Antes de adquirir este libro, no conocía ni de oídas a su autor, cuyo currículum habla peor de mí que de él. Gerardo Sánchez Fernández ha sido y es no solo lo que desde los medios se decía un incansable currante del montaje y la edición televisiva en temas relacionados con el cine y no solo, sino alguien capaz con el visionado diario de cinco y hasta seis películas al día —cobertura de festivales obliga— a quien lo que le ha procurado y educado un ojo para relacionar y gustar del cine, de la forma en que solo los grandes espectadores españoles coetáneos, liderados por Garci, Antonio Gasset entre los más peculiares, o Pumares y cualquiera de los secuaces del primero entre los pioneros, hicieron posible. En principio, quisiéramos además agradecer la labor para Zenda de Javier Mateo Hidalgo, gran seguidor del que ha sido y es por derecho propio director del programa de RTVE Días de cine que dirige y llegó a presentar durante la nefasta pandemia desde su casa y con una prácticamente nula economía de medios, pero con tanta ilusión el conocido programa de la 2. Hay que decir que muchos a su vez hacíamos de francotiradores en estas páginas y otras, procurándonos salvarnos de la masificación insana de las plataformas, recurriendo a lo clásico o a lo que otros denominaban con letras mayúsculas cine, sin olvidar que el periodista debe ser alguien pegado a la tendencia y con necesidad de encontrar siquiera en un spot o un videoclip, lo que antaño gozaron nuestros ojos hoy polisaturados.
En este libro de memorias y a la vez autobiografía editada por Sílex, nos encontramos los mismos mimbres que en El nombre delante del título, libro de cabecera —hay muchos más, por ejemplo Linterna mágica de Ingmar Bergman o las memorias de Eisenstein, ese cineasta que fue tragado por esa misma idea propagandística que vendió— y a su vez necesario autoensayo antes de que existiese ese rollo llamado autoficción— escrito por Frank Capra, aquel ingeniero químico que aprovechó su llegada ocasional a un estudio para hacer del dulzor poco amargo una máxima en la dirección de películas que hoy son leyenda, entre las que también se cuentan su veintena de documentales pacifistas Why We Fight. De esta forma, el autor nos cuenta su epifanía en torno al cine, así como sus orígenes de barrio, humildes y gratificantes, con un padre que ya entonces conoció los estudios de Prado del Rey, desde donde fabricaba televisores, y su concienzuda madre, ama de casa castellana. Usera, pues lo vio crecer, y allí se escapaba de sus tareas de bachiller y estudiante de Imagen y Sonido y Periodismo, al único cine que había, llegando a conocer después el cinestudio Griffith —ya cerrado—, el Pequeño Cinestudio próximo a Quevedo abierto por un familiar o la sala de la Filmoteca Española, Doré, próxima a Atocha.
Esta epifanía temprana aún a pesar de que quien recuerda mucho —sin apenas tiempo para el olvido— tiene más tiempo para lo doliente se da en torno a tres películas: Nosferatu, Manuscrito encontrado en Zaragoza y El hombre ilustrado. Con ellas se inaugura un tipo de visionado que tiene que ver con lo fantástico y lo mágico de las ya casi desaparecidas salas. Quizás gracias a que el por entonces aficionado desgasta estas cintas hasta más allá de la saciedad, consiga más tarde hacer asociaciones entre filmes tan peculiares como dignas como son el hecho de relacionar Centauros del desierto con The Mandalorian, o la obra de Yasujirō Ozu con la de John Ford, y la de este con Leo McCarey —quizás por razones más industriales que artísticas.
De su paso por la Facultad de Ciencias de la Información a finales de los setenta, y aun así, le quedan recuerdos como el de ser alumno de Castro —profesor que Amenábar inmortalizó en Tesis—, el abuelo y director artístico de Sorogoyen, o aquel compañero que forjó sus pasos hacia una cátedra sin saber en cuarto de carrera lo que era un chroma key. De los años universitarios recuerda también a Juan José Porto y cómo les hablaba de El Cid de Charlton Heston, y de otros descubrimientos, mientras hacían prácticas con la Arriflex que aún se usaba en la facultad y que, yendo los veranos de vendimia, logró conseguir para sí, debido a lo carísima que era. Terminados los estudios cubre el Mundial de 1982 de fútbol (Naranjito) y allí durante muchísimos años siembra más que recoge —lo de recoger era tarea de opositores— llegando a conocer a prebostes del medio como Rosa María Mateo, María Antonia Iglesias, Basilio, José María Iñigo o el propio Gasset, con el que vivió momentos caprianos, y otros no tanto.
Libro por tanto más afín a sus protagonistas que incluso a mitómanos, Sánchez Fernández consigue aquí reconocer y reconocerse en esa estirpe por la que no solo las historias —afán que es común— sino los diálogos exactos y su encarnadura en forma de actor, actriz, realizador o realizadora, le hacen más revivir, que sumergirse en la fantasmagoría que el visionado de imágenes en movimiento consigue en nuestra retina, todo ello gracias a una mirada incontinente en palabras y salutífera de lo que es el Séptimo Arte.