El fantasma de Daniel Johnston
Un año sin el enigmático músico
Tras toda una vida atormentado por su enfermedad mental, Daniel Johnston nos dejó hace un año. La trágica historia del artista de culto nos sirve hoy para replantearnos la compleja relación entre la creatividad y la locura.
«Hola. Hola. Hola. Soy el fantasma de Daniel Johnston». Un joven despeinado habla al espejo con una cámara en las manos. «Hace muchos años viví en Austin, Texas, y trabajaba en McDonald’s. Es un honor y un privilegio dirigirme a ustedes para hablarles sobre mi enfermedad… Y sobre el otro mundo». Son los segundos iniciales de The Devil and Daniel Johnston (Jeff Feuerzeig, 2005), el documental sobre la vida del atormentado músico y artista de mismo nombre. La casi espeluznante presentación del joven Daniel, mirando con ojos perdidos al espejo, anticipa el extraño viaje en el que nos acabamos de embarcar. Durante casi dos horas de duración asistiremos a la inverosímil y trágica historia del artista norteamericano a través del florecimiento de su inigualable poder creativo y de su eventual descenso a los infiernos.
Daniel Johnston llevaría para siempre consigo el bagaje de la familia conservadora y religiosa en la que creció, en lo profundo de Carolina Occidental, con el cual su espíritu libre y extravagante chocó con fuerza desde el principio. Pronto Johnston abandonaría a su familia para unirse a la feria ambulante, con la que rebotó por varios lugares hasta acabar en Austin, Texas, repartiendo cassettes caseros de sus canciones por los conciertos y limpiando mesas en el McDonald’s. A principios de los ochenta en Austin, Daniel ofreció a una pequeña pero creciente escena cultural una mezcla explosiva: poca o ninguna atención por el aspecto técnico de su obra (incapaz de replicarlos, se dice grababa cada cassette que entregaba individualmente y dibujaba a mano la cubierta de cada uno) y un oscuro pero desmedido talento por la creación y la expresión. La música de Johnston parecía de la peor calidad posible; su libertad creativa era deslumbrante.
No es de extrañar que las canciones de Johnston cautivaran a los culturetas locales. Como irradiadas desde una localización desconocida, la espectral voz de Johnston se alza sobre repetitivos golpetazos contra un teclado solitario o una guitarra seca (que el propio Johnston apenas sabía tocar), trazando un universo musical que parecía un aberrante cruce entre una melodía creada por un niño de primaria, los cuadernos de la locura de un genio y el talento de esos cantautores que se dice que llevan en sus canciones el espíritu de una época. Como si Bob Dylan se hubiese puesto a repartir cintas aporreando un teclado de juguete. Todo el mundo estaba bastante emocionado con el descubrimiento, y rápidamente Johnston se convirtió en una estrella local. Pero el público tampoco sabía muy bien qué hacer con él, si debían reír o aplaudir, y cómo un personaje tan desvergonzadamente suyo podía encajar en la despiadada industria de la música comercial.
En este punto de la carrera de Johnston cabe hacer muchas conjeturas. ¿Fueron la serie de brotes psicóticos y su descenso en la enfermedad mental —que continuó un resultado predeterminado de su inigualable genio creativo—, lo que le llevaba a imprimir su alma en cada canción? ¿O fueron las reglas absurdas y represivas de una industria y una realidad social externa las que trituraron su pobre e inocente mente hasta hacerla papilla? Ambas preguntas parecen un tanto injustas. La primera parece reincidir en el viejo mito de que la locura y la genialidad son dos caras de la misma moneda, y que aquellos destinados a dejar en el mundo la marca de su arte han de pagar el precio de la locura. Entonces cabría concluir que la apreciación de la obra de Johnston pasa por aceptar como necesario el infierno de centros psiquiátricos, arrebatos de delirio y brutal relación con su medicación al que su enfermedad mental le condenó. Algunos no estamos dispuestos a hacer esa concesión.
El extraño músico sigue siendo una curiosa nota a pie de página de la contracultura norteamericana de fin de siglo. Una rareza milagrosa y poco conocida, una camiseta con la que aparecía Kurt Cobain por ahí.
Pero la segunda pregunta resulta también injusta por razones diferentes. Si aceptamos que fue un mundo incomprensivo y cruel el que empujó a la jovial alma del joven Johnston por el precipicio del delirio, tendríamos que admitir que nuestra actual industria cultural solo es capaz de captar y compartir aquellas obras y artistas capaces de aguantar la innecesaria carga que arrastra la tarea de tener que vender el propio arte. En realidad hay algo de cierto en todo esto, y tendremos que admitir que quizás una industria así y todos nosotros (sus consumidores) no nos merecíamos a Daniel Johnston. Pero quizás algunos todavía estemos dispuestos a tener la esperanza, por irracional que parezca, de que existen lugares en este mundo donde los eternos inadaptados como Johnston no están condenados a la terrible maldición de la locura.
Sea como fuere, aún resulta un tanto incómodo escuchar las canciones de Johnston, echar un vistazo a sus películas caseras o a sus espeluznantes dibujos. No podemos evitar sentirnos un tanto intrusos, una mirada no invitada ni requerida en los entresijos internos de una mente mucho más grande que este mundo, mucho más allá de lo que jamás podremos imaginar. En los conciertos que Johnston llegó a dar durante sus últimos años, el músico parecía una desvencijada réplica del joven alegre de Austin que trabajaba en McDonald’s, notablemente obeso y con el pelo blanco como la nieve. Cantando y llorando al mismo tiempo y sermoneando al público sobre el insidioso papel del Diablo, Johnston se parecía cada vez más a una aparición de otro mundo, a un verdadero fantasma que no exige nuestra atención y nuestra contemplación gozosa sino nuestro escalofrío; ese sentimiento de reverencia olvidado por la sociedad moderna donde la admiración y el terror se dan la mano.
Por ello quizás cabe explicar cómo un año después de su muerte, a la temprana edad de 58 años, la recepción de Johnston no ha cambiado demasiado. El extraño músico sigue siendo una curiosa nota a pie de página de la contracultura norteamericana de fin de siglo. Una rareza milagrosa y poco conocida, una camiseta con la que aparecía Kurt Cobain por ahí. Un fantasma, al fin y al cabo, fragmento incomprensible de un mundo periclitado y olvidado; el fantasma que Daniel Johnston siempre había sido y que promete seguir manifestándose en oscuras grabaciones y videos de mala calidad mucho después de la muerte de ese señor gordito de pelo blanco de Carolina Occidental. Muchos todavía seguimos sin saber muy bien qué hacer con él, pero no podemos evitar seguir escuchándole.