La penúltima muerte de Bruce Lee
La eterna lucha por un legado

Empañado por la polémica reciente, el icono de las artes marciales es más necesario que nunca como ejemplo de entendimiento internacional.

Es triste pero necesario admitir que este último año el nombre de Bruce Lee ha estado asociado, casi permanentemente, con la controversia. Fruto de una escena en Érase una vez en… Hollywood (Quentin Tarantino, 2019) donde el actor Mike Moh interpreta a la leyenda de las artes marciales, la hija de Bruce Lee, Shannon Lee, afeó el retrato de Tarantino como paródico e irrespetuoso con la figura de su padre. No es necesario llamar la atención con la conocida costumbre de Tarantino con deformar y parodiar la historia, ni siquiera señalar que una cierta teatralidad y chulería dramática son partes esenciales de la cautivadora imagen y la persistente leyenda de Bruce Lee. La escena de Érase una vez en… Hollywood puede entenderse como un sincero homenaje en forma de broma cariñosa para quienes aprecian la figura y la leyenda de Lee, entre los cuáles sin duda se encuentra el propio Quentin Tarantino, quien ya reconoció su admiración por el maestro en Kill Bill. Volumen 1 (2003).

El problema ni siquiera yace en para quienes el largometraje de Tarantino sea su única imagen de Lee. Por el contrario, lo triste es que una figura que representó para muchos la superación personal, la lucha contra la adversidad y el entendimiento entre culturas, se haya visto empañada por la controversia y el debate sobre unos pocos minutos de metraje. ¿Puede toda una vida de apasionada dedicación a la divulgación, la reflexión y la práctica de las artes marciales y una breve pero intensa carrera cinematográfica condenarse al olvido por una pequeña disputa sobre una inofensiva escena? Cabe argumentar que Bruce Lee no murió el 20 de julio de 1973, sino que vive mientras su leyenda siga viva, y muere cada vez que su legado se empequeñece y se oscurece por la polémica. Cada vez que nos olvidamos de acordarnos de su figura, y nos enzarzamos en pelearnos por quién se acuerda mejor.

Un vistazo general, sin embargo, nos recordará que la vida de Bruce Lee estuvo siempre marcada por el desdén y la incomprensión de los demás. Descontento con las limitaciones que entendía que la tradición y el respeto por la doctrina imponían sobre las artes marciales, tuvo que enfrentarse al ridículo y el descrédito que siempre cae sobre todo verdadero innovador. Su heterodoxo método de enseñanza de las artes marciales consistía, precisamente, en la ausencia de todo método: en la búsqueda constante de cada individuo de su propia fuerza y su propio sentido del movimiento, desprovisto del corsé de cualquier «estilo» o «camino», con el único objetivo de la dominación del arte de la pelea. Pronto se daría cuenta que el propio sistema de artes marciales que diseñó, el Jeet Kune Do («El camino del puño intercepto»), recaía en las mismas constricciones y limitaciones que cualquier otro estilo. Su objetivo siempre fue deshacerse de toda presuposición y prejuicio sobre la pelea, alcanzar, como el agua, un estado de falta de forma absoluta.

Lee tendría que sufrir en sus propias carnes la injusticia cuando, al abandonar sus academias y probar suerte en Hollywood, se dio de bruces con la intransigencia de una industria donde difícilmente un actor asiático podría evitar los papeles marcados por los estereotipos raciales.

Quienes conocen su interés por abandonar la tradición, los sistemas y el ritualismo innecesario entienden por qué hoy en día es considerado como el abuelo de las artes marciales mixtas. Y como el propio MMA, Lee tuvo que enfrentarse en su momento a la incomprensión y el escarnio, como en la legendaria anécdota donde fue desafiado por un maestro de Chinatown a una pelea que si perdía, le impediría seguir dando clase a alumnos occidentales. Los prejuicios raciales y el hermetismo de la sociedad de la diáspora china a la que pertenecía eran si cabían una limitación más ilegítima a la divulgación y la enseñanza de las artes marciales. Lee tendría que sufrir en sus propias carnes esta injusticia cuando, al abandonar sus academias y probar suerte en Hollywood, se dio de bruces con la intransigencia de una industria donde difícilmente un actor asiático podría evitar los papeles marcados por los estereotipos raciales, no ya conseguir un papel protagonista. Así que Lee hizo las maletas y cruzó el océano hacia su ciudad natal, Hong Kong, dispuesto a entrar a Hollywood por la puerta de atrás.

Cada una de las películas de Bruce Lee en Hong Kong batió consecutivamente el récord de taquilla de la pequeña industria local. Después de Kárate a muerte en Bangkok (Lo Wei, 1971) y Furia Oriental (Fist of Fury) (Lo Wei, 1972), el meteórico ascenso de la estrella estaba garantizado. Su éxito fue tal que pronto Lee, siempre arrebatado por una fuerte inspiración y dedicación constante al trabajo, se puso al mando de sus propios proyectos, que se encargó de escribir, dirigir, coreografiar y protagonizar. Primero vino El furor del dragón (1972), donde se enfrentó a su antiguo alumno Chuck Norris en una de las escenas más emblemáticas del cine de artes marciales. Después se dedicó a la producción de un proyecto titulado Game of Death, donde pretendía plasmar su particular filosofía y su entendimiento del arte de la pelea. El conocido traje amarillo de bandas negras, hoy en día inseparable de su figura (que conocidamente vistió Uma Thurman al final de Kill Bill. Volumen 1), venía a representar su misma apreciación por la innovación y desdén por las limitaciones de las anquilosadas artes marciales tradicionales, en las cuales los incómodos uniformes rituales eran otra traba innecesaria más.

Por muchos que sean los encomiables avances de Bruce Lee en la enseñanza y el perfeccionamiento de las artes marciales, palidecen en comparación con su categoría como icono atemporal del cine y su papel en el ascenso de la popularidad del género de artes marciales en todo el mundo.

Bruce Lee tuvo que detener la producción de Game of Death apenas había empezado (parte del metraje sería incluido con calzador en la infame película de 1978 que apenas comparte más que el título con la visión original de Lee), pues había recibido la oferta de protagonizar una coproducción con Hollywood. Es posible decir muchas cosas de Operación Dragón (Robert Clouse, 1973), cuyo contenido puede que resulte un tanto anticuado y extraño a la sensibilidad actual (como quizás toda la filmografía de Lee), pero es directamente imposible describir en un puñado de párrafos la profunda influencia e impacto de esta película sobre la historia del cine, tanto en el contexto norteamericano, como en el internacional. Por muchos que sean los encomiables avances de Bruce Lee en la enseñanza y el perfeccionamiento de las artes marciales, palidecen en comparación con su categoría como icono atemporal del cine y su papel en el ascenso de la popularidad del género de artes marciales en todo el mundo. Pero como al igual que Moisés murió antes de entrar en Canaan, Bruce Lee falleció prematuramente a las puertas de la Tierra Prometida que él había ayudado a encontrar. El hombre llamado Bruce Lee murió el 20 de julio de 1973, un mes antes del estreno de Operación Dragón. La leyenda llamada Bruce Lee no había hecho más que empezar.

Son muchas, e innumerables, las formas en las que el legado de Bruce Lee se hace presente en nuestros días. Su papel en la inspiración de lo que acabaría por ser las artes marciales mixtas y su importancia, en definitiva, de la popularidad internacional de las artes marciales no son, en definitiva, más que consecuencias particulares del inmenso puente entre Oriente y Occidente que su figura representa. Su impacto fundamental en la superación de los estereotipos raciales asiáticos en la cultura popular puede sentirse incluso en su curiosa cualidad de icono entre los jóvenes afroamericanos de los EE. UU. Cansados de un cine blaxploitation que ahondaba en los prejuicios negativos sobre los negros, las poblaciones afroamericanas encontraron en las producciones de kung-fu de los años 70, y en las populares películas de Bruce Lee ante todo, un cine donde los sujetos racializados eran representados como ejemplos de fortaleza, superación y sabiduría. Y que  además sabían pelear.

Pero el error más grave al que puede enfrentarnos una enumeración más de los avances que logró y promovió Bruce Lee en su corta vida sea solemnizar e idealizar en exceso su figura que, como ya indicamos al principio, es imposible de entender sin la característica teatralidad y la aguda noción de la exageración que sus películas, sus actuaciones y su propia persona transmitían. Una sacralización excesiva de Lee que lo eleve como una figura inviolable y santísima del panteón de la historia del cine caerá en el mismo error que las constricciones rituales y tradicionales que él mismo despreciaba. Esto es algo que Quentin Tarantino, ilustre admirador y digno heredero del cine del maestro de Seattle, entiende a la perfección. Es algo que con suerte quizás habremos logrado en este punto de nuestro particular homenaje. Pero también es algo que supera y sobrevuela la eterna polémica y el comentario, y que solo puede se experimentado con el contacto directo son su legado. Otro enredo más en la polémica no será la última muerte de Bruce Lee, si acaso otra enésima penúltima muerte. Enfrentado desde siempre al desdén y el menosprecio, Bruce Lee vivirá para morir otro día. Otra penúltima derrota, otra penúltima muerte, pero todavía luchando por la vida.

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