Arthur Miller escribe: La verdad no es tan mala como la sangre. Es la verdad, y no la sangre, la que convierte el teatro de Miller en tragedia. Pero, ¿dónde queda lo trágico en su obra? En la confrontación de los personajes con un destino que ellos mismos no quieren conocer, que acallan —por fuerte que llame a la puerta—, que niegan (como si esta negación fuera su vida y nada más) hasta que la sangre, ella misma, termina por cumplir con este destino. ¿Dónde está lo moderno de este teatro? En que aquí el destino no es nunca un presagio al que se esté encaminado o una sentencia que vaya a exigir su tributo en algún tiempo ineludible pero todavía futuro. Por el contrario, el destino de los personajes es su propio pasado. Adorado o negado, engañado o traicionado, pero siempre sagrado (con todos sus horrores), el pasado es el destino que tiempo más tarde —en el momento de la acción— ha de estallar. ¿Dónde permanece lo griego en el teatro de Miller? Precisamente, en que ese pasado que constituye el destino de los personajes no es más que lo que ellos mismos son, la verdad que ellos son, el centro de sus sueños, de su vida, de un tiempo anterior que de ningún modo puede abandonarles.
El destino de los personajes no es más que lo que ellos mismos son, la verdad que ellos son, el centro de sus sueños, de su vida, de un tiempo anterior que de ningún modo puede abandonarles.
En Muerte de un viajante una preciosa acotación caracteriza así a Ben, el hermano muerto: Tiene la certeza absoluta de cuál es su destino: y le rodea el aura de quien viaja a lugares lejanos. Sólo los muertos, que vienen de lejos, han aceptado y encarado hasta el fondo su destino, con todas sus marcas, con todas sus fronteras (la última, la muerte, quizás también la más expiatoria). La sangre, la muerte, es por ello la única redención posible —en el sentido griego del término— para Joe Keller en Todos eran mis hijos, para Eddie Carbone en Panorama desde el puente, para Willy Loman en Muerte de un viajante: y en el final del camino la palabra Réquiem toma su significado más puro de descanso. Paz, lo demás es silencio. En Después de la caída en cambio (esa obra de belleza poética que transcurre en la memoria y la mente del protagonista: como una fantasía del personaje, como un epílogo metalingüístico del autor explicándose con todos sus temas, encadenados uno a uno), la aceptación de sí mismo constituye para Quentin una redención en sí misma: la aceptación del pasado, de los enigmas, de la vida como un juicio siempre pendiente en el que el hombre demuestra su fuerza, su capacidad para amar, su bondad para con los otros, su sabiduría, su voluntad, o lo que demonios se quiera. Una obra entera escrita en forma de redención, pues no hay más que llegar a ser el que se es.
Así las cosas, el primer tema en el teatro de Arthur Miller será siempre la presencia acuciante de un pasado no cicatrizado y no asumido, que vuelve o hiere de lejos porque no sana; un pasado que no permite al tiempo presente liberarse de él, hacerse realmente presente. Ese pasado además suele hacerse en el equívoco de los sueños y las esperanzas engañadas: la jungla es negra, y la luz de las constelaciones fijas en el cielo, o del brillo de los diamantes, es tan solo una promesa mortal y esquiva. Son las ilusiones quebradas o los sueños rotos del viajante Willy Loman, que a fuerza de soñar nunca llegó a saber quién era. Ese no saber quién se es está también en los deseos ocultos y en las pulsiones prohibidas (inconfesas, al borde del incesto) de Eddie Carbone, y en los horrores antiguos que Joe Keller debe negarse a sí mismo para poder soportar el peso de seguir viviendo. Keller no vive en la verdad, pero vivir en la mentira de sí mismo es a veces la única manera de aferrarse a la vida, y eso es lo último que abandona el hombre, sea Loman, Keller o Carbone (solamente la persecución de la vida puede llevarlos a la muerte). Lo que nunca se traiciona es la propia esperanza: será necesario un extraño, un desconocido, o una muerte (la mayor de las extrañezas) para agotar la esperanza, para arrebatarla. (Habla Quentin: «También la desesperanza, desde luego, puede ser una forma de vida; pero uno tiene que creer en ella, asumirla (…). Si lograra acorralar esa esperanza, descubrir en qué consiste y así desengañarme de una vez por todas o bien hacerla verdaderamente mía…»). No se traicionan la esperanza o las creencias, se traiciona a los demás, a la realidad, a lo que más amamos. Se traiciona a ese mundo inmenso y bello sobre el que siempre tenemos una responsabilidad y con el que guardamos un compromiso: porque todos (todos nuestros prójimos) son nuestros hijos. Aquí el plano humano y existencial del teatro de Miller alumbra un plano social, en el que el hambre es la muerte del amor y en el que el mundo se mide con leyes de los hombres y de los países que, como en Antígona, no son leyes a la medida del hombre ni leyes a la medida de la naturaleza (¿es ilegal amar al inmigrante, morir o callar por el amigo?).
El curso natural de la vida (esta es la tragedia) es la pérdida de las cosas. Vivíamos en un Paraíso, y una vez rotas las ilusiones debemos saber, incluso alegremente, que aquellos árboles tan hermosos eran solo soñados y nada más. Y al final, será todo una Caída del Paraíso, siempre nueva. Con todo, Miller termina su obra, Después de la caída, con un saludo. Apenas un saludo: «Hola, hola». Es una bienvenida a la vida, siempre posible y siempre amada. Solo que para vivir (sobrevivir) debemos seguir las enseñanzas de Sócrates y de Píndaro: «conócete a ti mismo» y «llega a ser el que eres». Todo consiste, soñados los árboles y caído el telón, en vivir en la verdad: en la esperanza o desesperanza de nosotros mismos, y en el amor de los demás, que nunca dejan de ser todos nuestros hijos.