Hoy, 24 de agosto, el gran escritor que eclipsó en su día el boom latinoamericano, cuestionándolo, hubiera cumplido 121 años, de no ser porque un cáncer hepático se lo llevó en Ginebra el 14 de junio de 1986. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, aunque pudiera parecer lo contrario por su largo nombre, nació en un suburbio argentino, y se fue bien pronto y gracias a su padre a la ciudad suiza de Ginebra a vivir, donde este le procuró una educación exquisita en un colegio inglés.
Hay figuras literarias a las que la posteridad trata bien, y este es un caso claro, habida cuenta de hasta qué punto el uso perfeccionista del lenguaje castellano (que le llevó a ganar el Premio Cervantes, y no así el Nobel de Literatura, para el que fue eterno candidato durante treinta años) se convirtió a raíz de su deceso en realidad palpable y a imitar por tantos. En su ultimo ensayo sobre la figura que nos ocupa, Mario Vargas Llosa tilda a Borges de autor insustituible: «Jorge Luis Borges no tiene imitadores válidos, a diferencia de Faulkner o Joyce. A sus imitadores, Borges los mata, es decir, los anula y delata como “borgesitos”». Este misterio propiciado por una lectura basada en símbolos, espejos y mitologías europeas varias sigue treinta y cuatro años después, alimentando su leyenda.
Profesor, cronista y bibliotecario, esta leyenda contada en diversas biografías de sus propias palabras, nos hace considerar que su vocación literaria (si es que eso existe) le sobrevino antes de los diez años en su Argentina natal, donde empezó a cultivar poesía de la llamada ultraísta. En España, a pesar de que fue Francia seguramente quién lo universalizó desde Ginebra, fueron pronto conocidos estos poemas en la revista Sur y Ultra, que viajaban por los cenáculos literarios con suerte irregular, pero donde a pesar del vanguardismo que se llevaba en los 20, practicó el corte más clásico de su literatura.
Borges para muchos contiene ese todo insustituible por su trabajo con las estructuras, que sin obviar lo aristotélico introduce las poéticas a veces circulares de Shakespeare.
Políticamente, y tal y como le confesó en la entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en el programa de 1980 A fondo de RTVE, se definía como individualista anarquista en tanto en cuanto no creía en el Estado. Renegó así del peronismo y fue partidario más de Videla que de según qué otros regímenes, lo que le llevó a ser muy criticado en su país natal. También de esta entrevista llama la atención el acercamiento a la figura de su padre, hombre inteligente e instruido, cuyo primer texto El caudillo él mismo trató de llegar a corregir y sintetizar como solo su hijo sabía hacer, desde el empeño de que la distancia corta del relato era más factible que los engranajes o enredos novelescos que venían a decir exactamente lo mismo. Todo ello teniendo en cuenta que a Jorge Luis no le fue suficiente con su educación bilingüe para su hondo y solitario oficio también de lector: tuvo que aprender el idioma alemán solo por el placer de entender lo que escribían autores y pensadores como Schopenhauer.
No pretende este pequeño artículo de fondo más que acercarse siquiera superficialmente y con una ingenuidad que en muchos ya parecería impostada, a una obra laberíntica y apasionada en su erudición, ahora que este cúmulo de palabras parecen más pasadas de moda que nunca, capitaneada en dos libros de cuentos que consideramos fundamentales: Ficciones (1944) y El Aleph (1949), que junto con la anterior Historia universal de la infamia (1935) y las posteriores El informe de Brodie (1970), El libro de arena (1975) o La memoria de Shakespeare (1983) configuran el universo inventado de un autor difícil y no siempre bien entendido en sus contradicciones y simbolismos.
Llama igualmente la atención la gran cantidad de obra en colaboración que el escritor bonaerense posee, algo que se entiende desde una postura confraternizadora y a la vez dolorosa de la amistad y la felicidad. Quizás el amigo literario más conocido fue Adolfo Bioy Casares, otro argentino con el que realizó la fabulosa Antología de la literatura fantástica (1940), donde hizo ver cómo las conexiones entre realidad y ficción son, cuanto menos, indeterminadas.
También debemos decir que su influencia abarca áreas soterradas a más campos del meramente literario: la geometría fractal así como la ilustración de diversas paradojas matemáticas, la neurociencia —ilustrada a través sobre todo de Funes el memorioso (1942)— o la astronomía —en conceptos como las mezclas granulares desarrolladas en El libro de arena— son solo tres ejemplos de cómo a su desbordante imaginación, el escritor aunó altas dosis de investigación sobre el conocimiento en el sentido más amplio del término. Otra de las razones por las que Borges para muchos contiene ese todo insustituible es el trabajo con las estructuras, que sin obviar lo aristotélico introduce las poéticas a veces circulares de Shakespeare, algo que se viene practicando desde hace menos tiempo del que pudiera parecer, y que expone zonas circulares de riesgo y empatía, sin las que contar por contar se convierte en extraña osadía.