Revista Cintilatio
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Cabrito (2020) | Crítica

Caníbales y religión
Cabrito, de Luciano de Azevedo
Un experimento cinematográfico que se queda a las puertas de traspasar la frontera de lo trascendente. Su apariencia siniestra y su puesta en escena incómoda y sucia se quedan atrapadas bajo el manto de la confusión.
Por David G. Miño x | 17 octubre, 2020 | Tiempo de lectura: 3 minutos

No siempre de un concepto interesante sale una buena película. A veces, incluso aunque el punto de partida sea un viaje de años a través de la vida de un pobre diablo cuyo padre le introduce en las prácticas caníbales, y que se ve absorbido por la religión más enfermiza y alienante de manos de su madre, la cosa sale mal. Es el caso de Cabrito (Luciano de Azevedo, 2020), un filme incómodo e irritantemente confuso, que no culmina en ninguna de sus facetas y se siente durante todo su metraje como una oportunidad perdida de haber explorado con calma y profundidad temática el mundo oculto del satanismo y la antropofagia.

El problema es de tipo narrativo. Se enfrenta a una historia segmentada en tres partes, en la que seguiremos a un hombre vejado con problemas familiares, como decíamos, de lo más perturbadores. Cada una de esas partes cuenta con una especie de idiosincrasia propia, en la que los hechos pretenden tener relevancia de un modo individualizado. Lamentablemente, en la práctica esas tres secciones están contadas con una anarquía fílmica tal y tan alejadas de lo que sería una línea en común que las una a todas, que se podría dar el caso de que se alcance el final del relato y no se sepa exactamente qué es lo que ha pasado; pero no en un sentido reflexivo y elevado que obligue al espectador a devanarse los sesos integrando lo visto, sino en el de el desorden cinematográfico extremadamente críptico que pierde el norte mientras trata de ser relevante.

Una potente estética no justifica totalmente un largometraje, y en el caso de Cabrito se echa de menos un desarrollo de personajes, un guion o una línea temporal que conecten con la sensibilidad del espectador.

Samir Hauaji en el papel del padre.

Sus principales virtudes se le deben a su apartado visual, sucio y andrajoso, que conecta directamente con nuestro sentido del asco y el reparo. Las imágenes perturbadoras se suceden sin demasiada conexión entre ellas, pero consiguiendo el objetivo de inquietar e incomodar, y son responsables de que el visionado adquiera determinado valor llegado el momento de plantearse su valor como conjunto audiovisual. Pero claro, una potente estética no justifica totalmente un largometraje, y en el caso de Cabrito se echa de menos un desarrollo de personajes, un guion o una línea temporal que conecten con la sensibilidad del espectador. Con el paso de los minutos, su aproximación a la locura se va volviendo más y más experimental, y con ello se va entrando gradualmente en el terreno de lo sugestivo en detrimento de lo inteligible.

Principalmente, la película de Azevedo se percibe como un cortometraje en versión extendida —recordemos que usa como precedentes dos pequeñas piezas que ya se acercaban al fanatismo religioso: Cabrito (2015) y Rosalita (2017)— que no encuentra la sintaxis adecuada para transmitir su mensaje —del que no dudamos ni un solo momento que sea de gran interés—. En la práctica, el filme atesora una buena cantidad de imágenes impactantes y la impresión de que, con un guion un poco más centrado, habría culminado con éxito lo que de este modo se queda lejos de dar el golpe en la mesa para el que tiene material de sobra.