El idioma de los fugitivos
El silencio será el otro lado del Paraíso

Dispuesto a morir, Hamlet dice «y el resto es silencio». ¿Qué es ese resto, ese lugar, ese tiempo, esa alusión, que escuchamos en el silencio?

Si el tiempo y la música son la misma cosa —como quieren los mejores músicos— entonces el silencio no es más que el «Érase una vez» de todos los cuentos. El «Érase una vez», es decir, la alusión temerosamente incierta a un tiempo siempre inmemorial, que ha quedado fuera del alcance de la memoria. El «Érase una vez» —sea así también—, la llamada de un interregno remoto, anterior a toda Creación, a partir del cual, y nunca antes, tiene lugar y sentido —ahora sí— toda creación, toda narración, todo cuento. El silencio es un tiempo (sí, un tiempo), un tiempo originario —que da origen—; un tiempo hacedor, pero antes del hecho; creador, pero antes de la creación. En el silencio comienza el Génesis: seguramente en todos los poemas, en todos los mitos, en todas las creencias. Es el lugar mismo de todo lo increado.

El silencio es un tiempo originario —que da origen—; un tiempo hacedor, pero antes del hecho; creador, pero antes de la creación.

El Paraíso de Chagall, con el encanto y el misterio de los fugitivos.

Oímos la fuente que borbotea y reconocemos el agua; oímos el aullido y nos precavemos del lobo, sin verlo; oímos una voz y le damos nombre. Los ruidos de las cosas vienen y se van con las cosas. Son su seña, su huella, su indicio. Son su llamado. Reconocer los sonidos es tanto como indagar las cosas, su origen, su fuente, es tanto como descifrar de a poco el mundo. Pero entonces, ¿a qué fuente nos remite el silencio cuando lo escuchamos? ¿De qué cosa es seña, huella, indicio o llamado, el silencio?

Nabokov escribe en sus Cuentos —precisamente cuentos— que «todo silencio es el reconocimiento de un misterio». Así será. Todo silencio nos interpela, sea para darnos paz, sea para inquietarnos. Un silencio pudiera ser la serenidad, la calma, la religiosidad, el espíritu, y entonces más que nunca será un misterio (misterio, quizás, bellamente encarado). Pero también el silencio pudiese ser el pavor: bien el horror que antecede a la tempestad, bien el silencio que consuma y sigue a la tragedia (la tragedia, estrictamente, se consuma siempre en el silencio: no en el grito, que solo la prepara). En el final de Tosca, en el final de Pagliacci (los Payasos, de Leoncavallo), lo que nos sobrecoge es el propio silencio, anterior al último grito, a la caída del telón con los acordes que más bien son solo póstumos. En música, el silencio es el origen del elemento más puramente escénico o dramatúrgico. ¿Qué otra cosa es, si no, un recitativo, sino la palabra y el decir cortados de silencios y entrecortados de vida? Todo intérprete, pianista o actor, sabe que la dificultad del silencio y su esencia residen, justamente, en la medida de su tiempo —de eso que el propio silencio es—. En la película de Philip Gröning El gran silencio (2005), sobre la clausura de los cartujos (para quienes la vida se hace en silencio, devolviendo en la tierra algo así como la Eternidad), vemos cómo el tiempo ha quedado prácticamente extinto: si el tiempo sigue contando es únicamente porque de tanto en tanto los sonidos —el canto (el gregoriano) y las campanas— siguen midiéndolo, numerándolo, partimentando el silencio en espacios iguales.

Kierkegaard, que llegó a escribir con el seudónimo de Johannes de Silentio, se batía entre el silencio y la esperanza. Dijo una frase famosa: «El estado presente del mundo, y el de la vida en general, es uno de enfermedad. Si yo fuera médico y me pidieran mi opinión les diría: Creen silencio». ¿Es el silencio una cura? Hölderlin temía con pavor que la muerte fuera otra cosa distinta del silencio. Le horrorizaba que perpetuara, más allá de la vida, el ruido, la agitación de la locura, todo aquello que lo había atormentado tanto. Al final, le pedía al dios del mar: «¡Déjame recordar el silencio en tus profundidades!» En un poema breve, T. S. Eliot proclama: «Esta es la hora que esperábamos. (…) Es la última hora, / cuando la vida está justificada. / Esta paz me horroriza. No hay nada más allá.» El poema se llama Silencio.

Mata mua, de Gauguin, tan polémico en estas semanas. ¿Tendrá dos caras el Paraíso? ¿Será un lado sonoro y su revés silencioso?

¿A qué fuente nos remite el silencio cuando lo escuchamos? ¿De qué cosa es seña, huella, indicio o llamado, el silencio?

Parecen dos opuestos, el ruido y el silencio. Convendremos que el ruido es el sonido impuesto, y diremos, como dice Antonio di Benedetto en El silenciero, que «el ruido nos hostiliza». ¿Por qué? El silencio siempre es uno, es la unidad, la identidad o igualdad de todo, es el orden, la quietud. El silencio es siempre el mismo, salvo quizá en su sentido. En cambio el sonido es siempre nuevo, es inédito, es tornadizo, múltiple, más o menos desordenado, caótico, quizás incluso, ruidoso. El sonido es la puesta en evidencia del otro, de lo otro, de la alteridad, de las cosas, del mundo. El ruido es el mundo, que nos hostiliza, nos hace enemistad (o no). El sonido es la vida, la pugna por la vida. Y nosotros nos defendemos también con sonido: dice Salinas, «la voz es pura defensa». De alguna manera, si algo es el silencio, es el contrario del ruido: es la quietud, la Nada probablemente. Es la Nada anterior a toda Creación, a toda cosa, y a la que quizás volvamos de vuelta. Quien está triste tiende a estar callado, silencioso. André Comte-Sponville escribe que «estar triste es sentir que uno existe menos». La tristeza nos sume en el silencio, y éste, de alguna manera, nos hace Nada, nos deshace de cuanto somos: nos baña de esa Nada que el propio silencio también es. Sentimos entonces que somos menos. Dice Antonio di Benedetto «Del silencio fuimos y al polvo del silencio volveremos. Alguien pide: Que pueda yo recuperar la paz de las antiguas noches… Y se le concede un silencio vasto, serenísimo, sin bordes». Ese silencio de origen y de regreso es la Nada, o el Todo, según nuestra religiosidad (pero no será tanta la diferencia). Dice Antonio di Benedetto: «El mundo será del ruido o no será». Y «el silencio es de los muertos». Pero entonces, ¿será lo mismo el silencio de los vivos y silencio el de los muertos? Ellos son fugitivos y lo hablan de verdad. Es su idioma, son nativos del silencio. Mientras tanto nosotros, a veces, aquí en la tierra, lo escuchamos y lo traducimos. Aquí en la tierra, que es el paraíso —haya o no otro—, o que, al menos, como decía Rupert Brooke, es la cara del Paraíso que conocemos. Y es hermoso el Paraíso, qué diremos, irrenunciable, con los colores narcóticos con que Gauguin lo pintaba en su cuadro Mata mua —que precisamente significa «Érase una vez»—. ¿Tendrá otro lado el Paraíso, como la luna, una cara oculta, y será ese el lugar del Silencio?

Callaremos, porque todo silencio, nos lo ha dicho Nabokov, es el reconocimiento de un misterio.

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