1. Groovy!
Una presencia acecha entre la niebla en las profundidades de un bosque de Tennessee. Cinco amigos viajan en su automóvil dispuestos a pasar un agradable fin de semana en una cabaña alejada de la civilización. Distraídos y después sobresaltados, casi sufren un accidente por tener la atención puesta en el mapa y no en la carretera, lo que les presagia la naturaleza de los acontecimientos que están a punto vivir. Una pareja de pescadores les saluda(1.1-1.6).
Solo es necesario ver los dos primeros minutos de Posesión infernal (Sam Raimi, 1981) para encontrar los pilares que sostienen el estilo y la carrera de Sam Raimi como autor. No exageramos. El plano subjetivo que avanza como levitando a lo largo del páramo, denotando el aura siniestra de un ente maligno, ya es toda una seña de identidad. Y a la vez es reflejo de las precarias circunstancias en las que Posesión infernal fue rodada: con un presupuesto ínfimo (350.000$ aproximadamente) y unas condiciones climatológicas lamentables. Se dice que el estado natural de las películas es la inexistencia, pero la ópera prima de Raimi parecía que se jactase de ello. Recaudación de fondos para iniciar la producción, seguridad y confort precarios en el set de rodaje, distribución limitada por la censura… Todas estas fuerzas solo se pudieron contrarrestar con lo que se aviva cuando los medios escasean: el ingenio y la motivación, que a Sam (por aquel entonces, un chavalín de tan solo veinte años) y a sus compinches les sobraba. Ya en el instituto, este director novato encontró a sus leales compañeros de armas en Bruce Campbell, su actor fetiche, y Robert Tapert, su productor de confianza; y Posesión infernal, una película superviviente capaz de refrescar las dinámicas del género de terror, es fruto directo de esa amistad cimentada en el afán de sorprender, encandilar y hacer saltar al público de sus butacas.
Aunque la consonancia con dicho afán no era algo exclusivo de dicho trío. De hecho, la primera película de Raimi solo cobró relevancia y tuvo posibilidad de distribuirse en Estados Unidos gracias a cierto maestro del terror que la calificó como «la película de horror más feroz y original del año». Un comentario idóneo para acompañar a su mítico cartel, con la chica alzando la mano para escapar del mal que la quiere sumir en la tierra. Después de eso, sumado a las genuinas características de la obra en sí, no fue de extrañar que Posesión infernal recaudase siete veces más su presupuesto y que los frentes se abrieran para Raimi y sus amigos. Entre ellos, también se encontraban dos hermanos que, aparte de ayudar en el proceso de montaje de Posesion infernal, compartían con Sam el interés desmedido en la búsqueda de lo excéntrico. Del punto en el que la realidad llega a ser tan disparatada que parece una caricatura de sí misma. Y Crimewave (Ola de crímenes, ola de risas) (Sam Raimi, 1985), la segunda película del director, con guion de los susodichos hermanos, fue la respuesta a dicha búsqueda. Con personajes de rasgos excesivamente marcados viviendo situaciones estrambóticas, esta oda al slapstick tan ceñuda y concisa constituía todo un sinsentido en el que de tal afán por el efectismo se llegaba a obviar el ritmo narrativo o el desarrollo de personajes. Uno de esos experimentos febriles que, como tantos otros nacidos de la ambición juvenil, acaba por pinchar el hueso de su público, más desinteresado y menos eufórico.
Hicieron falta algunos años más para que estos creadores pulieran sus habilidades y supieran cómo condensar y redirigir su pasión por el slapstick en una forma de filmar tan fresca y juvenil que, según el mismísimo Quentin Tarantino: «hacían que todo lo demás pareciese antiguo en comparación». Así, en 1987 se estrena Arizona Baby de mano de Joel y Ethan, los hermanos colaboradores de Sam, más conocidos posteriormente como los Hermanos Coen; y Raimi, por su parte, nos dejaba Terrorificamente muertos (1987). Esta cinta, una supuesta secuela de Posesión infernal configurada prácticamente como un remake pero desde un enfoque más cómico, esperpéntico y cartoon, es todo un desmadre en el mejor sentido de la palabra. Una verdadera fiesta acogida bajo el ala de Dino De Laurentiis, donde la libertad para el expresionismo de Raimi alcanzó sus mayores cotas. Zooms vertiginosos, característicos encuadres aberrantes, objetos estáticos que vuelan sobre fondos que discurren a toda velocidad… Signos reconocibles de un estilo visual muy marcado puestos al servicio de una narración delirante centrada en las desventuras de Ash Williams, el mítico héroe de la mano-motosierra, que coronaría a Bruce Campbell como icono por excelencia dentro de la serie B. Y es que, aunque esta continuación no terminaba de salir de la categoría de los recursos escuetos y la sangre cuantiosa, contaba con un presupuesto más acomodado que le permitió poner en práctica todas aquellas ideas que en su día no pudieron ver la luz.
Una de estas ideas, que esperaba paciente en el subconsciente de un Raimi necesitado de rendir homenaje al cine de terror clásico y a los superhéroes de su infancia, era Darkman (Sam Raimi, 1990): la historia de un científico capaz de cambiar de rostro en busca de venganza sobre aquellos que desfiguraron el suyo. La Universal, viendo los gratos resultados de Terroríficamente muertos, no dudó en darle luz verde al proyecto y con ello a una obra de culto en la que por fin medios e inventiva entraban en armonía. Además, su ambientación, oscura a la par histriónica, muy cercana al cómic, iba de perlas con el estilo de Raimi, de planos collage, imágenes muy contrastadas y montaje con transiciones tendentes a la disolución. Sorprende ver cómo las maneras de este director apenas se vieron alteradas más allá del refinamiento con este aumento de recursos, y es que Darkman, además de responder a los intereses exclusivos de su autor, sembraría las semillas de sus obras más populares, aunque de eso ya hablaremos.
El caso es que, aunque en su momento Darkman le concedió algo más de renombre con el que volar dentro de la esfera hollywoodiense, este director nunca llega a olvidar de dónde viene. Todavía tenía cuentas pendientes con aquellos que le ayudaron a alcanzar su posición y Terrorificamente muertos dejaba el camino perfectamente marcado hacia otra secuela que cerrase todo ese asunto como los demonios kandarianos mandan. Ya lo diría más tarde el Dr. Otto Octavius en una de sus películas: «el crimen sería no terminar lo empezado». Así pues, Raimi se colocó nuevamente detrás de las cámaras, Campbell puso a punto su boomstick y Tapert procuró convencer a De Laurentiis para que les dejase volver al ruedo una última vez. Y aunque dejarles, les dejó, el productor italiano los ató en corto en muchas de las decisiones creativas de esta ultima entrega, haciendo que Raimi, que ya estaba acostumbrado a que su ingenio se viese mermado por la falta de dinero, también tuviera que lidiar con que se lo limitasen intereses ajenos. Así, la última aventura de Ash en el cine —como el héroe anacrónico que lidera un poblado medieval contra las fuerzas de El ejército de las tinieblas (Sam Raimi, 1992)— tuvo el dudoso privilegio de ser una de las cintas con más montajes alternativos de la historia, en los que se variaban diversos tonos, ritmos e incluso finales. Y sin embargo, en todas sus versiones, cumple las cotas de personalidad y carisma que se esperan de sus artífices, constituyendo un producto que una vez más renovaría el espíritu de la saga hacia nuevos ambientes, más propios de la fantasía y la aventura, sin perder varios de los elementos que ya la hicieron característica, véanse ciertas dosis de terror basado en sobresaltos y el ya dominado humor caricaturesco al estilo de Los tres chiflados (Jack Cummings, 1930) al que tanto amor profesaban desde hacía años.
Esta actitud siempre ha sido una constante en Raimi. La que ha permitido disfrutar de terror, humor y aventura, todo en una saga sin sentirse por ello disgregada. La de probar sin miedo cualquier tipo de idea u ocurrencia por disparatada que sea con tal de fomentar un ambiente de renovación y frescura que nunca le ate a una misma dinámica aun tratándose del mismo producto. La que a pesar del cambio usa sus principios y sus orígenes como brújula. La actitud de alguien que, con una mano recién amputada y la amenaza a la vuelta de la esquina, coge una motosierra, se la ata al muñón y dice: Groovy!
2. Entre el amor y el juego
La segunda mitad de los noventa fue una etapa de cambios para Sam. Al haberse iniciado tan joven en esto del cine era difícil saber en qué punto un director alcanzaba realmente la madurez. Más que nada porque, aún teniendo en su currículum el haber lavado la cara a un género completo con apenas cuatro duros y tres décadas de edad, tampoco es que eso fuera signo de madurez alguna. No para el Hollywood del momento. Tampoco para el de ahora. Con el terror, ya se sabe. Lo cierto es que tras cerrar la saga de Posesión infernal, Sam ya empezaba a tener la necesidad de responsabilizarse de proyectos de mayor envergadura. Y la industria, por suerte, también le veía capaz de ello. Ahora tocaba volar.
Lógicamente este cambio fue algo progresivo. Y aunque Rápida y mortal (Sam Raimi, 1995), la primera película de esta nueva etapa, contase con el doble de presupuesto que Darkman —unos treinta y dos millones de dólares—, todavía tenía el apoyo de su colega Robert Tapert como productor ejecutivo. Sí, había red de seguridad. Ya no solo en lo económico, también en las características del proyecto en sí —más cercano al realismo, aunque con las licencias fantásticas propias del wéstern—, lo que suponía el punto intermedio preciso para realizar con éxito esta transición hacia la madurez. Además, en su equipo contaría con nombres de la talla de Gene Hackman o Sharon Stone así como Russell Crowe o Leonardo DiCaprio (aunque en aquel momento esos nombres no resonaban como ahora). Dar en el centro de la diana parecía algo seguro. No obstante, nada lo es, y sus resultados fueron más que discutidos de manera acorde, también es verdad, a las proporciones de la producción. En cualquier caso, Rápida y mortal, una del oeste muy inspirada en el carácter desenfadado y vengativo del spaghetti western, está repleta de ideas. Buenas y malas, con chicha y sin ella. Pero repleta. Desde aquella que busca invertir de género a un rol puramente masculino como el de los personajes clásicos de Clint Eastwood, pasando por rodar los duelos de la forma más vertiginosa dolly zoom mediante, hasta aunar los highlights de la filmografía de Sergio Leone en una sola historia. Como decimos, da para largo.
Pero el público tuvo bastante. Si bien en las cintas previas de serie B la exageración y el efectismo de este autor eran recibidos con los brazos abiertos, al pasar al wéstern no hicieron sino ser tomados como muestra de infantilismo y poca consciencia. Nada más lejos de la realidad. Pero Raimi ya estaba harto. Parecía que solo le tomarían en serio si dejaba a un lado su interés por lo excéntrico y empezaba a desarrollar habilidades para tratar lo íntimo, lo introspectivo o lo humano, más que lo extraordinario. Tan solo necesitaba una oportunidad. Y la hubo. Resulta que el proyecto de adaptar la novela Un plan sencillo de Scott Smith no dejaba de dar vueltas por las oficinas de todo Hollywood. Mike Nichols, John Dahl… hasta Ben Stiller fue candidato para llevarlo a cabo aunque las negociaciones nunca llegaron a buen puerto. Incluso cuando parecía que la cosa iba más encaminada, con John Boorman al frente, esto terminó por truncarse debido a diferencias creativas. La Paramount, que veía cómo una producción ya iniciada se iba directamente a pique, tuvo a bien confiar en Raimi y cederle el proyecto con tal de sacar algo de ello. Y vaya si lo consiguió. Esta historia con tintes cercanos a las de los Coen —basada en tres amigos que encuentran una avioneta malograda en medio de la nieve con cuatro millones de dólares en su interior— fue la excusa perfecta para que su director expandiese su versatilidad, llevando de manera impecable un acercamiento a la conducta humana y a las consecuencias de sus actos, simples en apariencia. La ayuda de un Billy Bob Thornton, sincerísimo en uno de los mejores papeles que ha interpretado, no hizo sino dar peso a la narración que Raimi tan minuciosamente construyó en base a la intriga, el drama y la empatía.
Vista hoy, posiblemente sea la película en la que menos se reconoce a su director, empeñado en alejarse del humor y la locura que antaño le caracterizaron. Y fruto casi instantáneo tanto de ese empeño como del éxito de crítica y público de Un plan sencillo (Sam Raimi, 1998) surgió Entre el amor y el juego (Sam Raimi, 1999). Uno de los muchos dramas acaramelados que a Kevin Costner le dio por protagonizar en lo más alto de su carrera. Y en este caso, trataba de un Kevin Costner pitcher de béisbol que ha de debatirse entre seguir lanzando pelotas o sentar la cabeza junto al amor de su vida. Es una reducción a lo absurdo pero que gana sentido por momentos e incluso épica gracias a la habilidad narradora de Raimi que, aunque desprendía un aura de pasión por el béisbol suficiente para entrar en su juego sin siquiera entenderlo, no terminaba por hacer digerible una trama romántica insulsa y naíf como la protagonizada por Costner.
Había que dejar de autoengañarse. Sam no estaba en su elemento y empezaba a notarse para mal. Como E.T. en la Tierra, no es que se desenvolviera del todo mal sino que simplemente su hogar, el único capaz de proporcionarle una salud plena, le estaba llamando. E ineludiblemente uno se ve forzado a contestar. Para sobrellevar las fuerzas que tiraban de él por un lado hacia sus orígenes y por otro hacia nuevos caminos más introspectivos, era necesario elegir un proyecto que combinase lo ordinario con lo extraordinario. Y por suerte solo una fina línea separa dichos ámbitos. En ella, por ejemplo, tenemos a Annie, madre soltera con tres hijos a su cargo, natural de la Georgia profunda, donde se gana el pan leyendo la buenaventura (o más bien la malaventura) a sus vecinos. Esta especie de Twin Peaks sureño que supone Premonición (Sam Raimi, 2000) —con sus personajes arquetípicos pero singulares en esencia y su ambientación frondosa a la par que misteriosa— es el escenario ideal en el que Raimi pudo plasmar pequeñas pinceladas de sus clásicas habilidades —como el manejo del terror nacido de la anticipación— sin por ello perder las recientemente adquiridas, como el estudio de personajes y del drama humano que los rodea. Con una delicada construcción de lo cotidiano, él simplemente deja surgir lo extraordinario que acaba cobrando un significado trascendental a partir de lo íntimo.
Como la protagonista de la película, Raimi sin duda tenía un don para hacer que las facetas más corrientes de nuestra vida se den la mano con aquellas que escapan a nuestra comprensión. Y si bien estuvo varios años reprimiendo partes de su ser con tal de desarrollar otros ámbitos, su mayor descubrimiento fue percatarse de que estas mitades no eran incompatibles y que, de hecho, se potenciaban. Esta verdad, revelada como un gran poder a su disposición, no podía quedar en desuso. A fin de cuentas…
3. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad
La partitura del ingenioso Danny Elfman, que baña esos créditos iniciales plagados de telarañas, deja entrever el relato que estamos a punto de presenciar: los violines iniciales, solitarios, anuncian un origen humilde. La percusión, después, progresiva en intensidad, habla de un potencial por descubrir. Los metales hacen resonar sus cuatro primeras notas, alternantes, a modo de balanceo. Los elementos se superponen, cobran fuerza, se impulsan juntos. En su punto álgido, el coro remata con una ovación.
Cómo Spider-Man, el héroe insignia de Marvel, acabó en manos de Sam Raimi allá por los inicios de los 2000 es una historia que, si bien es demasiado larga de contar, también es muy fácil de entender. Solo hay que ver la escena en la que el inexperto Peter Parker, aún temeroso de sus nuevos poderes, se mete en un callejón y se percata de las garras microscópicas que surgen de las yemas de sus dedos. En un abrir y cerrar de ojos, ese ascenso progresivo por el muro del callejón —con el rostro de un chaval pasando de la mera curiosidad a la más pura fascinación— es el vivo reflejo de la habilidad de Raimi descrita previamente: la de narrar cómo sujetos corrientes viven situaciones excepcionales(2.1-2.6). Y en muchos sentidos diríamos que fue la razón por la que esta obra caló de manera tan profunda en su público. Sí, es cierto que su guion bebía mucho de aquel que escribió Mario Puzo para Richard Donner y su Superman (1978), clásico entre clásicos; pero el acercamiento a la humildad, las dudas y los errores humanos propios del hombre-araña son obra casi exclusiva de Raimi, que trabajó de manera concienzuda el drama y la acción ayudándose de su experiencia previa en el género con Darkman. La diferencia era sin duda el tamaño mastodóntico de la producción que habitualmente hacía que las cosas simples resultasen complicadas: había que construir personajes interesantes que soportasen el peso de una narración basada en la identificación colectiva y a la vez se tenía que ofrecer un espectáculo sin precedentes a altura de la tecnología digital que surgía por aquellos momentos. Por suerte, Sam pudo contar con la ayuda de intérpretes a medida para sus papeles(3.1-3.4). No ya solo con Tobey Maguire, que nos dejaba su lado más entrañable y cercano al dar vida a Peter Parker, sino también con Kirsten Dunst y su facilidad para sacar con naturalidad lo dulce y lo ácido del interés amoroso del protagonista. Y qué decir de ese Willem Dafoe desatadísimo al bordar ambas caras del villano de la función: tanto la pretenciosa pero también asustada de Norman Osborn como la sardónicamente vengativa de El Duende Verde. Estas interpretaciones, sin embargo, no se llegaron a ver difuminadas ni alteradas por los fuegos artificiales de la producción, muy comedidos por aquella época y sabios al usar el CGI solo para lo mínimo imprescindible. Dando un resultado asombroso pero a la vez creíble, donde pudieron convivir tanto los requerimientos del estudio que lo producía como las señas de identidad del director que lo orquestaba.
En este contexto y teniendo en cuenta la millonada que recaudó Spider-Man, era lógico que hubiera una secuela al instante y que Sam se subiera al carro desde el primer momento. Este compromiso con el proyecto se hace notar en la obra cumbre que es Spider-Man 2 (Sam Raimi, 2004), no ya solo dentro del propio género superheroico sino también dentro de la filmografía de su director. Las razones son muchas y variadas. Empezando por su guion magníficamente estructurado que tuvo la osadía de dar la vuelta a la tortilla y tratar los motivos de por qué no merece la pena ser Spider-Man y cómo estos a su vez son el símbolo de su sacrificio. También señalaríamos todo el trabajo artesanal que supuso dar vida a un personaje con una presencia imponente como el Doctor Octopus, ya no solo por parte de su intérprete, el mítico Alfred Molina, sino por la de todos aquellos que personificaron a sus monstruosos brazos mecánicos mediante marionetas y animatrónicos minuciosamente diseñados. Pero si de algo hay que enorgullecerse en esta secuela es de que, aun a pesar de ser un blockbuster colosal en el que Columbia Pictures se jugó una cuantiosa inversión, Spider-Man 2 es ante todo una película de Sam Raimi al 100%. Con su estilo visual característico potenciado por lo colorido de sus personajes y lo extravagante de sus escenarios. Con su Delta 88 y su Bruce Campbell. Y con su juego de géneros que fluyen hábilmente entre la acción, el drama, la comedia y, oh sí, el terror. Especial mención a la escena del hospital donde un grupo de cirujanos intentan extirpar los nuevos apéndices del cuerpo de Otto Octavius sin demasiado éxito(4.1-4.8). Todo un autohomenaje que rememora la saga de terror que le hizo famoso como director sin por ello dejar de funcionar dentro de una historia más enfocada a todos los públicos. No tendría los litros de sangre de una escena protagonizada por los deadites, eso está claro, pero conservaba la tensión, el desmadre y el miedo característicos. Además de una motosierra. La comunión perfecta entre lo pasado y lo presente.
Es sabido por muchos que este milagro solo se dio una vez. Con semejante obra reciente tocando techo era lo más probable pero no por ello se iba a renunciar a poner en práctica el famoso dicho «no hay dos sin tres» y a todo el dinero que ello supondría. Sin embargo, resulta irónico cómo una película que tiene como mensaje central «siempre tenemos elección» tuviese una confección en la que su supuesto director apenas pudo meter baza. Qué tendrán las terceras partes que se le resisten a Raimi… Él quería una película más sosegada y llevadera centrada en los conflictos con villanos menores pero carismáticos, mientras que Columbia quería explotar el potencial de la popular saga de cómics que abarcaba la trama del simbionte, Venom incluido. Y al final, fueron las dos cosas. Y ninguna al mismo tiempo. Porque dichas ambiciones se pisaban constantemente en un guion que se dedicaba más a sacar cabos que a atarlos. Y aunque en lo referente a otros apartados la tercera entrega del trepamuros seguía manteniendo un nivel por encima de la media —como la puesta en escena, la banda sonora o la ya mencionada variedad tonal— su director terminó por renegar públicamente de ella, más aún tras ver la tibia respuesta de un público que antes vibraba con su creación.
Tras ese bajón, solo el amor que profesaba y aún profesa Raimi por el personaje hizo que siguiera a su lado. A día de hoy en internet podemos encontrar los esbozos de una prometedora Spider-Man 4, confeccionados allá por 2008, que buscaba la redención de su héroe (y de su director) por medio de un enfoque más íntimo y cercano, centrado en su problemática cotidiana y las relaciones con sus seres queridos. Pero encontrar ese broche de oro no era tarea de meses sino de años para un Raimi temeroso de defraudar a sus fans, que se negaba rotundamente a dar su visto bueno a guiones que no alcanzasen la perfección. Y que, por ende, tampoco llegaron a cumplir los plazos de producción que se tenían estimados. Así, con una actitud cabizbaja, aunque con la conciencia limpia, director y obra se separaron amistosamente tras casi una década de intenso trabajo y resultados que marcarían a toda una generación.
Sea cual sea la adversidad que se nos presente, la batalla que ruge en nuestro interior, siempre tenemos elección. Independientemente de lo que ahora le deparase la vida, Sam Raimi decidió dar lo mejor de sí mismo en la trilogía de Spider-Man aún viendo cómo a veces su mayor virtud también suponía una maldición.
4. Arrástrame (otra vez) al infierno
No hay nada como estar en casa. Con batín y pantuflas nos imaginamos al bueno de Sam recibiendo su merecido descanso en su antigua casa de Royal Oak, Michigan. Tras embadurnarse con la suficiente paz, la pregunta llega por sí sola: «Y ahora, ¿qué?». Sam tuvo que hacer el esfuerzo de pararse a pensar en qué andaba metido antes de que el arácnido hiciese su aparición ocho años atrás. Qué quería hacer por aquel entonces. En el ambiente acogedor de su familia, su hermano mayor Ivan —también colaborador habitual en sus películas— le acercó el guion de un proyecto al que le estuvieron dando vueltas hacía ya varios años. La historia de alguien sin mal corazón que, en un momento de debilidad, comete actos pensando exclusivamente en su propio beneficio. Actos que más tarde tendrían su ineludible y severo castigo. Se llamaba The Curse y su imaginario haría alusión al esoterismo, las maldiciones gitanas y, cómo no, las posesiones demoniacas. Terreno ya arado por el director que incluso pensó en cederle la batuta a intelectos más jóvenes que por aquel entonces surgían. Edgar Wright era uno de ellos y muy sabiamente declinó la oferta alegando que «de hacerlo yo, parecería como si estuviera haciendo karaoke». Como la protagonista de la finalmente titulada Arrástrame al infierno (Sam Raimi, 2009), Raimi no podía escapar de su destino. Para bien en este caso, porque esta nueva obra, de dimensiones mucho más modestas y con una mirada nostálgica hacia el terror, el fantástico y el toque slapstick de sus primeras obras funciona a las mil maravillas tanto en sus aciertos como en sus errores. La magia de un reparto en su mayoría desconocido, la honestidad bien medida garantizada por el simple afán de diversión y la pasión que solo desprenden los productos que nacen del mero interés personal. Raimi había regresado al terror por la puerta grande, aunque para muchos, jamás lo había abandonado.
Sorprendente fue que en dicho contexto a Disney se le pasase por la cabeza que el director ideal para dirigir una precuela de un clásico tan jovial y empalagoso como El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) fuese nada más y nada menos que Sam Raimi. Aunque todo tiene su razón de ser. Y solo hizo falta echar un ojo al relato donde James Franco interpretaría a un héroe de otro tiempo que ayudaba a un desdichado pueblo en su lucha contra las tenebrosas fuerzas del mal para que a Sam le brillasen los ojos y todo le resultase más que familiar. Es gracioso ver cómo Oz, un mundo de fantasía (Sam Raimi, 2013), se apoya menos en la mitología del clásico que antecede y se centra en ser prácticamente un remake encubierto de El ejercito de las tinieblas con los muchos medios que la compañía del ratón ahora le ofrecían. Lo que también, quizá, le restase personalidad a esta obra demasiado dependiente de lo digital y que, si bien de manera puntual ofrecía las señas clásicas de Raimi, perdía el componente tangible que la artesanía nacida de sus escasos fondos antes le proveía.
Durante los próximos años Sam decidió dejar de preocuparse por los presupuestos que se le ofrecían para pasar a ser directamente quien los ofreciese. Así, en una etapa un tanto más permisiva para con su vida personal, se dedicó casi exclusivamente a dar oportunidades a aquellos que se iniciaban como él, desde lo más bajo, a través de sus obras. El caso más sonado fue el del uruguayo Fede Álvarez al que concedió el honor de reimaginar su ópera prima Posesión infernal, bajo su ayuda y supervisión. Aunque, eso sí, a Bruce Campbell no le dejó ni tocarlo. Al César, lo que es del César. Sin embargo, eso cambiaría cuando, tras más de veinte años de inactividad, el público pudo gozar de la nueva venida del apodado El Rey al ver cómo Ash Williams volvía a enmuñar su motosierra en Ash vs Evil Dead. En un formato más estrecho, es cierto, pero solo en algunos sentidos, ya que esta serie continuación de la saga contó con la producción de primera mano de su equipo original —Sam Raimi, Bruce Campbell y Robert Tapert— así como con toda la libertad para manejar la duración de sus tramas, usar lo cómico y lo macabro a partes iguales y mostrarnos el gore más bestia. Tres temporadas magníficas con un episodio piloto apoteósico dirigido por el propio Raimi y otros tantos venidos de otras manos dispuestas a rendirle el homenaje que sin duda se merece.
Con algo más de sesenta años a sus espaldas, el Sam Raimi que ahora conocemos está en una posición en la que hay poco que perder pero siempre hay algo que ganar. Su trono, labrado con esfuerzo e ingenio a lo largo de las últimas cuatro décadas, podría ser el lugar donde reposar de aquí en adelante y nadie se lo discutiría. Pero, como todos sabemos, este peón convertido en rey siempre responde a la llamada de aquellos que le ayudaron a alzarse en su trono. Y cuando Kevin Feige —presidente de Marvel Studios y posiblemente el único productor del mundo querido por todos— le pidió regresar al ruedo de los superhéroes, más que nada, por los viejos tiempos que pasaron con el trepamuros, la respuesta solo podía ser «sí». Aunque ahora tocaría abordar a un personaje mucho menos humilde como el Doctor Strange y enfrentarlo a todo un multiverso de posibilidades en las que Raimi tendría cierta libertad para exponer algunas de sus marcas características. Decimos cierta porque, a fin de cuentas, los minuciosos planes de Marvel Studios son inalterables y a veces entran en conflicto con los intereses de sus autores, muchas veces contratados como simples mercenarios del celuloide. No ha sido estrictamente el caso de Sam que en Doctor Strange en el multiverso de la locura (Sam Raimi, 2022) ha podido dejar algo de su sello personal en el tono más oscuro de esta nueva entrega superheroica —muy basado en los elementos pulp que antaño manejaba con tantísima soltura— aunque este lógicamente tienda a difuminarse entre las aspiraciones comerciales de esta clase de superproducciones. Mejor eso que nada.
En cualquier caso, resulta gracioso ver cómo las dos últimas películas de este director tienen como figura central la del mago o ilusionista. Más aún teniendo en cuenta que la función de un prestidigitador es la de inducir artificialmente efectos en apariencia maravillosos e inexplicables mediante un arte escénico, subjetivo o narrativo. Labor que sin duda lleva desarrollando Sam Raimi desde que tiene uso de razón. Autor de brocha gorda pero trazo preciso, este verdadero mago de la narración filmada, ha sabido transmitir sus inquietudes mediante el ingenio que solo aquello ansiosos por ver el asombro y la fascinación en el rostro de su público saben conseguir. Sus zooms, su perspectiva subjetiva y torcida, sus colores a tope de contraste, sus personajes de humanidad rebosante, su capacidad para sembrar el drama entre gritos y risas. Campbell como su leal compinche que refuerza la ilusión… Trucos simples y baratos desarrollados en la cotidianidad que dan lugar a un espectáculo complejo, con alma y ante todo extraordinario que, con suerte, durará muchos años más.