La repatriación de las sombras
El duelo de que nada permanece

A propósito de los Poemas de Hannah Arendt. Pero no hablaremos sobre los Poemas sino, más bien, a través de ellos: del adiós y de la caducidad de las cosas.

Cada vez nuestro mundo es menos nuestro —menos vivo— porque ha perdido las distancias. Para hacerse, la vida necesita de las distancias. La vida comienza habiendo la proximidad y habiendo la lejanía. Comienza habiendo un tiempo y un espacio (esas dos cosas que son la tierra) que, según se van extendiendo —más distantes o menos—, permiten que seamos. ¿Y nuestro mundo, hoy? Puesto que todo está tan cerca (a un clic, que diremos), ya no hay lugares. Puesto que todo sucede tan rápido (en la pura inmediatez), ya no hay tiempo. En «ningún sitio» y «nunca»: en esto ha quedado  nuestro mundo, ausente la vida del hombre. Si a algo se parece la nada es al siempre-aquí-y-siempre-ahora. Es la imagen del glaciar, imparable, desangelado, que se apresura por derretirse.  

Para hablar del pasado Hannah Arendt no emplea en sus Poemas la imagen del glaciar, sino la de un estanque de aguas quietas. El pasado, o la pérdida del pasado, son la esencia de los Poemas. Arendt habla de la caducidad de las cosas, de lo vivido, de los adioses, de qué lejos por muchas veces pareciera que va quedando ya todo, según los tiempos de la vida se deshacen. Hay un duelo que vivimos de continuo, a saber, el duelo de que nada permanece, de que a toda hora le viene su noche (que será cada vez más amada y menos nuestra), de que todo serán sombras porque «nuestra patria son las sombras»: las mismas que cierran el día, y que nos harán marchar a «lejanas» —precisamente lejanas— «costas». Los Poemas se escriben sobre la pérdida —es el tema, sin duda—, sobre el exilio de las cosas queridas, según el tiempo y la distancia nos las van ensombreciendo: los tiempos felices de la vida, por ejemplo, los viejos lugares, la tierra natal y la lengua madre (allá en el exilio «el pan ya no se llama pan, / cuando el vino lo nombramos en lengua extranjera / la conversación ya no es la misma»), el amor, la muerte —exilio definitivo—. Todo se va perdiendo y la única persistencia es el adiós.

Pero estamos tranquilos, incluso con «esperanza cuando tantas cosas se apresuran». No hay otra reconciliación: solamente «teniendo esperanza podemos perdonar».

Hay un duelo que vivimos de continuo, a saber, el duelo de que nada permanece, de que a toda hora le viene su noche (que será cada vez más amada y menos nuestra), de que todo serán sombras porque «nuestra patria son las sombras».

Las siluetas chinescas de Lotte Reiniger, un baile de sombras entre sombras que somos.

Arendt, la no-poeta que hacía poemas, parte de dos premisas en su palabra poética. La primera, que amamos. La segunda, que todo siempre se va distanciando, muriendo, ensombreciendo. Todo se nos marcha, «todo nos fuerza a guardar riguroso silencio: que si sufrimos es porque amamos». Será la conclusión de las premisas: lo amado se nos aleja, sufrimos porque amamos. Con todo, Arendt no querrá nunca dejar de amar. El amor es su razón de ser. Podrá haber un consuelo para el dolor, podrá haber una evasión (el baile, la canción, el sueño), un protegernos con el recuerdo, con la memoria (lugar de lo que no pasa o no acaba), con el perdón, o en la poesía quizás. Pero nada más allá de ese mitigar el dolor, de aliviarlo momentáneamente. No prescindiremos ni del amor ni del duelo: y este amor por lo perdido, aún cuando todo se pierda, este amor que siempre sigue, que siembra incluso más largo que la muerte, será la esperanza nuestra.

La poesía y la memoria nos amparan, pero no nos guarecen. Reviven las cosas de las que se nos ha desalojado (y eso ya es sentir su presencia) pero no nos las devuelven. La poesía, como todo arte, hace experimentable lo imposible, lo invisible, lo irrecuperable, hace «llama» lo pasado, por decirlo con la palabra de Arendt cuando comenta a Rilke. Acabada la lectura del poema, la llama no se apaga: no hay «silencio donde no resuene un sonido». Acabado el poema quedamos algo más a salvo de la ausencia: el silencio es «una liberación atemperante».

Haremos poesía, pero no dejaremos de ser apátridas de una tierra que siempre ya se va perdiendo. El último poema que escribió Hannah Arendt comienza diciendo: «Entonces correré como antaño corría por la hierba, el bosque y el campo». Conjugando el verbo en futuro (entonces correré): en el deseo estará el pasado. Desearemos. Querremos siempre acotar —como seres que desean— la oposición entre la cercanía y la lejanía, pero esta distancia será insalvable: sin ella no somos (la vida se hace entre adioses, corriendo en el tiempo mientras las cosas queridas van pasando, alejándose de nosotros) y un mundo sin distancias no es nuestro.  

No prescindiremos ni del amor ni del duelo: y este amor por lo perdido, aún cuando todo se pierda, este amor que siempre sigue, que siembra incluso más largo que la muerte, será la esperanza nuestra.

¿Cómo entonces asumir la tierra, avenirnos con las ausencias, «avenirnos con el estar muerto» (que es nuestra manera de ser sombras entre sombras)? Diremos ahora que el duelo, el dolernos de que nada permanece, nos alumbra también el camino de regreso. ¿Volver, adónde? En el mismo duelo, y en ningún otro sitio, hallamos «el camino de regreso a casa / atravesando la vasta y larga noche, como si fuéramos sombras». Retornamos por tanto a nuestra casa, a nuestra vieja patria —la de las sombras, que somos y que hemos sido siempre—. Después del largo exilio —después del tiempo, de la distancia— somos repatriados a través de la poesía, los poemas nos traen de vuelta. Lo mismo que a las viejas sombras. Y vemos aquí  nuestra condición, que no es más que la de ser adiós entre adioses: «Si remotas son las voces, cercana es la congoja: / aquellas voces de aquellos muertos / que enviamos como nuncios que nos anteceden / para escoltarnos ante el adormecimiento». Lo ausente es, a pesar de la distancia, cercano a nosotros en la condición común, en el ser también nosotros ausencia, silueta en un mismo ensombrecerse. Seremos felices en esta condición nuestra, en esta naturaleza de los adioses y de los que se despiden, porque «¿qué es la dicha para aquel / que está avenido consigo mismo, / cuyo pie solo huella / lo que está destinado para él»? Hay una felicidad en cumplir con lo que somos. Sin la pérdida, sin las sombras, sin las distancias, no habría lo que hay, lo que somos, lo que hemos sido. Perderemos las cosas que somos, pero lo que no podremos perder —aunque nuestro mundo lo quiera— es la condición gracias a la cual las somos.

:: before

¿Quieres recibir mensualmente nuestras nuevas publicaciones?