Hay veces que el cine no es un artefacto literal, o al menos no únicamente. Determinadas películas, en ocasiones, tienen varias lecturas y formas de ser, que enriquecen el aspecto textual con señales e interpretaciones, no siempre universales. La historia, el guion, la narración, al final son aparatos que están al servicio de la mirada del cineasta, que tiene a su alcance las herramientas necesarias para mostrar al espectador determinados hechos tal y como los ven sus ojos, e impregnar el subtexto de todo aquello que no se puede contar en ese idioma, como si se tratara de una oración intraducible o una melodía descontextualizada. Todas esas veces, el público puede decidir con qué parte del filme se va a quedar, o al menos qué parte va a tener más peso para él a la hora de pensarla: con la que se puede ver o con la que se puede sentir. Y actuar en consecuencia, estableciendo desde sus principios estéticos si la obra en su conjunto funciona como todo o fracasa por sus aspiraciones.
It Follows (David Robert Mitchell, 2014) forma parte de ese grupo de películas que operan a la perfección tanto a nivel literal como alegórico, sin fallar en ninguna de sus tareas. En ella, seguimos a Jay, una joven que tiene su primer encuentro sexual con un novio al que apenas conoce —incluso le da un nombre falso, Hugh— y que le tiene reservada una sorpresa de lo más inquietante. Tras culminar el acto amatorio, aparentemente la rapta —previa sedación— y se la lleva a un lugar abandonado y alejado de la civilización, donde Jay despierta atada a una silla y muy confusa. Él le cuenta entonces que, hasta ese momento, era acechado por un ente que, adoptando infinidad de formas, le perseguía lenta pero incansablemente, con el fin último de darle muerte y pasar a la siguiente víctima en la cadena trófica —o lo que es lo mismo, la persona que se lo pasó a él—. Ahora, tras haber hecho el amor con ella, el siniestro acosador acechará a Jay de un modo igualmente irreductible, hasta que se lo pase a la siguiente víctima con igual proceder —o acabe con ella—.
La cinta arranca con un plano secuencia que funciona, a todos los niveles, como una declaración de intenciones. Predomina el espacio abierto, con planos generales que muestran toda la acción en el encuadre, huyendo ya, desde el comienzo, de las convenciones más usadas en el género de terror —planos cerrados, espacios reducidos—. Una joven huye de algo que no podemos ver, pero que mediante un magnífico uso del punto de vista, podemos intuir. La cámara gira lentamente trazando un círculo sobre su propio eje —un recurso que repetirá a lo largo de todo el metraje, que se acabará convirtiendo en una seña de identidad de la película—, dejando con particular habilidad determinadas acciones dentro del encuadre, y otras fuera. Finalmente, la adolescente huye sola; lo siguiente que vemos, es su cadáver. De este modo, David Robert Mitchell introduce lo que va a ser una constante en It Follows: el terror a lo que no se ve, el miedo a la soledad, el sentimiento de abandono.
Cuando finalmente, después de esta introducción, conocemos a Jay —Maika Monroe absolutamente arrebatadora, en un papel que le viene como anillo al dedo y la eleva a la categoría de musa indie—, es en un contexto muy distinto, calmado y tranquilo. El director aquí empieza a enunciar el tema central sobre el que basculará el resto de la cinta: el paso de la adolescencia a la adultez, la pérdida de la inocencia en un mundo que se desmorona, la división identitaria entre la juventud y la madurez. Si bien ya había abordado este tema en su sobresaliente ópera prima —El mito de la adolescencia (2010), una brillante aproximación a la soledad pubescente—, aquí pone mucho más énfasis en la separación de los mundos interiores, y lo filma en clave de terror, haciendo un símil perfecto de la pubertad como etapa pavorosa y difícil.
David Robert Mitchell mejora la narración con elementos no textuales, que aportan una información implícita que se interpreta en segundo plano, y que es responsable principal de lo siniestro, lo ominoso de la atmósfera que logra en cada escena.
Un rasgo característico de la película es cómo, con verdadero acierto estético, muestra a los adultos siempre como objetos ausentes, de espaldas, separados por elementos del entorno. Los jóvenes sufren un acoso sobrenatural —representando ese terror a los cambios inevitables, al descubrimiento de la verdadera y vil cara del mundo real—, y en ningún momento se llegan a plantear pedir ayuda a sus padres, a la policía, a los profesores. Son conscientes de que viven en universos paralelos, que se aproximan pero nunca se llegan a tocar, como curvas asintóticas. Sus miedos e inquietudes no confluyen en ningún punto, y sus motivaciones corren el grave peligro de ser juzgadas e incluso castigadas. Lo verdaderamente fascinante es que durante toda la película, como espectador puedes pasar por alto este hecho, dejando patente que esta separación generacional que expone David Robert Mitchell no resulta tan ajena como podríamos esperar, y que podemos llegar a experimentarla como si no fuera un ente extraño y extravagante. Además, visualmente es capaz de otorgar a cada escena una naturalidad casi documental, y convierte a esos adultos de espaldas, a esos padres que no están, en un elemento más del paisaje. No fija la mirada en ellos, finge que pasa por encima sin intencionalidad ni premeditación, logrando una sensación de incomodidad constante que no se disipa en todo el filme.
Maneja los colores con intención climática y narrativa, asignando a cada uno de esos tonos un significado y una pista para deducir el símbolo que referencia. Así, usa el amarillo o el azul y les otorga un poder formal que hace que todo lo que muestra en pantalla sea interpretable desde ese punto de vista cromático. Cuando predominan los azules, insta a sentir falsa seguridad, lugares conocidos, un hogar que no lo es. Por otro lado, utiliza el amarillo como signo de peligro, filmando objetos, prendas, lugares de ese tono para generar inquietud, alerta y tensión. Con este recurso estilístico, el director se puede permitir complementar la narración con elementos no literales, que aportan una información implícita que se interpreta en segundo plano, y que es responsable principal de lo siniestro, lo ominoso de la atmósfera que logra en cada escena. Asimismo, se vale de otros tantos conceptos alegóricos, de pura referencialidad psicológica: Jay camina gran parte del metraje con los pies descalzos —y David Robert Mitchell da buena cuenta de ello, otorgándole importancia interna—, sobre todo en el segundo acto del filme en el que sufre la persecución sin cuartel del ente. Con ello, edifica un símbolo de vulnerabilidad —algo que, por otro lado, Maika Monroe personifica con una facilidad dolorosa—, del camino a recorrer a través de la tierra y el asfalto; como metáfora visual adquiere con cada minuto más relevancia, hasta que el espectador lo integra como una parte más de un todo que, como vemos, se apoya en innumerables referencias simbólicas.
Así como comentábamos que traza una línea que separa a los adultos de los adolescentes, no los convierte, en ningún caso, en personas fuera de su edad ni les otorga voces ni pensamientos maduros. Actúan de un modo muchas veces inconsciente, y son víctimas de los miedos infundados, de los temores seculares que atraviesan generaciones hasta instaurarse, sin reparo, en sus mentes en crecimiento, perpetuando hasta el infinito el terror a lo que está al otro lado de la línea. El personaje de Olivia Luccardi —Yara en la ficción— es el que actúa casi como una voz en off, como una sabiduría colectiva que acabará pronunciando el monólogo definitorio del significado simbólico de It Follows: «cuando era una niña, mis padres no me dejaban ir más allá del centro comercial. Ni siquiera sabía lo que significaba hasta que me hice mayor, y me di cuenta de que era donde terminaba la periferia y comenzaba la ciudad. Solía pensar en lo raro y estúpido que era aquello. Tuve que pedir permiso para ir a la feria con mi mejor amiga y sus padres, solo porque estaba un poco más allá del límite». Ese desconocimiento, ese escepticismo, esa mención al límite —físico en su caso, atributivo en cuanto a su significado—, acaban mostrando la verdadera cara del relato —mención aparte a que, al término de su alegato, suena el tema principal del filme— y construye a su alrededor todo lo que, hasta ese momento, solo se había ido sugiriendo. Además, Yara porta en todo momento un eBook con forma de concha —en una clara referencia sexual—, de cuyo interior brotan las más potentes premisas y conceptos, como esa lapidaria cita de El idiota de Fiódor Dostoyevski que lee en voz alta desde el hospital y que sirve como referencia acerca del fin de una era.
Como obra de punto de vista parcial, le da mucha importancia a lo subjetivo, a la realidad tal y como la percibe Jay. Así, vemos sus manos en muchas ocasiones como si fueran las nuestras, y podemos sentir en carnes propias el horror al que es sometida. En planos de concepción minimalista y simétrica —a lo largo del filme veremos como el cineasta y guionista repele la asimetría y las directrices de composición básicas para rodar cortes de gran belleza plástica— construye una mirada en primera persona que da contexto a los sentimientos, las emociones, el grito interno de una joven a la que —de repente— el mundo ha devorado con su amplitud abrumadora y desconocida. No es trivial, asimismo, que la última personificación —o eso creemos— del ente en la manifestación de Jay sea su padre, al que ni siquiera conocemos más allá de su presencia en una fotografía familiar: lo parcial del punto de vista, de su relevancia como elemento definitorio de la persona, se acaba representando en la figura de uno de esos adultos ausentes.
It Follows, además, está dentro de un conglomerado musical estanco y de brillantez absolutamente proverbial, compuesto específicamente para la ocasión por Disasterpeace. El músico, que tras esta banda sonora volvería a trabajar con David Robert Mitchell en Lo que esconde Silver Lake, ha diseñado un ambiente melódico en el que mandan los sonidos sintetizados de influencia ochentera, que acaba teniendo relevancia incluso como obra individual. Como decíamos, el tema principal refuerza momentos concretos dentro de la narración, adquiriendo —al igual que los colores, los planos subjetivos, las líneas en el espacio— una relevancia indispensable —e indisociable— para comprender la obra en su conjunto y verla como lo que es: un todo del que no se puede extraer ni añadir ningún elemento sin perturbar su esencia.
Al final, It Follows habla de la incertidumbre que suponen los cambios. Utiliza el sexo como elemento de evolución, casi catártico, que en su primer descubrimiento genera una sensación de crecimiento, y otra de eterno pesar al dejar una vida fácil y segura atrás. No demoniza las relaciones sino que las considera un paso inevitable: asistimos a la transmisión del mal mediante la vía sexual —como elemento metafórico que representa el primer contacto con la adultez, con los miedos, con la responsabilidad—, y a la liberación siguiendo el mismo método —la aceptación del mundo real, de unas normas hasta ese momento tan lejanas—. Con ese caminar constante e imperturbable del ente que persigue, está poniendo sobre el tablero el paso inexorable del tiempo, que nunca se detiene, pero se normaliza hasta que dejamos de ser conscientes de él. Jay, en su infinita delicadeza adolescente, aporta significado a los cambios que no se ven, pero se sienten; al mal que siempre parecía estar delante, pero que a veces está detrás; a esa verdad que nos es ajena: la de los demás.