El rock ha muerto; todos estamos hartos de escuchar de manera periódica esta afirmación en conversaciones, foros y revistas especializadas cuando se especula acerca del futuro del vástago del blues. Esta suerte de mantra, curiosamente, se reproduce la mayoría de las veces en las bocas de los seguidores más puristas del género, que parecen poseídos por un sentimiento de nostalgia por lo perdido que, de algún modo, trata de ennoblecer un estilo musical que, si bien no está destinado a perecer, sí que ha cedido terreno en la escena mainstream a nuevos géneros e inquietudes musicales en las últimas décadas. El rock, que más que muerto está arrinconado, puede seguir la senda de otros géneros (ahora) minoritarios como el jazz o el soul que, pese a contar con una escena activa y de calidad, son disfrutados por un público especializado que, precisamente por su perfil, suele estar más abierto a la experimentación. ¿El fenómeno del post-rock sigue este mismo patrón de experimento minoritario por naturaleza? ¿Es una reacción ante el derrumbe del rock arquetípico? ¿Se trata de un último homenaje que a modo de colofón viene a cerrar el ciclo que pusieron en marcha Chuck Berry y compañía en los 50, o realmente se trata de un género nuevo e independiente, que apenas ha dado unos primeros pasos en su evolución?
Aunque me decanto más por la segunda opción, lo cierto es que en pleno 2020 no somos realmente honestos si nos seguimos guiando por estos patrones y fronteras entre géneros, que aunque destacen particularmente a día de hoy por su flexibilidad, ya fueron forzados y traspasados por grupos como Radiohead o Primal Scream en los años 90. Si estas bandas se vieron influenciadas por el avance de la electrónica y la atmósfera y la popularización de las rave, el zeitgeist cultural que lo impregna todo a día de hoy es muy distinto: el cocktail de nihilismo, ambición, egocentrismo y autodestrucción que caracteriza muy a menudo al trap y al hip hop más actual, que encuentra en el Yeezus de Kanye West todo un referente ideológico, representa el espíritu que la banda cordobesa Viva Belgrado ha abrazado parcialmente en su tercer álbum Bellavista. Y es importante recalcar ese «parcialmente», porque representa uno de los rasgos que más definen este LP, que parece perdido entre dos corrientes que, sin ser necesariamente antagónicas, representan esa tensión que sufren todos los artistas en algún momento de sus carreras, que define el eterno enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, entre la comodidad de la zona de confort y la excitación y vértigo que provocan los territorios aún por explorar.
Las canciones nos hablan sobre la ambición, la búsqueda del éxito y la aceptación dentro de la escena y sobre todo lo que esto conlleva, desde el punto de vista desencantado y sincero de un artista que es consciente de la dinámica autodestructiva en la que está inmerso.
Bellavista es un salto cualitativo en la discografía de Viva Belgrado, pero no es un álbum que suponga la madurez musical del grupo, si no más bien una obra de transición, de reflexión y de introsprección bastante bien ejecutada. Como bien indica su título, Bellavista es la mirada desde la cima de una montaña a los logros, los fracasos y los comportamientos que han marcado y definido una carrera. Este concepto se desarrolla con fuerza en los primeros temas del álbum (desde Una Soga hasta Un collar), en el que, a través de unas letras más directas que de costumbre (en general, Bellavista es un álbum mucho más prosaico que los anteriores), las canciones nos hablan sobre la ambición, la búsqueda del éxito y la aceptación dentro de la escena y sobre todo lo que esto conlleva, desde el punto de vista desencantado y sincero de un artista que es consciente de la dinámica autodestructiva en la que está inmerso. Frases como «pienso en dejarlo a menudo pero nunca lo haré», «estas luces solo esconden sombras» y «soy el chico de oro de la escena pero quiero más», que perfectamente podrían formar parte de un tema de C. Tangana, tienen un fuerte carácter autobiográfico que en el ámbito del rock (y más aún en el del screamo y el post-rock) es atípico y novedoso en tanto que sirve de comentario meta de la trayectoria de un artista dentro de una industria. Este relato del artista mártir que quiere abrirse paso para llegar a lo más alto está bastante explotado en el hip hop, pero en el contexto del rock alternativo supone un soplo de aire fresco y, a la vez, un acercamiento hacia las inquietudes y preocupaciones de la cultura de masas y el mainstream.
El tema Más triste que Shinji Ikari, que es uno de los dos singles de Bellavista, es toda una declaración de intenciones por parte de la banda, pues con su melodía vocal, sintetizador y batería (similares a un beat de lo-fi hip hop) se cuela en un álbum de rock alternativo y post-rock, mostrando cómo es posible adoptar sonidos y, sobre todo, discursos, posturas y registros de otros géneros. Sin embargo, en el ecuador del disco este concepto comienza a diluirse, para dar paso a un segundo tramo el que, paradójicamente, el apartado musical, en el que se exploran más texturas y sonidos, es mucho más pulido, pero en el que lírica y temáticamente el grupo adopta una postura más conservadora y nos presenta unas canciones más acordes con la línea que trazó en sus discos Flores, Carne (2014) y Ulises (2016). Lo cierto es que esta reticencia que parece haber mostrado el grupo a la hora de consolidar las ideas con las que se inicia el álbum empaña en cierto modo la experiencia, pues el disco, más que desarrollar un concepto con el que someter al espectador a una catarsis, parece quedar dividido en dos pequeños álbumes diferentes. Aunque no sabemos hasta qué punto es conceptual el álbum (y, por lo tanto, hasta qué punto es justo juzgarlo como tal), lo cierto es que hubiera sido bastante interesante que Viva Belgrado hubiera explotado más la faceta narrativa de Bellavista, pues el álbum cuenta con bastante potencial para ello.
Bellavista carga a sus espaldas con la maldición de la eterna comparación, y lo cierto es que no lo merece, pues pese a todo se trata de una obra cuidada y, sobre todo, valiente.
Esta división en dos bloques también se nota a nivel puramente musical. Mientras que la primera parte se puede considerar «más comercial» y la segunda más próxima al screamo, lo cierto es que, en general, Bellavista presenta canciones mucho más sólidas que los trabajos anteriores del grupo. La introducción de estructuras convencionales en la mayor parte de las canciones (Una soga, Bellavista, Cerecita Blues, Ikebukuro Sunshine) pueden no gustar a los seguidores más acérrimos del grupo, pues se puede pensar que se ha sacrificado atmósfera a cambio de unas dinámicas más variadas dentro de las canciones, que permiten que la batería explore con más recursos. Nada más lejos de la realidad: los pasajes instrumentales, que están presentes en todos los temas, siguen teniendo un gran peso dentro del álbum y construyen, gracias en gran parte a las excelentes dinámicas de contrapunto de las guitarras, los momentos más especiales de Bellavista, de entre los que destaca el interludio de Lindavista, el tema que, junto a Vicios, Un collar y, sobre todo, ¿Qué hay detrás de la ventana? (toda una incursión en el shoegaze) presenta un sonido más singular. La variedad y la experimentación presente en los temas del segundo tramo del disco se agradece, aunque la disposición de estos en el álbum provoca que los contrastes entre unos y otros hagan más evidente el mayor problema del LP: la coherencia. Aunque sin duda los temas más potentes de Bellavista se encuentran en su recta final, durante su escucha da la sensación de que funcionan muy bien como temas aislados pero no tanto como conjunto.
La innovación sienta muy bien al apartado instrumental, pero la voz no sale tan bien parada: mientras que en los partes de screamo es tan efectiva como siempre, Cándido Gálvez no termina de desenvolverse bien en el plano más melódico, y no por su capacidad vocal o forma de cantar, sino porque en muchas ocasiones las melodías que desarrolla son demasiado planas y no terminan de funcionar sobre el resto de los instrumentos. Sin embargo, con las escuchas el conjunto se refuerza y se valora mejor la intención de abandonar el estilo casi recitado de los anteriores trabajos.
Bellavista carga a sus espaldas con la maldición de la eterna comparación, y lo cierto es que no lo merece, pues pese a todo se trata de una obra cuidada y, sobre todo, valiente. El tercer álbum de Viva Belgrado, con todas sus virtudes y defectos, es efectivamente una visión desde lo alto de una colina: una visión al pasado y al futuro, pero no tanto al presente.