A propósito de nada, de Woody Allen
Traumas
La nueva y esperada autobiografía de Allen es un producto interesante y hasta bello por momentos. Sin embargo, el abuso de la primera persona y el momento de su publicación tal vez no ayuden del todo.
Leyendo las últimas memorias de Woody Allen (si quieren recorrer más analíticamente sus películas recomiendo antes la biografía de Eric Lax, publicada en los noventa) que sale al mercado a propósito del libro de Ronan Farrow (Depredadores: el complot para silenciar a las víctimas de abuso, editorial Roca) que ha sido aplaudido entre otros por la brillante novelista canadiense Margaret Atwood, nos damos cuenta de que estamos ante un libro, no por menos cuidado e interesante, polémico. En él existe una descripción demasiado impresionista del Allen director e incluso guionista (repite demasiado que su trabajo es poco importante o relevante, a pesar de ser activo como nadie) para quitarse importancia y hacer sangre como hombre y ser humano sobre la persona (y no así la actriz) de Mia Farrow. Le extraña a Allan Konigsberg —nombre de nacimiento de Allen, que tiene estatua no sólo en Oviedo, sino también en la ciudad que vio nacer a Immanuel Kant— el revuelo montado con motivo de la radicalización del movimiento #metoo en torno a los problemas de distribución fílmica de su ultima película en Estados Unidos, debido al veto sensacionalista del New York Times en torno al supuesto daño infringido a una persona presuntamente considerada trastornada y violenta.
El escándalo nace recién terminado el rodaje de Maridos y mujeres (1992), cuando tiene un affaire convertido en matrimonio con la hija mayor adoptiva de Mia, de la que esta iba a ser su última aparición en su luego vasta filmografía, debido a sus múltiples problemas de convivencia; de hecho, ya dormían en camas separadas algún tiempo atrás.
El hecho de desenmascarar a un Allan Konigsberg neurótico y que dice ser antiintelectual, a pesar de amar el cine de Bergman o de Vittorio de Sica, hace permanecer al lector en un lugar confuso a la hora de emitir juicios.
Farrow, de la que advierte no haber conocido su pasado en una familia desestructurada con tres hermanos con problemas mentales, descubre unas polaroids de Soon-Yi con su marido, y estalla una guerra por la que ella misma llama públicamente discapacitada a su hija sin serlo. Antes de que este escándalo del que sale más o menos indemne o que termina silenciándose, Allen cuida normalmente de una hija llamada Dylan (que luego será utilizada en su contra de ser violada por él injustamente) y de otro de sus muchos niños adoptados, Moses. El caldo de cultivo de esta crianza es de suma hostilidad hacia un padre que sigue trabajando y haciendo grandes películas.
El hecho de desenmascarar a un Allan Konigsberg neurótico y que dice ser antiintelectual, a pesar de amar el cine de Bergman o de Vittorio de Sica (aunque él asegura que eso fue después de haber sido un gran jugador de béisbol, de hecho, considera a sus habituales directores de fotografía como el equipo de los Yankees) y ser un gran narrador de historias y dialoguista, hace permanecer al lector en un lugar confuso a la hora de emitir juicios. La parte en que refiere sus manías de siempre —ese miedo a entrar, tan parecido al que tenían los personajes de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) pero a la inversa— o la recreación de sus primeros años como monologuista en clubs nocturnos o en programas de televisión con Bob Hope o Pat Boone, resulta poco conocida a algún neófito, pero ya decíamos que en su biografía nos faltan datos o anécdotas, que quizás una perspectiva o punto de vista más amplio y no tan en primera persona, hubieran dado.