Wes Anderson
Refutando los estereotipos

A lo largo de su trayectoria, Wes Anderson ha perfeccionado un sello visual que se adentra en el duelo y la condición humana a través de colores saturados y estructuras fantásticas en las que nada es lo que parece, y siempre hay una búsqueda de afinidad.

Un 1 de mayo de 1969 nacía en Houston, Estados Unidos, el director norteamericano Wesley Wales Anderson, más popularmente conocido como Wes Anderson. Desde su primer largometraje, Bottle Rocket (Ladrón que roba a ladrón) (1996), su estilo ha ido desplegando un microuniverso cada vez más estilizado, y fácilmente reconocible, gracias a su uso del color, los planos cenitales y transversales, la simetría o la mezcla de humor, nostalgia, y cultura popular en sus historias. Sobre esto último, Anderson concentra una increíble capacidad para beber de fuentes muy diversas y luego sintetizarlas en narraciones visuales que tienen un pie en muchos géneros, y huyen de cualquier intento de clasificación. Así, en Moonrise Kingdom (2012) hay una clara influencia del cine francés, como la excéntrica y entrañable escena del baile en la playa entre los protagonistas, inspirada en Pierrot el loco (Jean-Luc Godard, 1965); pero también planos y actitudes que nos llevan, directamente y sin contradicciones, a películas como Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). Sintetizándolo en sus propias palabras, antes de repasar con más detalle otras claves de su filmografía: «La libertad para mí es hacer lo que quieres, no conformarte y arriesgar hasta incluso equivocarte. Me gusta experimentar y te diré que lo que más me motiva es encontrarme con algo que me frene. Cuando te topas con una resistencia, ya sea económica o de otro tipo, consigues sacar lo mejor de ti. Porque luchas, porque peleas lo que quieres»[1].

Por una parte, el color está al servicio de las emociones. Sabemos cómo se sienten los personajes, y el efecto que todo ello nos produce, por los tonos que hay en escena. Para ello, Anderson se suele apoyar en paletas cálidas y primarias que parten del rojo y el amarillo, y van derivando en tonalidades saturadas y fuertes. De esta manera, esta viveza acogedora entra en contraste directo con las partes en las que predominan los colores fríos: en Los Tenenbaums. Una familia de genios (2001), cuando Richie Tenenbaum (Luke Wilson) empieza a cortarse la barba, por ejemplo. Sin embargo, lo que busca el director norteamericano no es el contraste, sino el desarrollo de un sentimiento de pérdida o tristeza, originado en la infancia, que acaba por explotar o desaparecer. Por eso, en la misma película, el personaje de Margot Tenembaum, encarnando esa sensación triste-depresiva-nostálgica, siempre está rodeada de tonos cálidos y brillantes. Como ocurre en la vida real, los protagonistas afrontan su duelo personal rodeados de los colores más agradables y cómodos.

Por otra, tenemos la edad. En las historias de Anderson, los roles típicos asociados a los niños y adultos se intercambian y difuminan. Con frecuencia, los jóvenes tienen ya cierta madurez y ambición, y de hecho tienen responsabilidades y realizan tareas propias de los adultos. Si en Academia Rushmore (1998) nos encontramos con Max Fischer, un estudiante de quince años que domina prácticamente cada actividad extraescolar —casi a modo de director—, en la escena inicial de Moonrise Kingdom vemos cómo unos niños escuchan unos vinilos, juegan y comen con educación sin armar ningún tipo de ruido. Incluso, lo comprendemos en un instante, por ejemplo, cuando vemos en Los Tenenbaums que Chas Tenenbaum es a su corta edad un empresario trajeado y de éxito. De esta manera, la niñez no es un rito de paso hacia la madurez, sino un camino en el que encuentran, en realidad, aquello que les llena o hace felices. Su motor principal es la no pertenencia al patrón general, o a unas reglas establecidas, y buena parte de su identidad única es lo que, precisamente, falta en los adultos, que están derrotados y atrapados en su rutina, además de ser bastante más infantiles. Este conflicto es social, pero se desarrolla, con mucha más intensidad y profundidad, en el ámbito filial: las relaciones entre padres e hijos es uno de los temas transversales y recurrentes de Anderson.

Juntas, ambas características demuestran que, mostrándonos en pantalla un retrato emocional y social realista, su filmografía también es irreal e intemporal. En ese sentido, puede ser vista como una serie de cuentos ilustrados con sus moralejas y momentos fantásticos. Los colores, los planos y los roles intercambiados nos adentran en un mundo dominado por los niños. Estos, de distintas maneras, hacen uso de su total libertad e inocencia, pero también de la incomprensión, para desarticular la complejidad de ser adulto, sobre todo, en relación a la idea de que hay un estándar de comportamiento. Este constante rechazo de los estereotipos, intensificado por la aparición de los mismos actores en las películas (Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman, etc.), crea al final una serie de variaciones que habla de los mismos temas, pero siempre es diferente conforme se desarrolla.


  1. Javier Estrada, «Wes Anderson: La libertad es no conformarse y arriesgar hasta incluso equivocarte», https://www.elmundo.es/metropoli/cine/2018/04/19/5ad88c39268e3e8a0c8b45e7.html[]
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