Son tiempos curiosos para el terror. En su estado más primitivo, el género puede ofrecer no solo divertimento, sino reflexión, ser capaz de tocar determinadas teclas de la psicología humana hasta trascender la convención del horror como evasión inocua. En nuestros días, basta con dirigir la mirada hacia Robert Eggers, Ari Aster, Jordan Peele o David Robert Mitchell para encontrar miedo y discurso, todo en el mismo lugar, dispuesto a saciar el estómago de los hambrientos de experiencias fuertes mientras no olvida que el cine es, ante todo, emoción y dramaturgia: hace saltar las chispas de lo atemorizante mientras recuerda que, de ser nosotros mismos, estaríamos tanto o más preocupados del drama que del espanto de la situación, sea la que sea.
La cabaña siniestra (Severin Fiala y Veronika Franz, 2019), presentada en España en el Festival de Sitges 2019, recoge el testigo de la aproximación intelectualizada del género y la usa a su favor con criterio y buen gusto. Nos pone en las carnes de un par de hermanos que, por determinadas circunstancias, deberán pasar unos días en una cabaña alejada de la civilización en compañía de la nueva pareja de su padre —interpretada con excelente pulso por Riley Keough, que tras haber trabajado con Lars von Trier en La casa de Jack (2018) o el citado David Robert Mitchell en Lo que esconde Silver Lake (2018), podemos considerarla un icono en alza—, a la que no profesan demasiado cariño y culpan de un asunto escabroso. En esa casa comenzarán a ocurrir hechos extraños, instando al espectador a echarse a adivinar sobre el posible origen y las implicaciones que podría tener.
La sombra de Hereditary (Ari Aster, 2018) es alargada, casi tanto como la de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), y sus influencias serán más o menos obvias según va avanzando el metraje —esa casa de muñecas, esa nieve que todo lo rodea—, aunque en ningún momento lleguen a abrumar hasta cuestionar el relato. Realmente, La cabaña siniestra es un drama familiar atrapado en las formas de un filme de género, que dedica su mensaje a pensar sobre la religión, el fanatismo y sobre todo, las relaciones interpersonales que se forjan al tratar de atar dos cabos que se rompieron a la fuerza —el eterno conflicto de los hijos con la nueva pareja, la nueva «madre»— y no siempre ofrecen resultados deseables. Se va preparando a fuego lento, hasta el punto de que uno no adivina con total exactitud qué es lo que está viendo ni lo que va a presenciar, aunque se perciba en cada segundo un ambiente enrarecido cargado de frío, cruces y culpa. Una vez que entra en materia, y se destapa su punto de inflexión, adquiere un tono cada vez más crudo y perturbador, que desconcierta por lo extraño, y que obliga a repasar mentalmente los detalle visuales que director y directora han ido dejando por el camino para tratar de unir los puntos.
Jugando con el imaginario cristiano, convirtiendo sus conceptos visuales en una firma estética y usando sus ideas como migas de pan que seguir, construye una atmósfera densa mientras desarrolla un drama doméstico muy humano y terrenal.
Si algo resulta interesante, es su afán por desmontar símbolos y volverlos corpóreos y tangibles. Jugando con el imaginario cristiano, convirtiendo sus conceptos visuales en una firma estética —esas casas con forma de cruz— y usando sus ideas como migas de pan que seguir —el personaje de Keough se llama Grace, Gracia en castellano—, construye un credo lleno de pecados, una atmósfera densa que lleva al espectador por ese camino emocional mientras desarrolla un drama doméstico muy humano y terrenal, además de psicológico: se afana en mostrar las consecuencias del pensamiento grupal propio de las sectas, y cómo puede sedimentar en la mente de las personas a través de los años. Expone en su subtrama una reiteración argumental que, a riesgo de resultar molesta por lo repetitivo de la premisa, recuerda más a una anáfora fílmica que sedimenta en el público igual que en Grace, convirtiendo el recurso en un verdadero acierto que funciona por lo literal, lo evocador.
La cabaña siniestra es una película en la que resulta fácil entrar, ya sea por la magnífica interpretación de Riley Keough como por lo atrayente de su guion y puesta en escena. A pesar de no haber podido salvar determinados escollos —en algún punto puede resultar algo inverosímil— con el éxito deseable, Severin Fiala y Veronika Franz han manufacturado una obra tranquila y reposada que propone un enfoque muy atractivo sobre el que reflexionar acerca del fanatismo religioso y el daño que causa incluso cuando crees que has sabido escapar, así como sobre lo frágil que, a la postre, es el convencimiento autoimpuesto de que «todo va a salir bien» aunque uno sepa que basta un pequeño empujón en la dirección equivocada para que todo salte en mil pedazos. Todo el mundo forma parte de alguna logia, solo queda averiguar de cuál.