Aunque no tuviera quien le escribiera, el Coronel vivía a sus 75 años condenado a la yerma concatenación de todos los viernes, iguales todos los viernes unos a otros en la esperanza —la esperanza que infundía que los viernes llegara por lancha el correo postal, habiendo quedado la semana reducida a aguardarlo y nada más—, e iguales todos los viernes, unos a otros, en el absurdo —el absurdo de esperar una carta que no había de llegar porque quizás no hubiera quien la escribiera, habiendo quedado la vida reducida a esa espera y nada más—. Dice García Márquez (que se inventó al Coronel y seguramente por eso lo conocía más que ninguno) que el Coronel esperaba con paciencia de buey, y que después de tantos años, cada viernes que se iba pasando renovaba todavía las fuerzas para aguardar al menos un viernes más, porque «quien espera lo mucho espera también lo poco» (de manera que esta costumbre amenazaba, de poco en poco —y así como los infinitos se hacen de la suma de las unidades más mínimas—, con volverse infinita). A fuerza de esperar —lo que viene será apenas un detalle, pero qué bonito— y hambrientas hasta las polillas, habían terminado por nutrirse del forro del paraguas del hijo muerto del Coronel; el utensilio no había quedado más que en una armadura de varillas desnudas, hasta el punto de que un paraguas semejante sólo podía servir, una vez abierto, para quien —mojado o seco— quisiera contar estrellas durante la noche.
Si la carta que esperaba el Coronel se envió o no, si se extravió en el camino, todo eso poco importa: las únicas cosas que seguían llegando eran los mismos viernes, el mes de octubre, el otoño, las lluvias febriles del invierno, las jugarretas de los niños, el hambre después de no comer, los funerales de los prójimos. Esas cosas que miden el tiempo a espacios iguales pero que, de por sí, y sin nada que les procure un sentido, terminan por ser apenas nada, un recordatorio de que el tiempo va pasando sin nada que lo convierta, precisamente, en tiempo. Desesperado en un momento, el Coronel le esgrimirá al empleado de correos que espera una carta urgente que habrá de llegarle, con toda seguridad, en esa misma mañana. El empleado actúa de conciencia acusante y responde: «Pero Coronel, la única cosa que llega con toda seguridad es la muerte».
Durante la espera sólo seguían llegando aquellas cosas que miden el tiempo a espacios iguales pero que, de por sí, y sin nada que les procure un sentido, terminan por ser apenas nada, un recordatorio de que el tiempo va pasando sin nada que lo convierta, precisamente, en tiempo.
La historia de Bartleby el escribiente no es triste, como la del Coronel, sino trágica, con la tragedia toda que conlleva la existencia, o bien con la tragedia de quien poco a poco se va abandonando de existir. La existencia nos es dada; pero la vida no, hay que buscarla o inventarla. Bartleby había tenido que renunciar a la vida, y ante todas las cosas que la hacen o la avivan, sólo podía defenderse con su conocido alegato: «Preferiría no hacerlo». De Bartleby no sabemos apenas nada, que el silencio lo consumía y que él mismo no era más que el hombre invadido por un infinito silencio. Hablaba sólo si se le interpelaba antes, únicamente para contestar (a falta quizá de esa respuesta esencial que diera sentido un poco a todo), y no repetía más que su particular fórmula: de nuevo, «Preferiría no hacerlo». Bartleby es la pálida y aceptada desesperanza (él mismo es, de hecho, esta negación de toda esperanza; será por eso que con la misma paz hubo de vivir y morir: a quien no tiene ya nada que esperar, nada puede perturbarlo), y había negado todas esas cosas que sostienen la vida del hombre, pero que ni la motivan ni la constituyen: el trabajo, el alimento, las imposiciones, el descanso y el sueño.
De Bartleby no sabemos apenas nada. ¿Quién es él?, no sabemos nada, no; hasta llegado el último párrafo, cuya lectura siempre conmueve profundamente. En ese párrafo todo se comprende. También Bartleby nos lleva a la oficina de Correos. Según cuenta Melville (que al fin y al cabo sabía lo mucho o poco que pudiera saberse sobre Bartleby, puesto que se lo inventó), Bartleby había trabajado en algún tiempo anterior en el Despacho de «Cartas muertas»: las cartas extraviadas porque su emisor o su destinatario habían muerto, y no habían podido procurar a tiempo el dinero al hambriento, el perdón al acuciado por la conciencia, el amor o la esperanza al desesperado. En los límites de la vida, en lugar enviarnos algún salvamento -un socorro que nos alivie, que procure al menos un poco de sentido a esta existencia que nos han dado- recibimos a veces un silencio, un infinito Silencio. Bartleby, el silencioso, es él mismo este Silencio. Él es la pacífica aceptación de la desesperanza, agotadas ya todas las esperas. Es, él mismo, la humanidad entera. Esa humanidad a la que decía John Donne que estamos enteramente ligados, de manera que la desesperanza o la muerte de un hombre nos disminuyen también a nosotros mismos: no hagas nunca preguntar por quién doblan las campanas, doblan por ti.
Esa humanidad a la que decía John Donne que estamos enteramente ligados, de manera que la desesperanza o la muerte de un hombre nos disminuyen también a nosotros mismos: no hagas nunca preguntar por quién doblan las campanas, doblan por ti.
Samuel Beckett comienza Esperando a Godot con esta resolución: «No hay nada que hacer». ¿Nada? Bueno, en toda esta terrible confusión de existir parece que hay al menos una cosa que está clarísima —tenemos la suerte de saberla— que estamos esperando a Godot. La única certidumbre es que esperamos a Godot, aguardando a ver lo que tenga que decirnos. Es este, y no otro, el problema fundamental: saber qué estamos haciendo aquí, o dicho con Camus, juzgar si la vida tiene sentido o es merecedora de ser vivida. Estragón y Vladímir tienen un encuentro concertado con aquel tal Godot. Salvo esperarlo, no hay otra cosa que hacer. De Godot depende, dirá uno de los personajes, «nuestro porvenir» (al menos nuestro porvenir inmediato). Al caer cada noche, nuestros dos amigos, Estragón y Vladímir, lo esperan junto al árbol de Giacometti. No son santos, pero al menos acuden a la cita. Y sin embargo, Godot nunca aparece. No sabremos qué tenía que decirnos, pero Godot es también, el eterno Silencio que recibimos en las lindes de la vida. Cada noche Godot envía un mensajero prometiendo su venida al anochecer siguiente; vendrá, con toda seguridad —cómo no—. A través de su mensajero, Godot procura ánimo y fuerzas para, habiendo esperado lo mucho, esperar aún lo poco (de nuevo, quizá hasta el infinito). Las noches se suceden, igual que los viernes del Coronel, relegando la vida a una sucesión de atardeceres idénticos e indiscernibles, hasta el punto de que, exentos de nada que pudiera distinguirlos, nos sumen en una ausencia de tiempo tan absurda y terrible como la Eternidad. Dirá Estragón: ¡He arrastrado mi perra vida por el fango y quieres que distinga sus matices! Dirá otro personaje a propósito de los hombres (esos que somos, Estragón y Vladímir en representación de la humanidad entera): «Dan a luz a caballo sobre una tumba, el día brilla por un instante y, después, de nuevo la noche. ¡En marcha!». Esa irreparable sucesión de días y noches, a la espera de una noche definitiva, sin otro sentido más que el de la propia espera, es la metáfora de nuestra condición y del absurdo en que la vida queda relegada.
Con todo, ¿quién es Godot? ¿Qué espera es la nuestra? El Coronel espera una carta: la carta que contenga la anhelada pensión de jubilación. Me contaron que el propio García Márquez escribió su novela en una habitación del Hotel de la rue de Flandre, en París, esperando estérilmente también él la llegada de su salario como reportero para poder salir adelante. Esa espera del Coronel es la espera de un sustento para la vida, que la alumbre, que la ampare —en las lindes de la vida, cuando el hambre acucia hasta a las polillas—, que permita (así es, sencillamente) salir adelante, sobrevivir. Toda espera, como la vida, se bate y se mide entre el absurdo y la esperanza. La espera conlleva, primero, el absurdo al que queda reducida la vida cuando la propia vida está ausente, cuando falta la razón de ser que la sustente o el motivo que la oriente: precisamente, eso que esperamos. De otra parte, la espera es antes que nada la esperanza, la propia esperanza, que ha de mantenerse y mantenernos mientras que esperamos. La propia espera, y nada más, nos mantiene: y ella somos, o si no, el Silencio. Durante los dos actos de Esperando a Godot no pasa nada (dos veces pasa que no pasa nada). Pero, una vez más, en el final y con las últimas frases entendemos todo: Estragón y Vladímir vuelven a insistir, como hacen desde el principio, en querer ahorcarse colgándose desde el árbol que Giacometti diseñó para la escenografía de la obra. Y sin embargo, no pueden, tienen aún que esperar a Godot. ¿Qué esperan de Godot?: nada, al parecer a Godot apenas le han planteado unas vagas súplicas (Estragón y Vladímir no tienen otra ocupación más que la de vanos suplicantes), súplicas más bien inciertas, vagas, sí, y Godot está pendiente de consultar con su entorno, con su oficio, con sus agentes, con su cuenta bancaria, con su reloj, con sus amigos, antes de responder: es decir, eso tan nimio que se la ha preguntado, esa vaga súplica que en el fono ni siquiera importa, depende sencillamente de todas esas cosas que Bartleby había negado, que sostienen la vida del hombre, pero que ni la motivan ni la constituyen. Si Godot viene en la siguiente noche, Estragón y Vladímir se habrán salvado de ahorcarse. Y si no viniere, todavía podrían siempre esperar lo poco, hasta el siguiente anochecer, y entonces se habrían salvado igualmente. ¿Quién es entonces Godot? Sencillamente, aquel o aquello gracias a lo que en todo momento estamos salvados porque no nos hemos colgado todavía de un árbol. Pudiera ser que Godot no viniera nunca, tampoco la esperada carta conteniendo la pensión: pudiera ser que no tuviéramos derecho alguno a la respuesta (que sólo nos aguardara el Silencio), pero a lo que nunca se nos quitará el derecho es a seguir esperándola.
¿Quién es entonces Godot? Sencillamente, aquel o aquello gracias a lo que en todo momento estamos salvados porque no nos hemos colgado todavía de un árbol.
La existencia nos es dada. Pero para poder soportarla, hay que llenarla con la vida: eso que siempre hay que andar reinventando con nuevos motivos para vivir, motivos quizá tan absurdos como esperar a Godot o plantearle nuestras vanas súplicas, pero tan ricos que, si no nos hemos ahorcado, será porque han hecho la vida merecedora de ser vivida. Un motivo para vivir puede ser cualquier cosa (los motivos son tan infinitos como las estrellas), cualquier cosa para matar el tiempo a la espera de esa espera última que se cumplirá, naturalmente, con toda seguridad. Y mientras esperamos podemos siempre, naturalmente, abrir cada noche el esqueleto de un paraguas sin forro y emplearnos en contar las estrellas.