10+1 películas de terror español que debes ver
Pasión gitana y sangre española... a chorros
Hay mucho terror más allá del célebre J.A. Bayona y de Los otros. España alberga oscuridad como para filmar mil sectas a Satán y a Cthulhu, posesiones, niñas malas, huesos que se rompen solos, aprendices de Mengele y algún monstruo de cartón piedra.
El cine español cuenta con verdaderas golosinas oscuras, pero sí es cierto que a menudo toda esa negrura y aires barrocos encajan, más bien, en la catalogación de suspense. ¿En base a qué criterios? Robert McKee, mentor académico de legiones de guionistas, nos recuerda que quien protagoniza el filme de terror es víctima, mientras que en el thriller lo sufre una heroína o héroe, porque se impondrá a la incesante concatenación de peligros, por espantosos que sean. En cambio el terror debe acabar peor que mal. Y si la víctima sobreviviera, su destino debe suponer aún mayor tormento que la muerte. Para muestra, Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) o El orfanato (J.A. Bayona, 2007), fuera de lista por ser de sobras conocidas: vamos a rescatar algunas reliquias y otras buenas piezas que no han gozado del mismo bombo.
La joya vanguardista Arrebato (Iván Zulueta, 1979), preludio del cine de pantallas de televisión malditas, o la perturbadora La siesta (Jorge Grau, 1976) —retrato de una España muy negra de enfermizos ajustes de cuentas entre masculinidades tóxicas que ya sacaba a relucir el tema del consentimiento femenino— resultan más inquietantes o perturbadoras que terroríficas, pero consten en acta. Porque junto a la anterior premisa, acotan qué entra en este podio autóctono alternativo otros dos ingredientes: que cause repulsión extrema —acepción de horror— y/o un miedo atroz, lo que es el terror propiamente dicho.
La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969)
Aunque vayamos por orden cronológico, de ser por calidad, la láurea honoris causa en terror es para Chicho Ibáñez Serrador: eso no se discute. En su día mencionamos las pequeñas píldoras de miedo teatralizado que regaló a nuestros padres con Historias para no dormir (1966); ¿qué no sería capaz de hacer en cine con uno de los mayores presupuestos de la época? Madame Fourneau (una madura y espeluznante Lilli Palmer) lleva las rígidas riendas de una residencia de señoritas de atmósfera carcelaria. No solamente reprime y castiga cruelmente, delegando parte de esas torturas psicológicas a su alumna favorita: también es una madre castradora, vigía de la «virtud» de su hijo. Esta obra es anterior al Picnic en Hanging Rock (Peter Weir, 1975) que, podríamos decir, le debe mucho. Pero La residencia está llena de acción, sin por ello prescindir de sutileza ni de gélida opresión y aún así, injustamente, carece del grado de reconocimiento internacional de aquella.
La mansión que aún puede verse en Comillas (Cantabria), conformó un escenario en que las adolescentes se veían forzadas a tener que posicionarse como lobas u ovejitas presas de la vejación. El bullying no es un cosa nueva: las humillaciones más sádicas son constantes por parte de la regenta y sus más crueles favoritas (lo que también puede leerse como una guerra entre las afines al régimen dictatorial y las libertarias). Los abusos de poder y castigos exudan pulsiones lésbicas reprimidas. La tensión sexual las enferma y alcanza altísimo voltaje en la escena de la sala de costura en insoportable silencio: todas saben de la compañera que se ha escabullido a reunirse con su amante. Imaginarla en actitud sensual las contractura, las vuelve incapaces de atinar puntada, mientras las agujas del reloj suenan magnificadas hasta la locura. Ese «mejor sugerir que mostrar», si bien se debe en parte a la censura de la época, es una de las decisiones que Chicho lleva a la maestría del mismísimo Hitchcock. El público construye lo peor en su cabeza, aumentando el miedo. Lo que no fue incompatible con otro recurso que hizo historia: mostró en este filme los dos primeros asesinatos explícitos a cámara lenta del cine español. No hay un solo segundo del metraje que no esté impregnado de tensión y el final es, sin duda, un horror mayor que la muerte… pero no para quien esperarías.
¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976)
Los chicos del maíz (Fritz Kiersch, 1984) son unos aficionados en comparación con esta pandillita mediterránea navajera, formada por estrategas más hábiles y escurridizos que soldados profesionales nacidos de la novela El juego de los niños (1976), de Juan José Plans. Sin escatimar en violencia y sangre, un grandioso Chicho (que firma el guion como Luis Peñafiel) se evita todos esos efectos especiales en que los textos de Stephen King suelen derivar (especialmente en aquella época en que multitud de relatos cerraban con «todo explota y la culpa fue de un espíritu maligno. Fin»). Como curiosidad, el relato del estadounidense sobre la mini secta del maizal data de 1977.
Por una parte, el filme recoge los terrores universales asociados a la maternidad (alojar en el propio vientre un cuerpo extraño que puede apoderarse de nosotras) y paternidad (el miedo a fracasar como protector) mediante las atroces vivencias de la pareja protagonista. Por otra, la rebelión infantil se nos justifica mediante imágenes documentales de los crímenes que la infancia ha soportado a lo largo de la historia, sobre todo en los conflictos bélicos de los adultos. Lo que cuestiona lo legítimo de que cualquiera tenga (o se crea) con el derecho a engendrar seres inocentes. Bien, pues aquí ya no lo son: no se nos narra el cómo comienza esa locura homicida entre la chiquillada que juega con armas, pero sí se sugiere acertadamente cómo se transmite ese ansia de sangre entre la pequeña comunidad, que no pretende detenerse en esa islita apartada: quiere ser el germen de una revolución global. Una especie de pandemia con piernecillas cortas, rápidas y escurridizas. Con increíbles dotes para el sigilo y la destrucción que han aprendido de sus mayores.
Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1986)
El cineasta que firma esta pieza es un habitual denunciante de los horrores de las guerras mediante su obra, y lo hace sin paños calientes. La obra que nos ocupa rebosa un realismo y grafismo de crueldad desproporcionada. Si bien las atrocidades de los nazis no pueden narrarse de manera edulcorada, nos encontramos ante el otro extremo. La moraleja sería cómo quienes sufren las más extremas violencias pueden verse arrastrados a perpetuarla (sirvan de muestra las acciones judías contra el pueblo palestino). Y es que este filme perverso, plagado de parafilias —con una dinámica entre el nazi y su ex víctima que supera en depravación a Portero de noche (Liliana Cavani, 1974)— explicita todo cuanto preferiríamos no saber que ocurrió en los campos de concentración. Tanto más grave si se daña a los niños. Lo que nos lleva a advertiros sobre la angustiante escena del niño gitano, que implica tremendo sufrimiento; hasta el punto que probablemente apaguéis la película o pulséis FFWD. La filmografía de Villaronga deja claro que para él los más pequeños son un tesoro que cabe proteger, y en cierto modo, choca que sea capaz de retratar semejante salvajada. Sin duda se rinde a ese sacrificio para darle al espectador donde más asusta y el sótano-laboratorio y las luces fluorescentes exaltan los rostros mortecinos y lo enfermizo de todo.
Aquí no hay rastro de la magia ni la fantasía que se apiadaban de las pobres criaturas y que le granjearan al mallorquín sendos Goya al mejor guion por El niño de la luna (Agustí Villaronga, 1989) y Pa negre (Pan negro) (Agustí Villaronga, 2010).
Los sin nombre (Jaume Balagueró, 1999)
Sin duda, el mayor terror de una madre es perder a su hija. A los cinco años del asesinato de la suya, la vida de la mujer interpretada por Emma Vilarasau da un vuelco cuando recibe la llamada de una niña que dice ser su hija y estar retenida. ¿Se trata de una broma cruel? ¿Realmente está viva? Una serie de horribles crímenes a su alrededor le sugieren que puede estar en manos de algún tipo de secta satánica y, sin darse cuenta, se meterá en la peor de las ratoneras, enfrentándose a inusitados niveles de crueldad y seres de mente retorcida que destrozarán a todo aquel que le preste ayuda. Todo por el amor ciego e incondicional hacia su pequeña. Karra Elejalde y Tristán Ulloa completan el bando de los buenos en esta historia que teoriza sobre la asimilación de los extremos del puro bien y la pura maldad, lo que es un precedente de un elemento principal del concepto de la serie 30 monedas (Álex de la Iglesia, 2020). Los malos dan todos muy mal fario.
Esta obra marca una clara tendencia en los gustos tanto de Jaume Balagueró como de su habitual «otra mitad» Paco Plaza: su película El segundo nombre (Paco Plaza, 2003), guarda bastante relación con la obra que nos ocupa, pero operando desde un terror más contenido que es más bien thriller, aunque ciertos momentos de trauma relacionados con bebés bien podrían catapultarla a un desglose más amplio en esta misma lista. Ubica lo sectario en entornos más camuflados en lo cotidiano del día a día, con más escenas diurnas y una iluminación mucho menos oscura que en Los sin nombre (fijémonos en que hasta los títulos de ambos filmes están emparentados). Pero queda clara la pasión de Balagueró y Plaza por los rituales satánicos, las presencias malignas y los advenimientos demoníacos. O por lo menos, por el novelista Ramsey Campbell sendas piezas podrían completar una trilogía con la que viene a continuación.
Darkness (Jaume Balagueró, 2002)
Esta mezcla de subgénero casa encantada —con mudanza y desbarajuste emocional de la hija adolescente y del pequeño incluidas— contiene retazos de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980): el niño que dibuja compulsivamente y parece poseído, el trastorno acuciante del padre y las siempre efectivas apariciones de niñas vestiditas con su canesú. Todo ello muy bien integrado al guion co-escrito con Fernando de Felipe, y que cuenta con una bien medida administración de los sustos, engañando al público con cebos como hacerle creer que por la espalda acecha algo y reteniendo esa crispación para que todo parezca quedar en nada y pillarle con la guardia baja.
El pasado y los secretos familiares y las ineludibles sectas satánicas derivan en una novedad: que el mal no venga corporeizado en un demonio, un monstruo ni una persona, sino que sea la propia oscuridad. Un miedo tan primario como el que todos, en nuestros primeros días de vida, hemos sufrido a la negrura y lo que pueda albergar, siendo de las obras pioneras en presentar los techos como aposentos del mal. Podría considerarse una evolución a mejor de Los sin nombre (Jaume Balagueró, 1999), casi como si configurasen una saga. Darkness es más estética y consistente, con un reparto integrado por Fele Martínez entre hollywoodienses como Anna Paquin, Lena Olin y Iain Glen —ahora famoso por ser Jorah Mormont en Juego de Tronos (David Benioff y D.B. Weiss, 2011)—. Y sus efectos especiales están muy bien logrados.
Frágiles (Jaume Balagueró, 2005)
La sugestión que nos prepara para el miedo viene, en esta ocasión, alimentada por la sensación de vulnerabilidad. ¿Qué hay más frágil que los niños y niñas? Niños y niñas enfermas y postradas en cama. Es la imagen de la vulnerabilidad absoluta y produce una empatía inmediata. Pero la clave para el horror y el terror en esta cinta es un sonido que nadie querría oír a su propio cuerpo producir: un estruendoso restallar de huesos que se parten brutalmente. Eso no solamente nos hace arrugarnos en nuestros asientos y nos pone los pelos de punta: es un sonido y un tipo de torsiones que atacan frontalmente a nuestro sistema nervioso. Bien lo supo usar el remake de Suspiria (Luca Guadagnino, 2018) en su escena más atroz.
En ese contexto, Calista Flockhart interpreta a una enfermera que ya va muy predispuesta a sufrir, puesto que no ha superado la muerte de un paciente y buscará redención en este extraño entorno en que una y otra vez va a verse expuesta a un sufrimiento infantil provocado por fuerzas paranormales. El origen de esos huesos rotos en las criaturas nos filtra un subtexto relacionado con la necesidad de que nos necesiten y la gravedad que puede adquirir la relación de dependencia entre cuidador y cuidado, lo que en la vida real viene catalogado en psiquiatría como el trastorno facticio (aplicado a uno mismo o aplicado a otro).
[•REC] (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007)
Entre sus hitos está su rupturista promoción. El tráiler consistió únicamente en imágenes de una sala de cine cuyos espectadores, grabados con cámaras de visión nocturna —inquietante recurso con que se graba parte del propio metraje de la película— reaccionaban aterrorizados a la propia película, gritando despavoridos y saltando del susto en sus butacas. Ni un ápice de información sobre el contenido. Causó tal revuelo que sembró el terreno ideal para llegar al estreno ya con considerable excitación. Una vez dentro, la experiencia se completaba. Esa era la manera perfecta de disfrutar esa [•REC] pionera: la magia del cine, del acudir a ciegas a que nos mataran de un susto ya latente, porque no sabíamos qué nos esperaba. Y redundó en que esta primera entrega fuera la más disfrutable de una saga que, en siguientes volúmenes, se vería desprovista de esa sorpresa y su calidad decaería hasta asimilarla más con una serie B o incluso Z.
Hoy en día, ya poca gente desconocerá que [•REC] dio un nuevo giro de tuerca al subgénero zombi, con un ritmo más afín al cine de infectados —adoptando la velocidad de carrera de 28 días después (Danny Boyle, 2002), que es chute de adrenalina— pero cuyo detonante quiso ser más original y liga con el subgénero espiritista que fascina al dúo Balagueró-Plaza. Manuela Velasco y la finura de efectos especiales de David Ambit, Enric Masip y Alex Villagrasa pondrían la guinda.
Mientras duermes (Jaume Balagueró, 2011)
Durante muchísimo tiempo, en el imaginario popular nacional, ha sido prácticamente imposible disociar a Luis Tosar de la piel del malvado, en gran parte, gracias a este film. Como mérito internacional, se trata de uno de los primeros retratos del perfil psicópata sádico basados en los rasgos científicos. Alguien que ante su carencia de emociones que lo conecten con los demás seres vivos, puede llegar a sentir un vacío interior que le quite el sentido a su vida… pero que antes de quitársela, va a preferir recrearse en la desgracia ajena. Por entretenimiento. Su víctima principal es Marta Etura, cuya inocencia es la antítesis del personaje de Tosar y de inmediato empatizamos con ella: podemos sentir su vulnerabilidad como nuestra cuando presenciamos lo que podría llegar a hacer quien tiene acceso a nuestros hogares para, supuestamente, protegerlos. La gran interpretación de Alberto San Juan redondea el conflicto.
Se suele decir que esa patología, en la vida real, no tiene por qué derivar necesariamente en homicidio. No tiene por qué… a menos que el depredador se vea acorralado. Y es que, como en Frenesí (Alfred Hitchcock, 1972), por un momento nos sitúa en la extraña tesitura de meternos totalmente en la piel del monstruo y sufrir su temor, pese a habernos repugnado y helado la sangre durante todo el filme.
Musarañas (Juanfer Andrés, Esteban Roel, 2014)
Coescrita entre Juanfer Andrés y Sofía Cuenca, esta producción de Álex de la Iglesia cuenta con varias bazas que la hacen muy atractiva y, sobre todo, con un combo interpretativo impregnado de la oscuridad que la pieza requiere. Macarena Gómez interpreta a Montse, una mujer de la posguerra que vive anclada en el piso en el que nació, temerosa de los hombres y con una severa agorafobia. La atormenta el recuerdo de su brutal padre, con quien la relación fuera deleznable y al que da vida Luis Tosar. Ella intenta paliar con el fervor religioso y una profesión que le permite ser únicamente visitada por mujeres, lo que la hace sentirse que ella y su sobreprotegida hermana pequeña, a la que ha criado, están a salvo. Pero esta llega a la mayoría de edad y siente curiosidad por los muchachos. Eso agudiza el grave trastorno de Montse.
El rostro de Macarena Gómez tiene unos ojos hechos para el terror. Y es capaz de adquirir una infinidad de micro-gestos temblorosos a velocidad de vértigo, con unos matices que imploran compasión y empatía a veces, para inmediatamente helarnos la sangre y hacernos querer huir de ella. Personifica aquella con el porvenir y los nervios deshechos y ruge con tal ímpetu, ataca con una energía y fuerzas impropias de su cuerpo menudo. Musarañas contiene la paradoja de ser claustrofóbica mientras se apoya en la agorafobia. Los únicos exteriores se aprecian por una ventana: está todo rodado en el interior de dos pisos y las escaleras del edificio. Combinando elementos de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) y Misery (Rob Reiner, 1990) así como de El corazón delator (Edgar Allan Poe, 1843), este filme desenmascara a una España negrísima que no es ya la de la guerra: es la que hacía que muchas mujeres estuvieran deseando que los hombres de la casa, que les destrozaban la vida, fueran enviados a la batalla. La que, además, forzaba matrimonios destinados al drama. Muchísima sangre, la colección de objetos cotidianos del ama de casa que son armas letales y un imaginativo despacharse los cadáveres, junto al acertado final, determinan que esta tragedia trascienda el mero suspense.
Verónica (Paco Plaza, 2017)
Verónica es el alter ego de la difunta Estefanía Gutiérrez Lázaro en esta ficción en torno a un supuesto poltergeist real, que fuera bautizado con el sensacionalista nombre e Expediente Vallecas, y que dio material a Iker Jiménez para cuatro programas y fue exprimido por un sustancioso circo mediático hasta que fuera desmontado por dos hermanos de la fallecida con explicaciones racionales: un cuadro de epilepsia congénita. Se decía que la protagonista real de aquellos sucesos había hecho una sesión de güija con unas compañeras del colegio en 1990 y a raíz de ahí sufrió convulsiones, alucinaciones y pérdidas de conocimiento que acabaron con llamadas a la policía denunciando extraños fenómenos y un colapso pulmonar que acabó con ella. Por aquella época, muchos y muchas de las que estábamos en edad escolar no pegábamos ojo con una serie de leyendas urbanas que corrían por los colegios: la niña que se aparecía y mandaba volando unas tijeras que mataban a quien la molestara con la güija. Una versión de la mítica Bloody Mary o el Candyman (Bernard Rose, 1992) a quien podías invocar si decías Verónica tres veces ante el espejo. Este nombre era un guiño que convocaría al cine a gran parte de nuestra generación.
La ficción que Paco Plaza construye en torno a la mitología de la EGB y la Estefanía original, le devuelve la dignidad a la protagonista, logrando conmover además de asustar. Tanto Sandra Escacena (Verónica) como sus pequeños hermanos desprenden una naturalidad que ayuda a que nos sumerjamos en esta triste historia, que reivindica el derecho a la infancia y vida social de una adolescente puesta al cargo de la prole de una madre viuda que se parte el lomo trabajando de sol a sol. Esa es Ana Torrent, quien protagonizara El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), es en sí misma un símbolo en esta historia de la niña transformada por el drama adulto y acechada por monstruos. Así, el filme cuestiona si lo paranormal ha entrado realmente en casa o si Verónica está perdiendo la cabeza, saturada de responsabilidades y llevada al límite por las actitudes desafiantes de sus hermanos más inquietos. Aquí es de vital importancia el cuidado diseño de personalidad de los niños que, sí, son muy entrañables —sobre todo ese Antoñito (Iván Chavero) que es preludio del Julian Hilliard de La maldición de Hill House (Mike Flanagan, 2018) y Color Out of Space (Richard Stanley, 2019)— pero nos hacen comprender la impotencia que siente la mayor. Su único refugio fue verdadera banda sonora de aquellas adolescencias y no podría encajar más con la narrativa: unos auriculares con Hechizo de Héroes del Silencio a todo trapo, invitando a marcharse de esa habitación, hacia el espacio exterior.
Dagon: la secta del mar (Stuart Gordon, 2001)
Pese a la firma estadounidense de la dirección, se trata de una producción española relativamente modesta (5.000.000 euros de presupuesto) y una muy valiente aproximación a los terrores de las mitologías cósmico-abisales de H. P. Lovecraft. Esta película —que, sin ser brillante, entretiene— se inspira en el relato La sombra sobre Innsmouth (1936). Dos parejas de reciente clase media-alta disfrutan de un crucero en una pequeña embarcación que escolla en costas que identificamos como gallegas aunque el filme mantenga el emplazamiento como anónimo o ficticio. El protagonista masculino roza lo cómico, sobre todo a medida que se va dejando arrastrar por la locura que desprenden los nada amigables y deformes habitantes del pueblecito pesquero. Y parece que sí, que la letra con sangre entra, porque así es como el ejecutivo va a tener que olvidarse del fútil dinero y aprender a valorar la compañía de su novia, interpretada por una Raquel Meroño de impecable dicción y naturalidad en su interpretación anglófona. Cabe reivindicar a esta mujer como maravillosa scream queen: sufre que da gusto verla y aporta mucho al terror más allá de ponerle top-less. Y eso es algo que parece requisito para el reparto femenino de este filme (restamos mini-punto): tampoco se libra una jovencísima Macarena Gómez que ya apuntaba maneras en roles que impliquen pérdida de cordura, histeria, maldad seductora y otras artes brujas. Si bien es cierto que las sirenas suelen desconocer el sujetador en el imaginario popular y que los monstruos, ansiosos por aparearse, por lo visto lo prefieren con rubias desnudas. De ahí también que esa escena conecte con un clásico de instintos muy primarios como es La duquesa del diablo (Bruno Corbucci, 1969).
Si bien ciertos momentos de CGI no han envejecido nada bien, los subacuáticos y el monstruo final quedan bien resueltos. Y hay que valorarle unas texturas que la acercan a las producciones del terror de la Hammer de los años sesenta, así como los filtros azules para lo nocturno que tienen un cierto aroma de homenaje a Murnau. Por último, pero no menos importante, esta fue la última producción española en que participara el inigualable Paco Rabal antes de morir ese mismo año. A él se dedica esta película que lo puso en la escena más gore de su vida, que podría haber resultado una cutrez risible, pero que se sostiene con cierta dignidad plástica.