Hay libros de cine que seducen más por el conjunto editado y su capacidad de sintetizar a un autor que realmente por tener una enjundia literaria específica. Es este además un libro cargado de fotografías de los cortometrajes, westerns, películas de guerra o dramas y comedias que John Ford filmó, un oficio que se forjó primero como actor y después como director, tal y como responde a Bogdanovich, para luchar contra el hambre. El material en él plasmado ha supuesto a su vez una rigurosa búsqueda no solo por parte de investigadores de nuestro país (Marta Baztán, Maria Elena de las Carreras entre otras personas), también se buscó material en la Cinemateca Portuguesa (Teresa Borges) e incluso en Estados Unidos (de Wanamaker a Sánchez O’Toole en Los Ángeles, ya que eran tiempos en que Hollywood no rehuía de este tipo de cine).
Si de algo sirve el libro además es para dar cuenta de lo inabarcable de su producción, de hecho, Ford es un director de cine del que poca gente en nuestro país conoce siquiera el título de toda su filmografía, y el intento final a modo de corolario que incluye sinopsis, créditos y algún proyecto no estrenado o inédito, así lo atestigua; un corolario completísimo que incluye hasta la ceremonia por la que obtuvo su Óscar póstumo.
Su gran valor, aún hoy, es el de saber llevar a la pantalla recursos visuales que inspiran poesía, porque realmente lo son.
Parece ser que la imagen que nos construye Bogdanovich parte de sus conversaciones con el director en el set de rodaje del western El gran combate (1964) en Monument Valley, y así empieza el libro, recuperando lo que fue parte de la pelea que supuso llevar a cabo esta película, de tal forma que considerar la imagen de espaldas, en semi-escorzo o frontal de Ford con su habitual puro, sentado en una silla de madera, es lo de menos. Lo que sí parece es que su carácter huraño y unas ideas políticas enfrentadas a la figura de Nixon (que a su vez fue uno de los pocos presidentes de su país natal en agradecer su talento y labor sinceramente) le marcarían sin duda a la hora no solo de valorar sus películas, sino también su figura.
Y es que la vida y obra de Ford huye de la búsqueda capciosa de cualquier adjetivo calificativo. Un ejemplo claro lo tenemos en La diligencia (1939), cuyos protagonistas eran perdedores o pobres gentes al igual que en el cine del aclamado —por demócrata— John Huston. De alguna manera, y tal y como considerarían más tarde directores como Sidney Lumet, cada película era una aventura distinta y tenía su propio afán. Eran también otros tiempos dentro de la industria.
Su gran valor, aún hoy, es el de saber llevar a la pantalla recursos visuales que inspiran poesía, porque realmente lo son. Uno no tiene por más que acordarse de que esta poesía era de lo más accesible al público y se construía de manera lo más sencilla posible. Un ejemplo claro es el principio y final de Centauros del desierto (1956), que en sí mismo podría ser un lienzo que solo se explica viendo la película entera y comprendiendo cómo no hay placidez, sino derrota en el personaje interpretado por John Wayne. A propósito de esta película, Ford confiesa a Bogdanovich que tal vez la música debía haber estado más cercana a la cultura de los indios de Texas que a los cuáqueros.
No tiene aquí reparos Ford (que empezó su carrera llamándose Jack, en homenaje al hermano que le metió en los castings para especialistas de westerns) en considerar este su oficio como algo que a ratos podía ser divertido —en el rodaje de La salida de la luna (1957) o El hombre tranquilo (1952) dice aquí haber disfrutado de lo lindo, quizás por sus orígenes familiares irlandeses— y más que grato en sí mismo. Nacido en Maine un febrero de 1894 y desaparecido setenta y nueve años más tarde en California, es curiosa esta faceta poética también a la hora de obtener grandes premios, obteniendo el de mejor director por El delator (1935), Las uvas de la ira (adaptación de la novela de John Steinbeck, en 1940), ¡Qué verde era mi valle! (1941) y El hombre tranquilo (1952).