Revista Cintilatio
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Historia del cine de ciencia ficción (VIII): la década de los dos mil diez

La década de los dos mil diez
Historia del cine de ciencia ficción (VIII)
En nuestro pasado inmediato, la ciencia ficción tomó centralidad en algunos de los procesos más importantes de la industria cinematográfica, como el auge de la era de las franquicias y la llegada de los servicios de streaming.
Por Pepe Tesoro x | 13 marzo, 2022 | Tiempo de lectura: 29 minutos

Una historia reciente

Para entender casi cualquier cosa es necesaria una cierta distancia temporal. No siempre demasiada es buena, pues hay fenómenos que, perdidos en la inmensidad del pasado, han escapado de nuestro entendimiento. Pero nuestra historia reciente, más turbulenta y cambiante que nunca, se hace mucho más comprensible y asimilable cuando ha pasado el tiempo suficiente que hace salir a la superficie aquellos procesos soterrados que no éramos del todo capaces de captar en su momento. Esto hace que la tarea de analizar el pasado inmediato, no ya el presente, requiera un esfuerzo inusitado y esté particularmente dada a errores que no se demostrarán como tales con el tiempo. Pero también es posible argumentar que nuestra mejor comprensión de los fenómenos del pasado no se debe tanto a la aclaración de claves que solo se ven con el tiempo, sino al asentamiento de un relato general que contiene sus jerarquías y sus ocultamientos particulares, que si bien pueden ser necesarios para la formación de tal discurso, no dejan de tener la sospecha del sesgo y de la imposición. La realidad de los fenómenos que apenas han ocurrido, como los que aquí nos preocupan, es entonces una cambiante y multifacética, difícil de atrapar, pero que contienen la potencialidad sugerente y apasionante de poder intervenir en la formación de su relato, en la forma en la que los recordaremos e integraremos, a medida que el tiempo pase.

Este es, por tanto, no solo el último de nuestros artículos sobre la historia de la ciencia ficción, sino quizá también el más difícil, pues se enfrenta a un mundo que, pese a los eventos catastróficos que han dado el pistoletazo de salida de nuestra década actual, no puede dejar de sentirse como el nuestro, como el de, en algún sentido, ahora. Porque si bien también resulta imposible no ver nuestras paranoias e histerias actuales como productos casi exclusivos de la pandemia, no podemos argumentar que gran parte de lo que somos estaba ya en quiénes éramos hace unos pocos años, y nuestras reacciones y tendencias de hoy en día son al fin y cabo resultado directo de las condiciones de nuestra vida antes de 2020.

Sin querer elevar el debate más allá de lo que pretendemos abarcar, es posible identificar dos o tres tendencias fundamentales en el cine de ciencia ficción de la década pasada. El primero que exploraremos, que engloba en realidad a toda la industria cinematográfica en general, ha sido un giro absoluto y decidido hacia el cine de franquicias. Más allá del modelo de las estrellas cinematográficas y los directores consagrados, los estudios parecen estar revirtiendo la situación de la industria de Hollywood al pasado, donde eran los ejecutivos los que tenían mucho más poder. Y verse claramente orientadas a maximizar sus beneficios, las grandes compañías de producción han encontrado que la única forma de competir en un mercado saturado y despiadado ha sido con producciones cada vez más grandes y cada vez más calculadas. Y no hay nada que otorgue más solidez que una franquicia ya asentada. Esto generó numerosos efectos en todo el panorama cinematográfico, pero fundamentalmente dos: la polarización de la producción audiovisual, donde todo son o películas indies o blockbusters, y que todo el riesgo y la originalidad queden redirigidos a intentar levantar nuevas franquicias.

La ciencia ficción, siempre en la vanguardia de las superproducciones y en sí fundamental en la creación de la propia idea de franquicia, ha estado también en el núcleo de este fenómeno. No cabe duda de que el ejemplo más evidente, la franquicia más exitosa no ya de esta década sino de todos los tiempos, ha sido el Universo Cinematográfico de Marvel. Edificada sobre una vasta y riquísima propiedad intelectual labrada durante años en las páginas de los cómics, y acorde con la tendencia incipiente de los universos expandidos de superhéroes, la franquicia construyó en apenas unos años la mayor serie de películas de todos los tiempos.

Tras iniciar la década con la presentación de los dos personajes restantes, junto con Iron Man, de su trinidad original, Thor (Kenneth Branagh, 2011) y Capitán América: El primer vengador (Joe Johnson, 2011), los cuales acabarían por ganarse sendas trilogías (mientras esperamos a la cuarta película de Thor), congregó a sus estrellas en Los Vengadores (Joss Whedon, 2012), culminación de su primera fase a la vez que punto de partida de una retahíla de nuevos personajes y sagas que ensancharían la franquicia a más de la veintena de películas para finales de década. Para ese momento, el Universo Cinematográfico de Marvel ya había asentado su posición en la historia con el evento global que supuso el lanzamiento doble de Vengadores: Infinity War (2018) y Vengadores: Endgame (2019), donde el siempre sagaz Kevin Feige, cabeza de la franquicia, dio con el acierto final de dejar de lado a Joss Whedon y poner a los hermanos Anthony y Joe Russo, que se habían ganado los laureles con las películas de Capitán América, como directores.

Pero lo que nos interesa aquí es que esta franquicia de superhéroes, género adyacente pero no siempre coincidente con la ciencia ficción, claramente tomó rasgos futuristas, donde abundan los alienígenas, el desarrollo tecnológico y las aventuras espaciales, como demostraron algunas de sus películas más tardías pero también más exitosas: la reinvención total de la saga del dios nórdico en Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017), Guardianes de la galaxia (James Gunn, 2014) y su secuela, y la histórica Black Panther (Ryan Coogler, 2018), epopeya afrofuturista donde las haya. Este giro hacia el espectáculo brillante de naves espaciales, seres coloridos y armas galácticas que parecen fuegos de artificio generó un contraste muy evidente con el tono más asentado, serio y «realista» de las películas de superhéroes de la década anterior, y sobre todo con la más sombría y sobria franquicia rival de Warner Brothers basada en la propiedad intelectual de DC Comics.

Daisy Ridley como Rey se convirtió en la protagonista de la última trilogía de Star Wars.

La otra gran apuesta por una franquicia de ciencia ficción, si bien una ya bien asentada (quizá la que mejor lo estaba, por razones de sobra exploradas en estos artículos), fue el regreso para una tercera trilogía de La guerra de las galaxias, comenzando con Star Wars: El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015). La nueva y clara apuesta por la franquicia, tras su compra por Disney y bajo la nueva dirección de Kathleen Kennedy, legendaria productora que había trabajado en todos los grandes éxitos de Steven Spielberg, por un universo expandido que fuera más allá del tradicional formato de franquicia, obtuvo mejores resultados con la fantástica Rogue One: Una historia de Star Wars (Gareth Edwards, 2016) que con la más irregular Han Solo: Una historia de Star Wars (Ron Howard, 2018), que flaqueó en la taquilla. Viendo que el éxito que está obteniendo recientemente en el streaming gracias al talento de David Feloni y John Favreau, con cierta independencia de las claves y los personajes tradicionales de la franquicia, la independencia del primero de estos spin-offs y la clara referencialidad del segundo indicaban que la saga aún tenía que lidiar, al contrario que Marvel, con décadas de pasado que en ocasiones pesan más que ayudan.

Otras franquicias demostraron que era más inteligente un renacimiento total (algo imposible, en realidad, con Star Wars) como la precuela del clásico de los años sesenta El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011), un inesperado éxito que se ganó dos sólidas secuelas de la mano de Matt Reeves, director de Cloverfield (2009), otra franquicia que siguió su inusual camino, de mano de J.J. Abrams, con dos películas más aparentemente inconexas. Pero esta irregularidad en el contenido ha hecho que Calle Cloverfield 10 (Dan Trachtenberg, 2016), thriller paranoico de supervivencia, puede considerarse una de las mejores películas de ciencia ficción independientes de la década, mientras que The Cloverfield Paradox (Julius Onah, 2018), la poco interesante migración de la marca «Cloverfield» a las mediocres medioproducciones espaciales de streaming, apenas destinadas a alimentar las novedades semanales de Netflix, otra consecuencia de la intervención de estas nuevas plataformas en el panorama, cuyo efecto exploraremos con el detalle merecido más adelante.

Mientras tanto, se hace necesario mencionar el regreso de Ridley Scott a la saga de Alien, que si bien no convenció a muchos en un principio, nos dejó al menos con Prometheus (2012) y la posterior Alien: Covenant (2017) una expansión del universo al menos original y atrevida y, sin que esto fuera necesario, algo que la saga nunca había sido: coherente. Scott tendría mejor resultado con su inesperado megaéxito Marte (The Martian) (2015), adaptación de la novela El marciano de Andy Weir donde Matt Damon encarnaba a un nuevo Robinson Crusoe en Marte (Bryon Haskin, 1964). Muy alejada de los clásicos campy de exploración espacial, la película logró conectar con una enorme audiencia gracias a su particular puesta en evidencia de los nuevos avances de la carrera espacial, que hacen cada día más factible una misión de este estilo. Christopher Nolan se apoyó también en ese supuesto aura de verosimilitud de con su también enormemente exitosa Interstellar (2014), que sin embargo recababa quizá demasiado en la solemnidad innecesaria y el dramatismo cansino de este subgénero espacial de formas que la película de Scott, más amable y cómica, se atrevió con astucia en dejar atrás para optar por tomarse menos en serio.

Estas películas reincidían en la demostración del hecho que no hemos parado de subrayar en esta serie de artículos: la estrecha relación entre el género de ciencia ficción y la vanguardia de los efectos especiales. En este aspecto es fundamental reconocer el regreso de otra franquicia de mano también de su director original, George Miller, con la simple y llanamente extraordinaria Mad Max: Furia en la carretera (2015), regreso triunfal de la saga australiana con todo lujo de explosiones. Dotada de una trama simple pero poderosa, una fotografía apabullante y una retahíla trepidante de efectos prácticos y digitales, la película no solo capturó la esencia de violencia y perdición que se respiraba en un mundo turbulento, sino que facilitó la demostración reciente más clara que no hay nada como la ciencia ficción para ofrecer el mayor refinamiento del espectáculo cinematográfico.

Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015) supuso un regreso triunfal de la franquicia a lo más alto del género.

Sin embargo, la evolución de la presencia de los efectos digitales en las grandes pantallas de esta última década no ha tenido solo consecuencias positivas. Al final acababan por resultar cansinos los mismos espectáculos de batallas fastuosas de tercer acto de todas y cada una de estas películas de franquicias, muy dadas a un ejército enemigo sin rostro ni aparente consistencia física, rayos surgiendo del cielo y otras señales de falta de imaginación y voluntad de riesgo. La amplia disposición de efectos digitales más baratos y de mejor calidad lograron que microproducciones, casi solo asistidas por estas tecnologías, vieran la luz. Si nos fijamos por ejemplo en la trilogía de películas de Skyline (2010-2020), pequeñas películas surgidas de un estudio de artistas de efectos digitales que cuentan una historia de invasiones alienígenas con mucha mayor ambición de lo que habría sido posible antes, podemos ver que adolecen de la misma falta imaginativa y errores de principiante en otro ámbitos que, por mucha espectacularidad de sus efectos, no podemos dejar pasar.

Otro problema de la ubicuidad de esta tecnología son los usos pobres de la recreación de referentes del pasado. En cuanto a las consecuencias de las tecnologías de desenvejecimiento que hemos visto recientemente, incluso de la posibilidad recreación digital precisa de actores fallecidos, habría mucho que decir, pero no se puede dejar de sentir que es irremediablemente pronto como para entender hacia dónde nos conduce este desarrollo. Lo que sí se puede ver, en fiascos como Ready Player One (Steven Spielberg, 2018), desconcertante intento de Spielberg de revivir un espíritu ochentero desajustado con el presente, es que si la nostalgia y el eclecticismo descabezado es lo único que guía las novedosas potencialidades de los efectos especiales, habremos fracasado enormemente en realizar sus nuevas e imaginativas posibilidades, quedándonos con un producto insulso en el camino.

Algo así es en parte observable con la evolución de lo que fue Pacific Rim (Guillermo del Toro, 2013) en su malograda secuela, Pacific Rim: Insurrección (Steven S. DeKnight, 2018). Demostrando su enorme cariño por el cine de mechas y kaijūs y precisamente tratando de independizarse de la saturación de efectos vaporosos de la saga de Transformers de Michael Bay, Del Toro dirigió una película que, por numerosas elecciones claras de dirección, mostraba unos robots gigantes con el peso y la monumentalidad que debían, facilitando mucho más el realismo y una verdadera sensación de esta ante algo colosal y poderoso. La forma en la que su secuela, haciendo que sus mechas atravesasen edificios como el papel mientras la cámara da vueltas por el cielo como un pájaro (en la versión de Del Toro, de forma nada casual, casi todos los planos estaban tomados desde puntos de vista posibles para un observador humano), demuestra que los efectos digitales guardan enormes posibilidades solo si están apropiadamente dirigidos. Sobre dónde encajarán las nuevas películas de Godzilla producidas por Legendary y Warner Brothers, puede que aún sea pronto para decirlo, pues pese a unos resultados no del todo deseables en sus primeras películas, esta saga parece contar con el inusitado privilegio estos días, fuera de Marvel y Star Wars, de mantenerse con cierta salud en la taquilla, y por lo tanto aún augura mucho que ofrecernos.

La tendencia más clara dentro de esta oleada de nuevas franquicias y resurrecciones de viejas sagas fue por el contrario la frenética moda por la distopía juvenil. Si bien lo distópico y también lo juvenil han sido figuras fundamentales de la ciencia ficción desde sus inicios, la combinación de estas en nuevas visiones de un futuro gris donde la juventud es a la vez el eslabón más débil y el que contiene el principio necesario para alumbrar un nuevo mundo se convirtió en un esquema de éxito asegurado. El claro ejemplo es el enorme éxito de las adaptaciones de la saga de libros iniciados con Los juegos del hambre, que nos regalaron a una majestuosa Jennifer Lawrence como la icónica Katniss Everdeen en cuatro películas, una al año, de 2012 a 2015. El único éxito equiparable fue el de El corredor del laberinto (Wes Ball, 2014), que se ganó dos secuelas en 2015 y en 2018.

La nueva fiebre por la distopía juvenil parecía haber capturado numerosas tendencias de su tiempo: la pobre situación de la juventud social desigualmente tratada por la crisis económica y el ascenso de los nuevos debates en torno al género, que se convirtió en la última llamada de la industria en pocos años. Pero la moda envejeció, curiosamente, de forma muy repentina, dejando por su paso el descalabro de la trilogía comenzada con Divergente (Neil Burger, 2014) y el inicio en falso de La quinta ola (J Blakeson, 2016), que aplicaba las mismas claves de este subgénero a la invasión alienígena. El reciente desastre de producción y lanzamiento de Chaos Walking (Doug Liman, 2021), última y cansada iteración de esta fórmula, demostró la pronta caducidad de las claves de lo juvenil, así como constató la inoperancia de ninguna de estas fórmulas en un mundo pospandémico, donde la idea de la distopía quizá no haya cambiado tanto, pero ha dejado atrás ciertas figuras de forma muy clara.

El caso de Chaos Walking resulta especialmente sangrante si se recuerda que su director, Doug Liman, había estado a la cabeza de una de las mejores películas de ciencia ficción de la década con Al filo del mañana (2014), épica reconversión de la narrativa del bucle temporal en un escenario de ciencia ficción belicista, inspirada por una novela japonesa, donde Tom Cruise ha de revivir constantemente un día clave en la guerra contra una imponente invasión alienígena. La película funciona tan bien porque sabe conectar con habilidad el divertimento y el entretimiento más palomitero de su época con una sensación generalizada de ansiedad y pánico político muy cierta de su momento histórico pero que sin embargo no se veía en ningún caso en las grandes franquicias. Pero lejos de estos vastos imperios de propiedad intelectual, la distopía no había dejado de funcionar.

Un nuevo lado oscuro del planeta

Emily Blunt en Looper (Rian Johnson, 2012).

La distopía, como hemos visto en esta serie, no ha mantenido la misma presencia en todas las etapas de la historia de la ciencia ficción, siendo la figura que, de un género con especial conciencia social, ha sido la que ha tratado de comentar sobre su propio tiempo y sus potencialidades con mayor atención: la propia autoconciencia de cada era, que no siempre es capaz de reflexionar sobre sí misma de la misma manera, es lo que determina en mayor grado su presencia y su efectividad. La última década vio acontecer algunos de las mayores transformaciones tecnológicas y sociales de todos los tiempos, como el auge del smartphone y la capitalización absoluta de Internet, mientras el mundo seguía sumido en una gran turbulencia social después de numerosos alzamientos populares por todo el globo desde 2011 auspiciados por una crisis económica de la que difícilmente podemos decir que llegáramos a salir mejor parados.

Parte de este descontento social es ya visible en obras no tan reconocidas del género a principios de década, como In Time (Andrew Niccol, 2011), donde el director cambiaba su eugenesia genética de Gattaca (1997) por una basada en la total monetización del tiempo. Sin demasiado éxito comercial ni de crítica, Niccol regresaría para su nueva perspectiva distópica sobre la era de la digitalización aboluta con Anon (2018), planteándose como uno de los autores más interesantes, si bien irregulares, de este subgénero en nuestros días.

No hay nada como la ciencia ficción para ofrecer el mayor refinamiento del espectáculo cinematográfico.

En la línea de In Time se sitúan otras obras de ciencia ficción distópica con tendencias a la acción en Dredd (Pete Travis, 2012), actualización thrash y violenta del conocido personaje de cómic, lejos de las claves irónicas de la encarnación de Sylvester Stallone y que convirtió a Karl Urban, también sin ironías, en el mejor «actor de barbilla» de su generación. Otro claro ejemplo de este grupo de películas fue Looper (Rian Johnson, 2012), épica de viajes temporales con tinte retro donde Johnson ponía su poliédrica imaginación en el género antes de saltar al mundo de los blockbusters con Star Wars: Los últimos Jedi (2017) con alguna propuesta original de más que le hizo salir escaldado.

No estuvimos en todo caso faltos de otros que hicieron su nombre, al interior de la ciencia ficción, aportando sus particulares visiones retorcidas sobre el futuro cercano. Un caso muy interesante, de lleno en el art-house, es el de Panos Cosmatos, que nos dejó con Beyond the Black Rainbow (2010) y Mandy (2018), obras inclasificables entre la fantasía gótica, el terror cósmico y el thriller distópico, pero con una deuda clarísima con los pasados aceptados e infames de la ficción especulativa que le convierten, si bien en los márgenes, en uno de los creadores del género más interesantes de la última década. Otros, como Joe Cornish, no tuvieron la suerte de ofrecernos más que uno de los resultados de su talento, en su caso Attack The Block (2011), increíble, terrorífica y desternillante comedia de invasiones alienígenas con acento británico que catapultó a John Boyega a La guerra de las galaxias.

Scarlett Johansson ofreció una de sus mejores interpretaciones como la entidad asesina de Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013).

La última década vio también renacer el fenómeno de los autores que, tras haber labrado su fama en un terreno más independiente, se acercaban al género para dejarnos auténticas joyas. La figura más destacada en este caso es la de Jonathan Glazer, que tras su solitario éxito Sexy Beast (2000) firmó, década y media después, la que para muchos es una de las mejores películas del siglo XXI, mucho más allá del género, con Under the Skin (2013). Rozando el terror y el drama existencial, Scarlett Johansson protagonizó una de las actualizaciones más escalofriantes y magistralmente dirigidas de la invasión alienígena, donde la pregunta sobre la inteligencia no humana aparece retratada con una brutalidad y desnudez nunca antes vistas.

Es significativo el contraste de la extraordinaria visión de Glazer con otra cinta que ganó mucha más popularidad, Ex Machina (Alex Garland, 2015), sin embargo desde posiciones más cómodas que conducen a conclusiones efectistas y decepcionantes. El debut de Garland, quien había firmado tantos guiones de clásicos del género, resultó especialmente decepcionante por el éxito de crítica y público que obtuvo, que no le permitió, por dramas entre estudios y servicios de streaming (un fenómeno nuevo de esta época) dar mejor promoción a su segundo film, muy superior, Aniquilación (2018). Con un reparto en lo más alto y un guion asfixiante enraizado en el horror cósmico, la película resulta uno de los productos culturales más interesantes de la época, capaz de captar con singular precisión la apremiante sensación de colapso ecológico y social.

Una película que nace en este marco y que resulta especialmente sintomática es Her (2013), drama intimista de Spike Jonze donde Joaquin Phoenix se enamora de una inteligencia artificial interpretada por Scarlett Johansson. La evolución de la rebelión apocalíptica de las máquinas al estilo de Terminator en una apagada película indie de tonos depresivos más que ansiosos, donde las máquinas no nos exterminan sino que nos abandonan por impotentes e insignificantes, resulta muy expresiva del momento de parálisis imaginativa y sensación de impotencia ante el colapso económico, la crisis ecológica y el advenimiento total de la era de las redes sociales

Otros cineastas trataron de enfrentarse directamente a su momento de forma menos pesimista, como la comedia existencialista, llena de retorcidas y fabulosas anticipaciones, de Terry Gilliam en Teorema zero (2013), una pesadilla surrealista sobre la sociedad de la información que sin embargo toca una fibra muy concreta de nuestro malestar. Algo más cómica todavía pero, de forma más importante, mucho más realista en cuanto a las posibilidades y sobre todo a la necesidad de un cambio social, fue la sátira racial de Perdona que te moleste (Boots Riley, 2018), comedia ácida que hace uso de numerosos elementos de la ciencia ficción para denunciar las demenciales tendencias de un desarrollo tecnológico guiado por el mesianismo ciego de Silicon Valley.

Los misteriosos ideogramas de los seres alienígenas de La llegada (Denis Villeneuve, 2016).

Si se observa casos como el de Glazer o Garland, puede verse que la ciencia ficción más aguda de este tiempo, y que ha imprimido con fuerza su huella en la que vendría posteriormente, es aquella con un deje más solemne y frío, paralizante, que es capaz de aprehender con particular precisión la atmósfera de anticipación apocalíptica de la era. Un realizador imprescindible en este aspecto, que anuncia seguir haciendo lo mismo hoy en día con la reciente Dune (2021) es Denis Villeneuve, que nos dejó con La llegada (2016) la mejor actualización del cine de contactos alienígenas de los últimos años, donde el contacto no se da tanto desde la benevolencia ni desde la maldad de los visitantes sino desde la insignificancia y debilidad humana ante la clara superioridad de la compresión alienígena. El director canadiense dejaría otra obra maestra de la época con Blade Runner 2049 (2017), que curiosamente recibió la misma recepción fría de público y crítica.

Plataformas de despegue

Hasta ahora nos ha sido imposible no hablar de la ciencia ficción de la última década sin mencionar del auge de los servicios de streaming. En realidad, en estos últimos años hemos visto crecer exponencialmente a la competencia, con todos los grandes estudios cinematográficos lanzándose a lanzar su propia plataforma, desde Warner Brothers con HBOmax al caso señalado de Disney con Disney+, que rápidamente se situó como una de las más competitivas, no solo gracias al profundo fondo cinematográfico de la Casa del Ratón, sino a quizá uno de los menos publicitados pero más transformadores procesos de los últimos años: su agresiva estrategia de absorciones. En apenas una década, Disney se aseguró casi dos tercios del mercado de la taquilla mundial gracias a sus adquisiciones de Marvel, Lucasfilm y finalmente 20th Century-Fox. Las consecuencias de esta táctica monopolística ya empiezan a sentirse, pero su alcance final es todavía imposible de predecir.

No habían sido los estudios tradicionales los primeros en llegar al streaming, sino otras compañías de sectores completamente diferentes, como Amazon, u otras que provenían del alquiler de películas, como Netflix. La que fue la primera en lo suyo y que sigue siendo hoy la primera en suscriptores, Netflix, se favoreció por una estrategia única de enorme producción de contenido original. Esto, sin embargo, obligaba a rebajar los costos de sus películas y series originales, logrando los primeros avances para romper la polarización que había dividido la industria en megaproducciones y películas pequeñas sin apenas seguimiento. Netflix de pronto nos enganchó a un flujo continuado de contenido original de presupuesto bajo o medio y, en estas latitudes, la ciencia ficción siempre puede encontrar su encaje.

La ciencia ficción más aguda de este tiempo es aquella con un deje más solemne y frío, paralizante, que es capaz de aprehender con particular precisión la atmósfera de anticipación apocalíptica de la era.

Un sinfín de producciones han salido de la estrategia de producción de originales de Netflix, muchas sin pena ni gloria, otras logrando un éxito inesperado. De entre los primeros originales de ciencia ficción Netflix destacan Advantageous (Jennifer Phang, 2015), fábula oscura sobre las siniestra combinaciones entre la sociedad de la imagen y las nuevas tecnologías; ARQ (Tony Elliott, 2016), revisión de micropresupuesto de la idea del bucle temporal; o Spectral (Nic Mathieu, 2016), original pero irregular revisión de la ciencia ficción bélica. Este nuevo influjo de pequeñas producciones permitió a Netflix tomar algunos riesgos que en otros casos no hubieran sido posibles, logrando resultados interesantes como The Discovery (Charlie McDowell, 2017), apagado thriller que gira en torno al descubrimiento científico de la vida después de la muerte, que parte de premisas interesantes que no logra realizar del todo. Otro caso de experimentación fallida fue Mudo (Duncan Jones, 2018), intento de reformulación de las claves de la ciencia ficción noir que sin embargo cae en los mismos tópicos de siempre, un descalabro vergonzoso y mucho más decepcionante teniendo en cuenta que su director habría firmado una de las más estimulantes producciones del género de la década anterior con Moon (2009).

I Am Mother (Grant Sputore, 2019).

Los fanáticos del género estaban de enhorabuena, pues este contexto (que se agudizó cuando entraron las otras compañías en la competencia del streaming, pero esa es en gran parte una historia para otro momento), favoreció una gran cantidad de nuevas producciones independientes, tanto producidas directamente por las plataformas (casi todas, en estos años, por Netflix) como otras que eran rescatadas de los circuitos de los festivales. Algunas más olvidables como cansinas revisiones poco originales de viejos tropos como el cyborg en iBoy (Adam Randall, 2017) o de la inteligencia artificial con Tau (Federico D’Alessandro, 2018) a dos formidables visitas precisamente a esos dos lugares comunes: Upgrade (Ilimitado) (Leigh Whannell, 2018), vibrante thriller de acción cibernético o la sorprendente I Am Mother (Grant Sputore, 2019), que se permite actualizar el viejo mito de la rebelión de las máquinas con las claves modernas de la reproducción social y biológica, el ecologismo y la violencia y el control sobre las mujeres. También cabe destacar Extinción (Ben Young, 2018), película de invasiones extraterrestres con más acción y giros inesperados que creías que se podía permitir por su presupuesto.

El primer gran éxito y quizá el único de los originales de Netflix de ciencia ficción llegó, con un reparto más cargado, en parte de la mano de Corea con Okja (Bong Joon-ho, 2017), magistral sátira política que elude tanto la ingenuidad como el cinismo, ofreciendo una película tierna y terrible a partes iguales con una reflexión poderosísima no solo sobre la industria alimentaria, sino sobre los usos y los abusos de la publicidad y de la imagen en una sociedad cansada de la verdad a la que difícilmente hace falta engañar cuando el conocimiento de la injusticia no es por sí solo capaz de detonar el cambio social. Una película tan buena, ácida y colorida no podría haber salido sino de la imaginación de Bong Joon-ho, quien saltaría al éxito mundial al arrasar en la gala de los Óscar con su próxima película, Parásitos (2019), pero que ya había hecho de las suyas en la misma ciencia ficción con otro clásico de la era con Rompenieves (Snowpiercer) (2013), alegoría cruel sobre la desigualdad con la misma mala baba, pero mucha más astucia, que el cine de Neill Blomkamp, que había explorado ideas similares en Elysium (2013), con interesantes pero menos agudos resultados. La propia Netflix adaptaría Rompenieves (Snowpiercer) más tarde como serie, pero de la explosión del formato de las series se nos hace imposible hablar aquí, pues aunque tiene su impacto quizá más grande que nunca en la realidad del género de los últimos años (como ha sido en casi cualquier momento, esperemos que así haya quedado claro en esta serie de artículos), su enorme presencia es imposible de hacer justicia sin excedernos en el espacio.

A nadie se le puede escapar la curiosa centralidad que ha tomado Corea en la ciencia ficción distópica desde el año 2020, pero la emergencia de este país ya estaba anunciada. Un antecedente fundamental fue Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016), fantástica adaptación de los zombis frenéticos a un contexto nunca visto: un tren público que se despedaza a medida que la infección avanza, una película ridícula y tenebrosa para tiempos igual de desquiciados. La película lograba algo que parecía imposible: refundir de vida al género de los zombis, que había mostrado sus signos de fatiga en películas entretenidas pero un poco cansinas como Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013), a la que una accidentada producción no había ayudado, pero que mostraba que el género tenía los días contados después de tantas y alargadas temporadas de The Walking Dead y un panorama general que favorecía, como hemos visto, otro tipo de gran producción cinematográfica.

Con todo, el género se mantuvo vivo en parte, además de su doble vida en Corea, gracias a las tres últimas entregas de Resident Evil, de nuevo con Paul W.S. Anderson a la cabeza, que si bien no pudieron recrear la originalidad y la frescura de la original, se dejaron disfrutan por su total y desmesurada apuesta por sus elementos más locos y disparatados. Además de alguna rareza indie un tanto irregular, como Cargo (Ben Howling, Yolanda Ramke, 2017), los tropos del cine zombis solo sobrevivieron en películas que, como Un lugar tranquilo (John Krasinski, 2018), no eran precisamente de zombis.

Otro actor inesperado que permitió, en parte, la plataforma de lanzamiento de Netflix, fue China, que a finales de década lanzaba sus primeras apuestas de superproducciones de ciencia ficción, cargadas de efectos especiales con poco éxito en el caso de Shanghai Fortress (Teng Hua-Tao, 2019) y un poco más con La Tierra errante (The Wandering Earth) (Frant Gwo, 2019), inesperado éxito de colosales apuestas y apabullantes efectos donde la Tierra es propulsada fuera de su órbita por un gigantesco proyecto de geoingeneiría internacional, donde a los EE. UU. no les ve el pelo y China deja claro su mensaje, al que tan poco estamos acostumbrados por los blockbusters que nos llegan desde Hollywood.

Amazon Prime tampoco se quedó a la zaga de su competidora, con intentos realmente pobres pero otros encomiables como la promoción (que no producción directa) de la irreverente Guns Akimbo (Jason Lei Howden, 2019), ácida comedia negra sobre la espectacularización de la violencia menos inteligente de lo que se cree, o con el absoluto descubrimiento que supuso The Vast of Night (Andrew Patterson, 2019), asombrosa película independiente que retoma el bagaje de la ciencia ficción y de la ufología de los años cincuenta en una fabulosa película sobre una visitación alienígena.

Pedro Pascal en Prospect (Christopher Caldwell, Zeek Earl, 2018).

Ya fuera con joyas independientes como Prospect (Christopher Caldwell, Zeek Earl, 2018) y sorprendentes producciones de mayor calado como Ad Astra (James Gray, 2019), la ciencia ficción demostró en los últimos años de la década estar en muy buena salud más allá de su posición, privilegiada pero parcial en sí misma, en las megafranquicias de superhéroes y ópera espacial, además de su lugar dentro de la nueva revolución del streaming. En un momento de enorme transformación de la industria audiovisual en general en la que estamos sumidos, la ciencia ficción sigue funcionando en todo tipo de velocidades y de formas, y parece muy lejos de renunciar a su lugar central dentro del entretenimiento global. Esa historia, sin embargo, será la que puedan contar aquellos que, al contrario de nosotros, puedan volver la vista sobre este momento gracias a la en ocasiones traicionera pero siempre necesaria distancia que ofrece el tiempo.