El obituario de hoy en Cintilatio se centra en un singular personaje casi de otro tiempo. Fallecido el pasado 9 de abril de 2024 en Madrid, vivió la friolera de 97 años, y no necesita presentación tanto entre los cinéfilos como entre los amantes de series de televisión como Juncal o Suspiros de España, el teatro o la literatura. Dado que sus últimos años los pasó retirado de las cámaras y el teatro (su 14, Fabian Road se exhibía aún en cines en 2008 después de haber sido premiada en el Festival de Cine de Málaga) retirándose igualmente de la literatura en 2003 con Los duendes jamás olvidan.
Hemos seleccionado cinco de sus más conocidos filmes que no obvian su calidad interdisciplinar, pero que tienen presente el hecho fehaciente en casi todas de ellas de mostrar a personajes viviendo situaciones no por más estrafalarias y tendentes a lo impopular menos vividas por el españolito de a pie muchas veces en silencio. Como elefante en cacharrería, se introducía Jaime de Armiñán en estas vidas y sus secretos, contradicciones y necesidad de mentir siquiera piadosamente no tanto al espectador en general como a quien habitaba en realidad sus fábulas, colocándolos así frente a situaciones universales donde aquel pudiera verse identificado con las demoras de ritmo necesarias como para comprenderlo en su humanidad.
Mi querida señorita (1972)
Si el homenajeado en este caso fuese David Lynch, estaríamos ante El hombre elefante de Jaime de Armiñán, una película intensa —si bien poco extensa— en la que el tema de estar en el lugar equivocado y en un tiempo pacato y poco abierto a lo diferente definen la trama y la atmósfera de manera que lo fundamental es el conflicto, que hemos visto como muy real en un documental del también fallecido Giménez Rico de 1983, Vestida de azul. El tremendo conflicto de la transexualidad en años de la dictadura fue tratado aquí con sutileza y altas dosis de literatura —de hecho, detrás del guion estaba no solo el homenajeado, sino también José Luis Borau, que filmó pocos años más tarde Furtivos una película que él reconocía con modestia haber realizado sin más idea que la de utilizar a Lola Gaos (aquí la estricta tía Chus de la pensión) en un bosque, y qué mejor idea para una novela de la época que aunar estos dos elementos en la imaginación colectiva—.
Pero vayamos al grano. Este conflicto del que hablábamos y, a la vez, siendo el punto de vista el de un personaje transexual, José Luis López Vázquez —o más bien Adela Castro Molina— es alguien que se refugia en el provincianismo y en el dinero, para maltratar y destruir cualquier nueva oportunidad vital que le sale al paso, incluyendo su propia personalidad. Ir a confesarse por ser mujer y tener que afeitarse por ser hombre es algo que aquí no es tratado con la rudeza de Giménez Rico, sino con los mimbres de una ficción edulcorada, pero que no deja de utilizar el punto de vista de Adela, a veces también para empatizar, pero otras no tanto. Secuencias como esta son antológicas del cine español, pero es realmente cuando Adela se transforma en Juan y llega a Madrid a vivir a una pensión, cuando vemos lo monstruoso —o concebido así por todos— de un personaje que ya no es tan coqueto como pensábamos cuando flirteaba con Santiago (Antonio Ferrandis), un banquero viudo en un principio entrañable y dispuesto a defenestrar a sus dos hijas con tal de pasar más tiempo con Adela.
Las transiciones por las que Adela se transforma en Juan se hacen por parte del realizador, guionista y gran director de fotografía Luis Cuadrado (con el que también trabajó en El amor del capitán Brando) con extremada sutileza y picardía, de tal forma que parece que se vaya preparando la trama para una sorpresa final. No sabemos hasta qué punto existe una mirada cruel o más conciliadora, y la película gusta precisamente por eso, por mantenerse en ese espacio o tierra de nadie, donde como decíamos lo que importa es el conflicto mollar. Todo esto se logra no solo gracias al trabajo actoral, sino a los técnicos de producción y caracterización, tales como Luis Megino, Romana González o Carlos Paradela, e incluso Lui y, sobre todo Maiki Marín al vestuario. Un gran plantel de profesionales al servicio de esta gran obra colectiva, que como decíamos abrió mentalidades y que se ve incluso con más clamor hoy en día por los tiempos que corren.
Para que vean hasta qué punto es este un clásico a reivindicar, debemos decir que el filme fue nominado a mejor película de habla no inglesa en los Óscar, siendo galardonado igualmente como actor José Luis López Vázquez en el Festival Internacional de Chicago el mismo año de su estreno. Fue, que sepamos, el primer largometraje que trataba este tema aún tan oscuro en profundidad, y sobre el que todavía se tiende tanto a frivolizar, por más LGTBI+ que sea o se llame. A la vez es una crítica sin remilgos a un provincianismo que sigue muy latente hoy, y por el que se debería pedir que se tratara con menos victimismo y a la vez compasión a seres que por aquel entonces ya eran como de otro planeta. El tono de comedia a secas deja ver también cómo hemos cambiado como sociedad desde entonces, siendo los mismos.
El nido (1980)
Que don Jaime sabía de cine y no solo de literatura lo demuestra esta sencilla película rodada y ambientada en los alrededores de un pueblo de Salamanca. En ella se narra la vida de Alejandro, un músico viudo soñador en la Castilla de posguerra, que por entonces era la España profunda, y donde su temperamento divergente le hace perderse por bosques y rutas municipales que le llevan a reencontrarse a sí mismo, para no gustarse, o solo a medias. Escrita por quien dirige en torno a la historia que se cuenta en Macbeth de Shakespeare, don Alejandro es desafiado desde un ensayo privado tras las tablas por Goyita, una niña que es mujer precoz, sensible, inteligente y exigente, y que hace patente su inicial búsqueda, así como el hecho de que el amor, cuando se da, puede llegar a ser doloroso más para quien lo padece, que para quien le hace frente.
Pero lo de Macbeth es una excusa para romper el hielo y una de esas referencias que sirven para hacernos ver cómo el cineasta fue experto en situar a sus criaturas en el lugar y tiempo más inoportuno, de tal forma que los mecanismos de identificación con el espectador funcionan en tanto en cuanto esta idea le obsesiona a su autor. Y para ello pone al servicio de la historia, todos los elementos posibles, a saber: la majestuosa interpretación de Ana Torrent; la tiernísima de Héctor Alterio, que llena la pantalla de modo espectacular; el clasicismo en las formas de María Luisa Ponte y hasta la indolencia no menos cristiana de Ovidi Montllor y Amparo Baró, hacen que, sin ser una película coral, todo el reparto brille con luz propia. El personaje del mejor amigo, el sacerdote don Eladio (Luis Politti) sabe aportar no solo grandes dosis de humor negro, sino de contextualizar la acción, para llevarnos a un final que resulta coherente con la resolución de un sueño triste, que se nos narra en el momento de suceder.
Nominada a mejor película de habla no inglesa en los Óscar de 1980, crítica y público se dieron la mano una vez más a la hora de reconocer sus muchos valores, hasta el punto de que el trabajo de Ana Torrent (Goyita) fue premiado en el Festival de Montreal. La música clásica de Alejandro Massó (Remando al viento, Ay, Carmela) ofrece muchas secuencias de sublimación o dulcificación de ese sueño que es el de todos y el de nadie. La fotografía de Teo Escamilla —otro habitual del cine español que filmó entre otras El amor brujo— sabe literalmente encontrar en la fuerza del paisaje, lo que no hay en el paisanaje de las gentes. El trabajo de vestuario de Trini Ardura sabe reflejar los fríos y soles del lugar con precisión y el de maquillaje de Ramón de Diego —que ha trabajado con Almodóvar y Erice— saca sobre todo partido del rostro de Ana Torrent de una manera singular y casi perfecta, reflejando en cada momento la tonalidad de piel más precisa.
Stico (1985)
En esta ocasión se nos presenta un gran personaje, don Leopoldo Contreras de Tejada, catedrático emérito de Derecho Romano en particular, y hombre sabio y otrora probo en general. El caso es que el buen hombre, a la vista de que nadie le paga el millón quinientas mil pesetas de la época por su impagable legado como jurista que ofrece en el periódico, decide en no tan buena lid fiarse de la amistad de un antiguo alumno al que dio clase, y como está arruinado, ofrece este legado, así como su sabiduría, para nada perdida, a cambio de ser su esclavo y de manutención, comida y cama. El enredo y lo ácido de la situación cómica, lo logrado de un guion que en este caso no es del director al que homenajeamos, sino del también protagónico Fernando Fernán Gómez, hace que vista hoy no solo no pierda vigencia, sino que se convierta en clásico por su actualidad, como sucedía con El anacoreta (1976) del hace poco redescubierto Juan Estelrich, o con El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1965).
Por supuesto, a pesar de esta premisa argumental tan sugerente nada sale como quisiera don Leopoldo, pero el afectado será el alumno Gonzalo Bárcena (Agustín Giménez) casado con una desconfiada y silente María (Carme Elías). En el reparto destacan igualmente dos secundarios de excepción: Luis Cuartero (Manuel Galiana) y Felisa (Amparo Baró) sin quienes la trama principal no cobraría sentido alguno. Con estos mimbres, Jaime de Armiñán se introduce en la comedia negra que Fernán Gómez tanto y tan bien interpretaba, siendo los detalles aún más importantes que el resultado en su conjunto, que deja desde su inicio hasta varias horas después de verla a pesar de no sobrepasar los 105 minutos de duración, un poso enorme en el espectador común, cosa que hoy en día realmente no sabemos si como tal se podría hacer, con tantas prisas como se va.
Fotografiada y sobre todo musicalizada por su equipo habitual de trabajo con ejemplaridad y suma elegancia, la película pinta una España que vaticinando lo peor para los pobres, sabe ser prudente y nada orgullosa con lo modesto de su propuesta. Y es que el cine, como sabemos, y en esto somos categóricos, no sabe muchas veces cómo cambiar una realidad, por más difícil que esta sea. Nominada al Oso de Oro a mejor película en el Festival de Berlín, obtuvo no obstante el de plata a mejor interpretación para Fernán Gómez, y cosechó más de una afortunada crítica dentro de nuestro propio país, cayendo más tarde en una especie de olvido de los justos, pues quizá de las reseñadas aquí sea la que más cine contenga, a pesar de la popularidad y el éxito de las otras. A destacar es particularmente también el trabajo de vestuario de Godelia y Juana Ramírez.
Al otro lado del túnel (1994)
Es este un intento nada fallido de penetrar en una ficción dentro de una ficción de manera bastante sencilla y sin alharacas. Hay que decir que por ella también ha pasado, como por otras de su autor, el tiempo, lo que hace que quien hile este delgado límite entre realidad y ficción sea Mariana (Maribel Verdú) que solo logra su propósito a medias no tanto como personaje, sino a la hora de ser interpretado. En este sentido, la femme fatale de un cuento gótico que podría estar bien diseñado, aquí se convierte en niña traviesa más tendente a ser una de esas brujas decimonónicas que en su día existieron por tierras oscenses (no en balde la acción transcurre en un pueblo cercano a Huesca) y a las que también se homenajeó en Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013) con bastante posterioridad.
Esta ensalada o mezcolanza de géneros hace que la película adolezca de errores parecidos a los que reseñamos en La hora bruja en su momento en el especial de Concha Velasco, y así consideramos que por el hecho de que dentro del laberinto también literario donde se mete, existen momentos en que el director parece estar muy a gusto no queriendo salir, cuando su único propósito es hacerlo. Aun así, cuenta con secuencias como la de la confesión de Miguel (Fernando Rey) ante una Mariana disfrazada o más bien enmascarada que rozan lo kafkiano en el buen sentido, es decir, en el que, como ficción de ficciones, todo acaba no siendo más que un juego, algo iluso, por otra parte.
La interpretación igualmente de Gonzalo Vega (Aurelio) es más que correcta y contenida cuando tiene que serlo, un guionista mexicano cuyos encuentros y charlas sobre un guion fallido que interpretaría Sean Connery en Escocia y que finalmente no se hará, sirven para hacer ver al espectador lo volátil de un proyecto y una industria como la cinematográfica, que lo mismo se cae por exceso de ensoñación, como de pragmatismo, y en este sentido, aunque solo sea por eso el esfuerzo valió la pena. Otros importantes secundarios fueron Amparo Baró (Rosa) —habitual como estamos viendo en sus películas—, Rafael Gil (Hermano Benito, que da hospedaje a Aurelio y Miguel en su convento) y el del prior interpretado con ingenio y astucia por Luis Barbero. La música de Carmen Santonja sabe aprovechar la canción que cantaba Chavela Vargas, La llorona, haciéndola suya desde arreglos propios y siendo igualmente mencionada la canción en alguna línea de diálogo, más que acertada, ya que el carácter travieso de Mariana es el propio de una niña caprichosa en más de una ocasión. Guionizada al alimón entre el director y Eduardo Armiñán, que sobre todo había trabajado para televisión hasta entonces, quizá por la trayectoria de ambos, fue nominada sin éxito en la Berlinale de ese 1994.
El palomo cojo (1995)
Bella adaptación de la novela homónima de Eduardo Mendicutti, narra con altas dosis de poesía y lirismo la aproximación de un niño madrileño enfermo, cuyos padres deciden llevarlo a veranear a Cádiz en vez de donde lo harán el resto de sus hermanos y su madre, en Biarritz. Contemplar cómo sus abuelas, tías y tíos lo reciben agasajándolo y llenándolo de caricias y protecciones, pronto hará que el tema principal de la película sean las diferencias entre el desarrollo y clasismo del norte, y el subdesarrollo y buena acogida del sur, que en realidad no son tales, dado que en esta y aquella Cádiz también conviven esos espectros propios de un relato de fantasmas o realismo mágico, como el que editó en su día Mendicutti en Tusquets.
Recuerda esta versión tan aparentemente acogedora de la novela, a películas como Más allá del jardín (Pedro Olea, 1996), pero sin ese ribete aristocrático que tienen las criaturas de Antonio Gala (Brazatortas, 1930—Córdoba, 2023) que en este caso ambientaban la ciudad de Sevilla desde la mirada de Pedro Olea, cineasta no en balde vasco por otras razones. No obstante, la familia que acoge al pequeño Felipe —el primerizo Miguel Ángel Muñoz— es más modesta y humilde, si bien se conservan retales de un pasado en forma de bellos patios andaluces llenos de colorido en sus plantas y flores, y donde la sensualidad de los olores que transmite verosímilmente el personaje interpretado por Carmen Maura —una de las tías— a pesar de estar cargado de melancolía, se nos hace más que real en la construcción de las atmósferas.
Es esta quizá la película más gozosamente independiente y que se desmarca de ese lema de inadaptación del ser humano con su entorno, de las escogidas de su director, optando por un producto en el que tanto Paco Rabal, Asunción Balaguer, María Galiana, Ana Torrent o la habitual Amparo Baró, junto con otras más episódicas y poco conocidas como la que interpreta dentro del corrillo de vetustas señoras que tienen tanto que contar como que callar (como decíamos la argentina que no echa de menos Buenos Aires) hacen que el dibujo que nos traza don Jaime sea a su vez preciso y misterioso. Pero sin duda lo que más llama la atención, y que sobresale a nivel interpretativo es el papel de la Mari (María Barranco) desgarrado, cómico y vivísimo, a pesar de hallarse entre fantasmas, como decíamos; y el de Francisco Rabal, que en un giro sorpresivo que se viene anunciando, resulta ser el loco más cuerdo de todos, o viceversa. Fue nominada a mejor guion adaptado en los Goya de ese año y obtuvo la Concha de Oro a mejor película en el Festival de San Sebastián; la crítica supo ser benevolente y para nada arisca, al menos en un principio con este éxito comercial, no precisamente el primero de su director.