faenar al mar de unos pescadores que a menudo se quitan horas de sueño y se desloman las manos también arreglando redes para que las anchoas o boquerones del Jónico no escapen y puedan ser aprovechadas por los mayoristas que las malvenden.
Si en Ladrón de bicicletas (1948) De Sica jugaba a hacer perder el medio principal de trabajo a su protagonista, aquí el desempleo, la resignación y el hartazgo se muestran a través de una orden de desahucio hipotecario; tal vez por ello, hoy sepamos que la voz en off final de aquella estuvo impostada por el régimen dictatorial español, voz en off que aquí Visconti sí utiliza en italiano para así insertarse en el género semidocumental, y digo semi porque hablamos de cine muy comprometido, que sacrifica en todos los ámbitos técnicos todo lo que no suene o se vea como real, forzando en ocasiones el negativo ante atardeceres, amaneceres o anocheceres en un blanco y negro que prefiere quedarse en documento testimonial, antes que en una bonita historia de amor: la del hijo del único funcionario Ntoni —Antonio Arcidiacono— ingenuo y buen soñador que pasa de ser querido a ser odiado por justos y filibusteros, y Rosa Catalano, historia que empieza en las colinas persiguiendo a Venera, la vecina que ríe, hasta que deja de estar…
Recuerda aquí la manera de filmar a la de Federico Fellini en El jeque blanco (1952), y en tanto a Visconti le encantaban las escenas de masas, aprovecha para mostrarnos primeros planos de recurso para identificar reacciones de estos pescadores, aunque no sean ellos los que hablan. Si en aquella, don Federico lo hacía de un modo casi televisivo, Visconti consigue mayor naturalidad aquí en sus propósitos. Basada en la novela realista de Giovanni Verga, un libro decimonónico de un escritor que, tras recorrerse toda Italia, regresó a pasar su vejez en la Catania que lo vio nacer allá por 1840, el reparto tiene la peculiaridad de que es enteramente no profesional, siendo Antonio Pietrangeli —conocido por La entrevista (Antonio Pietrangeli, 1963) o Nacida en marzo (Antonio Pietrangeli, 1958)—, quien adaptó con respeto el material de Verga. La fotografía de Aldo Graziati en coordinación con el trabajo de Gianni Di Venanzo, consigue introducirnos con eficacia en esta Sicilia misérrima y cargada de las contradicciones que el fascismo de Mussolini estaba empezando a introducir. El montaje de Mario Serandrei deja ver la maravilla de un cine que no por más sencillo se simplifica, y la música que parece conseguida desde el mismo escenario por el equipo de Willy Ferrero y Edoardo Micucci sabe construir más de una melodía popular de las que se cantaban antaño en los puertos.
Stromboli, tierra de Dios (Roberto Rossellini, 1950)
Rodada propiamente en una de las islas Eolias cercanas a Mesina (noreste de Sicilia) sobre este filme corrió una leyenda negra durante mucho tiempo, debido a que la historia de amor en que se basaba se decía que tenía demasiado que ver con unas cartas que su realizador e Ingrid Bergman (aquí, Karen) habían compartido e ignoramos si incluso publicado. Pero muertos los dos reyes del celuloide, se acabó la rabia de gran parte de la crítica. Stromboli, tierra de Dios, como Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948) o Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945) no es ajena a la obsesión de su director por ponerse en el centro de la Segunda Guerra Mundial; en este sentido y como en La tierra tiembla, el fascismo está más que presente, siendo utilizado además a través de sus personajes protagónicos a través de temas como los celos, el maltrato a la mujer y cómo estos sentimientos se nos narran a través de la agorafobia que también el espectador en un momento dado empieza a sufrir. En este sentido y en el de documento testimonial, la película está narrada desde el personaje de Karen, lituana que pasa de estar encerrada en un campo de concentración y cuyo único deseo, ya entonces, es ser rescatada por algún amigo o amiga argentino con contactos en la Gestapo.
Leonardo Sciascia de nuevo está presente en esa oscuridad tan cargada de luz natural como es la zona de San Vincenzo y Ficogrande, un lugar que es zona volcánica, razón por la que Karen ahonda en un bovarismo que explica, hoy quizá mejor que nunca, ese homo lupus est de Hobbes, así como el hecho de que querer muchas veces extinguirnos viene de nuestra esencia tan poco dada a buscar acomodo en la naturaleza, y de cómo esta también sabe reaccionar cuando se la maltrata. Ejemplos de esta idea los tenemos visuales cuando Antonio (Mario Vitale) incita a un hurón a que se coma un conejo, o cuando otro pescador ayuda a la damisela en apuros a coger un pulpo en una zona de baño, o incluso en la brutal y didáctica secuencia en que todos los pescadores terminan con una plaga de tiburones que atemorizaría al mismo Spielberg.
La historia de Rossellini fue escrita también por Sergio Amidei —que también escribió El general de la Rovere (Roberto Rossellini, 1959) y La noche de Varennes (Ettore Scola, 1952)—, Gian Paolo Callegari, Art Cohn —que escribió para Dean Martin entre otros filmes Diez mil dormitorios (Richard Thorpe, 1957)—, Renzo Cesana —que tuvo prometedora carrera en Hollywood en comedias de Jerry Lewis— y Félix Morlión, belga que coescribió Francisco, juglar de Dios (Roberto Rossellini, 1950). La música del hermano del realizador, Renzo, inspirada en canciones populares pesqueras y el montaje de Roland Gross y Alfred L. Werker están más acompasados de lo que en principio pudiera parecer, siendo la fotografía de Otello Martelli la más difícil de conservar y restaurar, como se ha hecho, en el tiempo. Debido a la erupción mucho más larga de lo esperado del Cumbre Vieja en la isla canaria de La Palma, la película puede mirarse con esa comprensión del tormento que Karen sufre en su huida.
El poder de la mafia (Alberto Lattuada, 1962)
De vez en cuando, devienen sorpresas, y esta es una de ellas. Estrenada en España como El poder de la mafia y reconvertida por arte de Netflix en su original Mafioso, esta maravilla rodada mayoritariamente en el hasta ahora desconocido municipio de Cálamo, se anticipa con historia y todo (el grandísimo Rafael Azcona participó en el guion) a las grandes películas del cine español clásico como El verdugo (1963) de Luis García Berlanga (rodada solo un año después y que tiene en común algo más que su guion y fotografía: el buen hacer de Alberto Sordi extrapolable al del posterior Nino Manfredi). Si bien el punto de partida en ambas películas es distinto, pues ya sabemos que a Berlanga le gustaba contar —en sus palabras— la historia de un deseo finalmente insatisfecho, aquí Lattuada juega al «cuidado con lo que deseas, pues se puede hacer realidad» (y vaya si lo hace, pero ¿a qué precio?).
Nino Badalamenti (Sordi) viaja —en sus primeras vacaciones en años de su trabajó en una fábrica de automóviles milanesa— con su esposa Marta (impresionante Norma Bengell) a Cálamo casi con la condición de a la vuelta pasar por Bellagio, el pueblo de sus padres en algún momento. El caso es que este viaje no solo es vacacional, sino que tiene que entregar al patriarca del pueblo de pescadores, don Vincenzo (Ugo Attanasio) un regalo secreto de parte del jefe de su planta industrial. Esta magnífica historia de Bruno Caruso, además de por nuestro inmortal Azcona, fue reescrita por Marco Ferreri —escritor de la irregular vida de Bukowski Ordinaria locura (1981), así como de La gran comilona (1973), entre otras muchas—, Agenore —que participó igualmente en algún renombrado espagueti wéstern o en Rufufú (Mario Monicelli, 1958)— y Furio Scarpelli —que también hizo lo propio en otra de las películas a reseñar, El cartero (y Pablo Neruda) (Michael Radford, 1994)— y en ella los personajes secundarios son también un verdadero descubrimiento en la maquinaria perfectamente engrasada de la negrísima tragicomedia que aborda.
Lattuada que dirigió igualmente Don Juan en Sicilia (1967), La mandrágora (1965) o Corazón de perro (1976) ya en los setenta, entrega con esta su obra maestra un producto que nos hace acordarnos hasta de Abbas Kiarostami en aquella película de 1987, ¿Dónde está la casa de mi amigo?, en cuanto esta no es más que un work in progress de la que nos ocupa. También El padrino (1972) de Coppola está muy presente, constituyendo seguro un libro de notas en su día para el autor de Tetro (2009) de su maravillosa trilogía. Alberto Sordi es quien más llena la pantalla, pero también lo hacen personajes como su bigotuda hermana, su despistada madre y el pobre hombre que resulta ser su anciano padre, por citar solo algunos de ellos. Y Cálamo, ese pueblo de leyenda negra, tan Italia profunda o más de lo que podemos llegar a imaginar. Y la comida de los pobres (pez espada refrito y espaguetis negros). Producida por Tonino Cervi y con factura también ejecutiva de Dino De Laurentiis (uno de los grandes del gremio), destaca igualmente la granulosa y hoy restaurada fotografía de Armando Nannuzzi, el montaje super respetuoso con las elipsis de guion de Nino Baragli y la dirección artística sobre escenarios naturales (tarea complicada de por sí) de Carlo Egidi.
El gatopardo (Luchino Visconti, 1963)
Basada en la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, material literario que fue defenestrado por tantas y tantas editoriales, y que en la actualidad es propiedad de Carlo Feltrinelli (aquí en España, Jorge Herralde, de Anagrama, sobre su traducción), fue esta una obra malinterpretada por según qué sectores sociales, sobre todo por ser una novela de ideas (aunque también despuntan sus personajes) más que de grandes alharacas narrativas, destacando como para muchos la que hoy es como una biblia del estoicismo, proyectada a través de su protagónico don Fabrizio, el solitario miembro principal de la familia Salina. Su frase, que en la película de Visconti cuenta este (Burt Lancaster) a un pastor viene a decirnos que hay que hacer grandes esfuerzos para que nada cambie. La obra de Lampedusa fue también tachada por ciertos sectores de la crítica literaria como de decadente, al ser la familia Salina (cuyo sobrino Tancredi Falconeri —Alain Delon— se hace más partícipe del alzamiento garibaldino, en vez del gobierno de Cavour, al que acompaña la monarquía borbónica de Víctor Manuel II— una de las más potentadas económicamente dentro de la zona de Palermo, en que transcurre la acción.
El filme es una superproducción italiana, a pesar de lo dicho sobre su reparto internacional, que destaca no solo por el guion, en el que también participaron Suso Cecchi D’Amico —que participó igualmente en Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948) y Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960)—, Pasquale Festa Campanile —autor también del guion, en coautoría, del filme Maridos jóvenes (1958)—, Enrico Medioli —que participó en Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984)— y Massimo Franciosa —Los enamorados (Mauro Bolognini, 1955)— junto con el realizador mentado. A pesar de que para muchos es solo una larga historia de amores contrariados (Fabrizio con Angelica Sedara —Claudia Cardinale— y Tancredi con otra actriz de reparto) lo cierto es que en ella brilla con luz propia hasta Terence Hill, a quien en los ochenta veíamos tanto por televisión, a cachiporrazo limpio, junto al extinto Bud Spencer, que interpreta al conde Cavriaghi, también llamado Mario Girotti, en un papel contenido y secundario.
Decimos todo esto, porque quizá la tarea más ardua fue la de Visconti al mover a todo un ejército de personas dentro de cuadro (muchos de ellos extras y meritorios) en las valientes escenas de masas del interior del palacio de los Salina, y la tremenda coordinación de don Fabrizio en la escena con el pastor o el jesuita del que nos hablaba el novelista. Llama la atención en ambas escenas la importancia del departamento de maquillaje de Maria Angelini, que tanto con Tancredi cuando Fabrizio le enseña cómo se baila ante alguien como Angelica, como con el jesuita al que obliga a secar su cuerpo tras haberse dado un baño y verlo desnudo, juega con el exceso de sudor (vergüenza y sonrojo masculinos) de una manera exagerada pero encantadora. Existe una especie de fatalismo en la reinterpretación de Lampedusa a la hora también de juzgar a los sicilianos por un comportamiento errático, vanidoso y miserable: es así como se manifiesta también el dolor de un hombre (Fabrizio). Se mueve pues el filme con destreza entre el género bélico, la travesura y el sentimental con gran habilidad y utilizando planos generales fundamentales también para su ambientación.
Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988)
Si por este texto fuera, y obviando las tres partes de El padrino de Coppola, que también transcurren en Estados Unidos; podríamos decir que Tornatore es como un Luchino Visconti de los ochenta y noventa, un director del que por falta de espacio no desarrollamos la melancólica El hombre de las estrellas (1995) rodada también en Sicilia. Por otro lado, estamos ante un universo personal parecido al Macondo de García Márquez, y si bien Giancaldo —situada al noroeste de la isla— existe desde nuestro imaginario, a partir de esta obra maestra en también lo hace en nuestros corazones; siendo puristas habría al menos que disociarlo de Bagheria, el pueblo real. Para los amantes de la emoción a través del cine en su estado primigenio, y más en concreto del cine que se veía antes en salas de pueblo que tuvieron que cerrar, salas donde se reía, lloraba, masturbaba, follaba, fumaba, escupía o se censuraba, estamos ante algo más que una película estándar.
En este caso, además, se consigue aunar de una manera milimétrica el guion con el montaje, por lo que no es un filme que quede anticuado —si bien vistos los últimos tiempos, Dios dirá—. Los créditos de escritura fílmica nos señalan a una colaboradora de Tornatore en la sombra, una realizadora a la que después de este encargo le sucedieron Roma, Roma, Roma! (VV. AA., 1990), Lungo il fiume (1989) y The Accidental Detective (2003): nada más y nada menos que Vanna Paoli; sin ella probablemente la película hubiese sido otra. Luego está la pareja protagónica, conformada en realidad por cuatro actores compenetrados en el crecimiento de Salvatore —también conocido como Totò— a la perfección; es decir, no solo el gran —y aquí huraño y cascarrabias— Philippe Noiret —el proyeccionista Alfredo— sino Marco Leonardi, Salvatore Cascio y Jacques Perrin, a través de quienes se mantiene ese brillo en los ojos especial que les hace sentirse vivos interpretando. Los secundarios de lujo también son reseñables, como ese tonto del pueblo tan latino (Nicola Di Pinto), Enzo Cannavale (Spacaficco) o Agnese Nano, que interpreta al primer amor de Totó: Elena Mendiola.
A pesar de que la partitura de Ennio Morricone es enteramente una delicia solo comparable a los Tubullar Bells (1973) de Mike Oldfield en El Exorcista (William Friedkin, 1973), este es un filme gozoso y no particularmente melancólico, un producto que respira en el mejor sentido de la palabra, cine en el sentido en el que cine es amor, dolor y grandeza gracias al tratamiento del detalle. Producida por Gabriella Carosio, Franco Cristaldi y Giovanna Romagnoli, con diseño sobre el set de Andrea Crisanti y el equipo de Mino Barbera, el departamento de arte de Fabio Bonzi, y las labores coordinadas de montaje por Mario Morra —la famosa secuencia final viene descrita fotograma por fotograma en el libro The End: los mejores finales de la Historia del Cine de Iván Reguera— nos hacen pensar en una gran labor humana y técnica detrás, lo que hoy el espectador puede disfrutar como un verdadero milagro. Contó igualmente para alguna secuencia más peligrosa con departamento de efectos especiales, especialistas que impidiesen mayores problemas entre los actores y hasta un departamento de animación del que se encargó Alvaro Passeri.
El cartero (y Pablo Neruda) (Michael Radford, 1994)
Al igual que en Stromboli, tierra de Dios, la acción transcurre en la isla de Salina —otra de las islas Eolias, al igual que la propia Estrómboli—, más cercana a Nápoles que a la propia Sicilia y conocida por ser de entre el conjunto de todas ellas la que más vegetación tiene, además de ser en la que la naturaleza es más abundante. El cartero (y Pablo Neruda) es una película cargada de sentimiento y de pasión por la poesía, una oda no solo a Pablo Neruda y su mundo, sino al amor en sí mismo. Concebida también en torno al fascismo de Mussolini y el comunismo de Stalin, sus virtudes tienen que ver tanto con la sencillez de la historia como con la interpretación de, sobre todo, Massimo Troisi, Philippe Noiret —estupendamente caracterizado como el poeta chileno en el exilio— y Maria Grazia Cucinotta —esa Beatrice tan de Dante—.
El rodaje de esta estuvo cargado de anécdotas, destacando tristemente entre ellas la enfermedad del corazón de Troisi que, debido a un infarto de miocardio, murió antes de finalizarlo a pesar de su afán, que le hizo trabajar hombro con hombro con Radford para hacerlo posible. Es uno de esos casos paradigmáticos de actores que, por su naturalidad, podrían llegar a hacernos cavilar erróneamente sobre si no son profesionales, como es el caso de los pescadores en La tierra tiembla. Visionar esta película hoy en día no es lo mismo que en 1994, habida cuenta de la publicación de las sucesivas ediciones de memorias de Neruda —Confieso que he vivido (1974)— donde nos hacía partícipes del abandono a su propia suerte de su hija: Malva Marina, la cual sufría hidrocefalia severa. No obstante, esta anécdota que deshumaniza al escritor iberoamericano y que, por supuesto no se muestra, sí deja ver cómo el poeta era primero militante comunista o literato y, después, todo lo demás, a pesar de su fidelidad con su esposa Matilde y de la sensibilidad «metafórica» de que hace gala.
Basada en una novela de Antonio Skármeta, de quien también Fernando Trueba adaptó posteriormente El baile de la Victoria (2009) —siendo la idea original de Furio y Giacomo Scarpelli, autores de La cena (Ettore Scola, 1998), entre otras—, el guion se desarrolló, además, por Anna Pavignano —guionista de comedias más o menos acertadas en la taquilla— y que junto con estos y los realizadores —a Troisi costó que lo incluyeran en los créditos en un principio— formaron un gran equipo técnico. La fotografía de Franco Di Giacomo es de contrastes pues, cuando retrata la pobreza, sabe ser más neorrealista que cuando vemos bailar un tango a Neruda y a su esposa; en este sentido sabe sacar partido a la luz, pero solo cuando el momento es luminoso. El maquillaje del departamento de Alfredo Marazzi sabe construir atmósferas veraniegas y sofocantes. La música de Bacalov es una banda sonora de una sola canción, pero muy bien aprovechada durante los ciento quince minutos de metraje, lo que no desmerece el conjunto. Teniendo todo esto en cuenta, la película deja un gran sabor de boca y ganas de volver a verla a pesar de la tragedia que arrastra, además de estar dirigida, escrita e interpretada desde la emoción de un cine preciso, artesanal y, por desgracia, tendente a desaparecer.