Lejos quedan —aunque siempre en nuestro recuerdo— las primitivas experiencias vividas con Pong (Arcade, 1972) o Space Invaders (Arcade, 1978). Los entrañables y venerables abuelos de la industria. Después llegó Pacman (Arcade, 1980), vivito, coleando y engullendo pastillas blancas. Mario, primer personaje humanoide recreado en un videojuego, supuso otro hito en el mundillo. De ahí a esta parte han pasado 50 años y ocho generaciones de consolas. El mundo ha visto tres papas, ocho presidentes de los Estados Unidos y caer las Torres Gemelas. Y sin embargo, y parafraseando a Fallout hay cosas, como la guerra, que nunca cambian.
Todavía sigue incomodando ver personajes homosexuales en los videojuegos. Una de las pruebas más recientes de ello ha sido, a su vez, una de las más escandalosas e iracundas jamás vividas. El lanzamiento de The Last Of Us 2 (PS4, 2020) provocó una ola de odio que se manifestó en un fenómeno novísimo y que promete haber llegado para quedarse: el review bombing. O, traducido al cristiano, «poner a caldo un videojuego a base de ceros para que la media de la puntuación se descalabre e intentar dañar la reputación del mismo». Esta forma de actuar, infantil y deplorable por sí misma, fue en el caso del último juego de Naughty Dog más sangrante aún al centrarse muchas de estas críticas negativas en la orientación sexual de Ellie, la protagonista del título. Una conducta inexplicable y propia de tiempos pasados.
Lo curioso es que Ellie no ha sido la primera manifestación pública de diversidad sexual en el videojuego. Otros, mucho antes, trataron de abrir camino y de mostrar esta realidad con mayor o menor fortuna. Es especialmente paradigmático el caso de Birdo, esa especie de dragón rosa —pariente de Yoshi, probablemente— que hizo su primera aparición en Super Mario Bros 2 (NES, 1988). Este ser, ataviado con un gran lazo rojo en la cabeza, se identifica a sí mismo como mujer. Es más: el propio manual de instrucciones del juego afirmaba que Birdo prefiere ser conocido como «Birdetta», por lo que estaríamos hablando del primer personaje transgénero de la historia del videojuego.
Nos merecemos algo más, una apertura mental necesaria en una industria capaz de generar magia e imaginación a raudales que conviven ya bien entrado el siglo XXI con jugadores de mentalidad prehistórica.
Ha habido también numerosos casos de personajes abiertamente homosexuales. Es el caso del reciente Overwatch (multiplataforma, 2015) con una comunidad amplísima de jugadores online. En este título podemos jugar bajo la identidad de Tracer, un personaje que, tal y como desveló la propia Blizzard, tiene una novia llamada Emily. La noticia provocó cierta indignación en un pequeño sector de usuarios, los cuales incluso llegaron a reclamar la devolución del importe del juego. Alegando daños y perjuicios por exposición a la homosexualidad, suponemos.
Tracer no fue la única en salir del «armario gamer». En Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty (PS2, 2001) nos enfrentamos a Vamp, personaje abiertamente bisexual. En la expansión The Ballad of Gay Tony de Grand Theft Auto IV (PS3 y Xbox 360, 2009) conocimos a Tony, homosexual reconocido, amén de hombre de —turbios— negocios y cierta propensión a las drogas. No exactamente un ejemplo a seguir en este caso. Y en Dragon Age: Inquisition (PS4, PC, 2014) disfrutamos de la compañía de Dorian Pavus, nigromante y atormentado por la falta de amor de su padre a causa de su condición de homosexual. Por tanto, no han faltado ni mucho menos ejemplos ni representación del abanico LGTBI.
Entonces, y a pesar de los esfuerzos de la industria, ¿qué está ocurriendo? Quizá la explicación —que no justificación— a estas muestras de rechazo sea el origen demográfico de los jugadores, al menos en los inicios del videojuego. Un público mayormente masculino, adolescente, con la testosterona y las hormonas revolucionadas y tomando el control. Es fácil imaginar el rechinar de dientes y la mueca de terror de uno de estos jugadores cuando el héroe machote con el que llevan repartiendo hostias durante varias horas de juego le pone ojitos a otro señor, ya no digamos si acaban besándose. Su hombría y su masculinidad dañadas de por vida al convertirse en maricón el personaje con el que hasta ahora se estaban sintiendo tan identificados. Por tanto, ¿deberían poder relacionarse sentimental o sexualmente personajes del mismo sexo en un videojuego siempre se trate de entidades no jugables o, al menos, secundarios en la historia? ¿Podrían ser capaces de conceder esto en una especie de acuerdo de mínimos?
La evolución de los videojuegos es evidente. De las dos dimensiones y el desarrollo lateral a los mundos tridimensionales con infinitas —o casi— posibilidades. Del multijugador local —o incluso turnándonos para pasarnos el mando— a las orgías online de «niños rata» con Fortnite (multiplataforma, 2017). De los primeros efectos gráficos con el chip Super FX a barbaridades visuales como la iluminación dinámica o el ray tracing. No acompaña, por desgracia, el avance de la sociedad en un sector que se sigue pareciendo en ocasiones al público más furibundo de un estadio de fútbol donde se insulta en manada a la víctima de turno. Nos merecemos algo más, una apertura mental necesaria en una industria capaz de generar magia e imaginación a raudales que conviven ya bien entrado el siglo XXI con jugadores de mentalidad prehistórica.
Porque la homofobia, como la guerra, nunca cambia.