Series en serie
La carrera de la sociedad contra el tiempo
Vivimos tiempos acelerados en los que, como decía aquel, si pestañeas te lo puedes perder. Tiempos en los que la realidad parece estar abonada a un frenesí constante. Nada escapa a sus fuerzas centrípetas, mucho menos el ocio y la forma de consumirlo.
Uno, que ya peina alguna cana que otra, recuerda con nostalgia el romanticismo de la etapa dorada de las series. Esa generación de productos de ficción que engancharon a las pantallas a medio planeta —Perdidos, hablo de ti, de ti y de tus malditos osos polares, saltos en el tiempo y un señor de ojos verdes saltones—. Pero vayamos a la madre del cordero. Agarraos los más jóvenes al objeto más estable que tengáis a mano: Perdidos (J. J. Abrams, 2004), como Los Soprano (David Chase, 1999), The Wire (David Simon, 2002) o la inigualable A dos metros bajo tierra (Alan Ball, 2001), emitían un capítulo cada semana. Y nadie ponía el grito en el cielo —excepto cuando nos dejaron un año con la duda de qué había debajo de cierta escotilla de aquella isla de cuyo final no quiero acordarme—.
The Boys, una serie abonada a la polémica.
Pero, ay, las cosas han cambiado. Y no sabemos si a mejor, aunque no tiene pinta de ello. Y resulta que en 2020, cuando Amazon Prime decide liberar cada viernes un nuevo capítulo de la segunda temporada de The Boys (Evan Goldberg, 2019) en lugar de estrenarla toda de golpe, se lía la mundial. Para mal, por supuesto. Entendemos que es verdaderamente indignante el hecho de esperar siete días y que resulta mucho más seductora la idea de quemar diez capítulos seguidos en una maratón que ni la de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001) en versión extendida. En La Ciclotimia, que somos castos y puristas, no concebimos la cultura como algo que devorar sin masticar ni degustar mínimamente. Quizá, solo quizá, sea mejor idea dejar que las historias y las narrativas dejen poso en el espectador y vayan sembrando, capítulo a capítulo, cierta intriga y, por qué no, un pequeño porcentaje de sano sacrificio para esperar al próximo giro de guion inesperado de turno.
Es indispensable frenar la vorágine que nos rodea y fomentar y apoyar una evasión audiovisual de calidad.
Si esto pudiera parecer de por sí el colmo de la impaciencia cultural, hace unas semanas se filtró la intención de Netflix de añadir a su plataforma —al menos en las versiones de la app en Android— un botón de reproducción a velocidad 1,5X. Es decir, permitir que los contenidos, de manera voluntaria, se puedan ver a velocidad más rápida de como fueron concebidos originalmente. La polémica estaba servida, y ni los usuarios ni los propios creadores dejaron sus opiniones al margen. Hagamos recuento. Por un lado tenemos la moda de estrenar temporadas al completo para fomentar la moda del binge-watching (expresión anglosajona que se puso de moda por las redes y que se traduciría como «maratón» o «atracón» de series) y por otro la aterradora posibilidad de «pitufar» las voces y movimientos de los actores y actrices gracias al botón 1,5x. Si esto no fuera suficiente para sumir al ocio en el estrés y la ansiedad más absolutos, hay que sumarle la función automática de salto al siguiente capítulo nada más finalizar el anterior. Y esto, baladí en principio, es más grave y significativo de lo que parece.
La calma y el savoir-faire de A dos metros bajo tierra, valores a reivindicar.
Primero, porque en numerosas ocasiones los títulos de crédito esconden matices y pueden complementar la experiencia de muchas formas. En el caso de las series, con una canción bien elegida o, a veces, en silencio total con el fin de dar descanso al espectador tras un final especialmente traumático. En el caso de las películas es aún más grave: tomas falsas o escenas post-créditos podrían pasar inadvertidas. Pareciera que el objetivo de las plataformas de streaming no es otro que generar cierta adicción o sensación de prisa. El consumo rápido ha de primar por encima incluso de la calidad del producto.
En este punto, se antoja crucial no olvidarnos de la palabra clave del párrafo anterior: la calidad. Porque, si nos olvidamos de ella, corremos demasiados riesgos. Nos asomamos al abismo de la mediocridad, de la avalancha de subproductos que solo aguantan una temporada o de películas de producción propia con mucha apariencia y brillo pero poca chicha detrás. Cuidemos los productos que nos gustan y tratémosles con el mismo cariño con el que han sido creados. Es indispensable frenar la vorágine que nos rodea y fomentar y apoyar una evasión audiovisual de, y perdón por la redundancia, calidad.
Nos lo merecemos. Y nuestros personajes favoritos, aún más.