Acusado por J. Edgar Hoover a través de la columnista amarillista Heda Hopper de criptocomunismo, Charles Chaplin perdió, tras la promoción de Candilejas y por orden del juez, su residencia en Estados Unidos. Tal vez este fue uno de los primeros episodios serios vinculados a una caza de brujas que más tarde se haría efectiva y en la que no todos salieron indemnes. Este capítulo de la historia del cine protagonizado por McCarthy ha dado no solo nombres de delatores, sino que se ha mostrado fílmicamente cómo el miedo —como en la secuencia del palomar en que el protagonista de La ley del silencio es el mismísimo Marlon Brando, Terry Malloy— fue también algo real. A propósito de ello, alguien que estuvo en el germen como guionista de la película que nos ocupa, como fue Orson Welles, comparó el miedo de los cineastas republicanos con un pánico a perder sus privilegios, utilizando las piscinas en Beverly Hills que muchos de los delatores disfrutaban en sus mansiones como único acicate real por el que deberían sentir miedo.
En cualquier caso, Charles Chaplin no fue nunca comunista, sino anticapitalista, algo que siempre se ocultó desde que empezó a trabajar con el productor Mack Sennett en el cine mudo. Casi desde que entró en Estados Unidos, a Chaplin se le consideró un indeseable; siempre prefirió vivir en Inglaterra, a pesar de que su familia de origen constaba de un padre muerto a causa del alcohol y una madre con graves problemas psiquiátricos. De lo demás se sabe por la película de Attenborough de 1992: que vivió sus últimos años en Suiza, encomendando a un amigo inglés que se encargase de su enjundiosa biografía, entre otros asuntos.
Una de las razones por las que Chaplin fue enfilado por el conocido director del FBI fue por su vida amorosa con mujeres entre los dieciséis y dieciocho años; entre ellas estuvieron las actrices Mildred Harris y Lita Grey, o la hija de Eugene O’Neill (dramaturgo de A Electra le sienta el luto), Oona, con la que tuvo un felicísimo y consentido matrimonio, hasta el punto de que de él nacieron ocho de los once hijos que en total tuvo. Finalmente lo encontraron muerto en un campo de maíz, sobre cuyo cuerpo Oona mandó construir una especie de búnker.
Charles Perrault, el autor de Caperucita Roja, escribió en 1695, en su Cuentos de antaño, la historia de hadas Barba Azul, que cuenta el devenir de un hombre casado y varias veces viudo. No es un cuento infantil precisamente, sino una fábula para adultos donde se nos ofrece un personaje masculino parecido al de la típica viuda negra. Sobre él se han hecho diferentes adaptaciones, incluso a ópera y videojuegos. De estos mimbres parte Orson Welles para proporcionar a Charles Chaplin el material de Monsieur Verdoux, partiendo además de un texto clásico, como ya hizo en las adaptaciones que el mismo Welles filmó en torno a Shakespeare.
En principio, lo que llama la atención de la propuesta es que Chaplin no rehúye para nada del tono poético inicial, y esto se logra gracias al carisma como actor que ya Charlot tenía. Estaba el homenajeado no cansado, pero sí buscando la fórmula de una comedia negra del estilo de la que ya había filmado Frank Capra, su sucesor bienintencionado, con Cary Grant (Arsénico por compasión, 1944). Ambientada entre una Francia del sur rural y la ciudad de París, en ella brilla el esplendor de un guion que tan pronto pide música en sus secuencias como sabe respetar el silencio. Un ejemplo de cómo combina ambos elementos es la secuencia de la barca, casi al final, con una de sus hipotéticas aspirantes a esposa —que no en balde se descubre que no es más que otra viuda negra—; en ella, Verdoux trata de matarla disimuladamente y resulta ser peor el remedio. Pero no pasa nada: de fondo se oye una música tirolesa que viene de las montañas…
Hemos de decir que aquí Verdoux, que adopta los roles de Bonheur, Grosnay, Couvais…, está felizmente casado con una mujer enferma (Mona, Mady Correll) y tiene un hijo (Peter, Allison Roddan). Procede, por tanto, como Barba Azulúnica y exclusivamente con fines comerciales, tras ser despedido de un banco treinta años antes, y para poder alimentarlos. Estamos además en los albores del crac del 29 en Europa, por lo que las transferencias a cuentas de las que dispone tienen que hacerse con premura si no quiere quedarse sin nada. Es aquí donde entra su crítica al sistema norteamericano otra vez, aquel que tantos quebraderos de cabeza le daba. Con una elegancia en el uso del blanco y negro inusitada, la fotografía vino a cargo de Roland Totheroh y Curt Courant. La producción, música —salvo arreglos—, guion, dirección y personaje principal corrieron a cargo, como solía estar acostumbrado, del propio Chaplin.
Frases como «la desesperación es como un narcótico o veneno que engancha» o su discurso final ante el fiscal que representa a los familiares afectados —que finaliza cuando, al salir de su celda, pide ron en vez de un cigarrillo como última voluntad— hacen que la película brille en este sentido, como pasa con tantas otras suyas, con luz propia. Tanto en el artículo de Javier Memba en Zenda, como en otros visitados en que hablan Marlon Brando y Sophia Loren, notamos cómo Charles Chaplin no era precisamente —por si alguna duda quedaba— un misógino, sino que prefirió pecar de tacaño con la figura de El último tango en París y no desdeñar la belleza humilde de Loren cuando fue a rodar su último filme, La condesa de Hong-Kong.
La película fue nominada a los Oscar de 1948 por el mejor guion, y recibió el premio a mejor película de la asociación de críticos el año anterior, que fue cuando se estrenó. La crítica sigue siendo unánime con sus bondades, tachándola alguno de terrible, amarga y brutal (para la época), brechtiana, y destacando desde algunas tribunas el papel exageradamente poderoso de Martha Raye (Annabella Bonheur).