Josef Koudelka es uno de esos fotógrafos que no sabemos si encajarlo dentro del fotodocumentalismo o el periodismo, ya que él mismo reconoce no haber aceptado jamás un encargo. Pero lo que sí es, es un cazador nato que nos ha dado muchas de las grandes instantáneas que retratan tanto los conflictos como la sociedad del siglo XX. Nacido en un pequeño pueblo de Checoslovaquia en 1938, desde muy joven ya se relacionaba con la fotografía gracias a que era amigo del panadero, que era fotógrafo aficionado; y su pasión no hizo nada más que crecer y crecer hasta que abandonó su pueblo natal para asentarse, como hacían los grandes artistas de la época, en las grandes capitales, que en su caso fue Praga. A partir de esa década de los cincuenta, es cuando comenzó a consagrarse como uno de esos fotógrafos que tiene mucho que decir a través del objetivo: sus imágenes no necesitan de mucho texto para ser entendidas, quizás poner en contexto, pero son tan visualmente potentes que parecen engullirte para que formes parte de lo que sucede en los cuatro bordes del soporte fotográfico.
Su trabajo documental ha marcado un hito en la historia de la fotografía y su nombre forma parte de esa larga lista —quizás esa lista no exista como tal, pero todos sabemos quién forma parte de ella— compuesta por fotógrafos cuyos trabajos se nos tatúan en la retina y en la mente. Trabajos fascinantes, cargados de interés tanto para el que fotografía como para el que observa esa creación, en un libro, una sala de exposición o incluso en cualquier página de Internet.
Cuando hablamos de fotodocumentalismo en el siglo XX, el nombre de Josef Koudelka siempre se abre paso entre los principales referentes y antecedentes, y uno de sus trabajos más alabados es el que realizó en la Primavera de Praga —cuando los soviéticos invadieron la ciudad en 1968—. Como él mismo ha dicho «nunca he visto a un ser humano sonreír en mis fotografías», y no porque pretenda cargarlas de ese falso sentimentalismo y profundidad de la que muchas creaciones pecan —alterar la escena para crear una dramatización que en realidad no existe—, sino todo lo contrario: te muestra de manera directa lo que sucede, esa agitación y crudeza del instante decisivo de un siglo que seguía tambaleándose tras la II Guerra Mundial, y unos hechos que muchos pueblos todavía siguen arrastrando. Si algo caracteriza su trabajo es ese interés por lo que gran parte de la sociedad ha decidido marginar, y este interés queda plasmado en Gitanos, un trabajo fotodocumental que comenzó en 1962 y desarrolló durante ocho años llegando a países en los que habitaban comunidades romaníes, como eran Eslovaquia, Rumanía, Hungría, Francia y España.
El pueblo romaní ha sido históricamente perseguido y expulsado durante más de seis siglos de los lugares que habitaba, siendo reducidos a simples guetos a las afueras de las ciudades para no ser vistos y su construcción como pueblo ha sido como dibujar una circunferencia hasta el infinito: han vivido en condiciones infrahumanas y con una economía de supervivencia deplorable, por tanto, todo esto ha sido la causa de una imposible participación en el círculo socioeconómico de esas sociedades en las que vivían, siendo estas mismas las artífices de esa fabricación marginal.
Koudelka, tras haber pasado a la historia, sigue siendo en la actualidad uno de esos fotógrafos que no se limitan a mirar a través de su cámara fotográfica, sino que se paran a sentir y a ver con ojos limpios lo que el mundo les pone delante.
Cikánis es la palabra que se utiliza en checo para decir gitanos, y este pueblo es justamente el que dio a conocer, todavía más, a Koudelka alrededor del mundo porque, pasen los años pasen, las fotografías que conforman este proyecto documental siguen despertando preguntas de diferente índole: ¿Por qué ha elegido Koudelka a esta comunidad que ha sido perseguida durante siglos? Han pasado casi sesenta años desde que el fotógrafo checoslovaco se sumergió por primera vez en la vida diaria del pueblo romaní y sus fotografías, a día de hoy, siguen maravillando a todo aquel que se para a observarlas.
Desde muy pequeño, a Koudelka le interesó la música folclórica y eso es lo que le ayudó a seguir con su interés: había un sentimiento verdadero por saber de ellos, de su cultura y su estilo de vida; incluso les regalaba muchas de las fotos que les hacía. Acabó prácticamente por convertirse en uno más de ellos, porque esa fue la manera en la que él mismo se presentó, de modo que le fueron abriendo las puertas de los hogares por los distintos países que fue visitando durante esos intensos ocho años en los que realizó miles de fotografías, inmortalizando momentos tanto positivos —las fiestas— o los más íntimos y dolorosos —funerales— .
La cuestión es que Koudelka ha sido un fotógrafo que nunca ha querido cambiar el mundo con las fotografías que hacía —aunque le encantaría contribuir a ello—, pero con Gitanos no quería sentir que exponía a unas personas para que cualquiera con todo el dinero del mundo comprase esos momentos sin haberse interesado por ellos previamente, sino solo por el nombre que las firma. Las fotografías que integran este gran proyecto fotográfico conmueven a niveles semejantes a las realizadas por los fotógrafos que conformaban la Farm Security Administration —Dorothea Lange y su retrato de la Madre Migrante—, sobre todo por el sujeto fotografiado, por el que te interesas y no solo te quedas con lo que hay alrededor e integrar sujeto-objeto-espacio. Koudelka, tras haber pasado a la historia, sigue siendo en la actualidad uno de esos fotógrafos que no se limitan a mirar a través de su cámara fotográfica, sino que se paran a sentir, a sumergirse de lleno y, sobre todo, a ver con ojos limpios lo que el mundo les pone delante, aunque la otra mitad de ese mundo quiera esconderlo, perseguirlo o reducirlo a lo más insignificante. Gracias a su fotografía y al trabajo de Gitanos, tenemos un gran testimonio fiel, verdadero y digno de un pueblo orgulloso de su forma de vida.