Historia del cine de ciencia ficción (VII)
Los años dos mil
Atravesando un clima político complejo y una cierta crisis de sus premisas genéricas, la ciencia ficción en los años dos mil dejó sin embargo numerosos clásicos mientras sentaba las bases del cine comercial de la siguiente década.
En el umbral del nuevo milenio, la ciencia ficción había contado ya con más de dos décadas para asentar con seguridad su puesto dentro de la industria cinematográfica global. El género era ya una apuesta segura de los grandes estudios y, lejos de ser una rareza dirigida a un público muy concreto en busca siempre del espectáculo fácil y la explotación de la fascinación por los efectos especiales, estaba en la misma cúspide de los grandes blockbusters de la era, junto con una sólida presencia en la televisión y un universo expandido que empezaba a tomar el protagonismo de más y más medios de difusión. Sin embargo, la ciencia ficción ha bebido siempre de sus mecanismos para comentar el presente social y político, y momentos históricos de cierto impasse cultural han significado, curiosamente, momentos de crisis de la ciencia ficción en general. El cambio de milenio, que se anunciaba como la culminación del triunfo del neoliberalismo global y la democracia liberal moderna, en una sinergia virtuosa que prometía, tras el fin de la Guerra Fría, una pacífica globalización total, demostró ser poco más que un sueño momentáneo. El derrumbe de la burbuja de las puntocom, claro ejemplo del entusiasmo desmedido por un futuro ficticio que no iba a materializarse, fue apenas una anticipación del reordenamiento de fuerzas a nivel global, que tras el atentado de las Torres Gemelas del 11S encontró una vía fácil para encauzarse.
El terrorismo islámico, más líquido e indeterminado que el temido totalitarismo, se convirtió en la nueva amenaza, y el imperialismo norteamericano dio el golpe en la mesa más fuerte desde Vietnam con la invasión de Irak en 2003. La cultura popular internacional, determinada como nunca por el influjo estadounidense, entró en una nueva fase paranoica y pesimista que implicó una gran serie de dificultades para el cine, y muy en concreto para la ciencia ficción, un género acostumbrado a ser crítico con el statu quo en un momento donde hacerlo parecía suponer congeniar con el enemigo. En tiempos sombríos, la cultura suele refugiarse en el escapismo y, sin que esto sea demérito particular del género, la fantasía prolifera en la cultura popular en estos momentos de crisis ideológica. Al igual que pasó con la Era Reagan y el boom de la fantasía en los años ochenta, el triunfo neocón de Bush auspició un giro a las megafranquicias fantásticas, o al menos claramente escapistas, que ya se estaba pergeñando, con los casos muy sonados de Harry Potter (2001-2011), la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003) de Peter Jackson y el enorme e inesperado éxito de Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (Gore Verbinski, 2003), que se saldó con su propio desfile de secuelas.
La otra megafranquicia de los años dos mil fue curiosamente la resurrección de la saga que había marcado un inicio de esta lógica de producción, La guerra de las galaxias. George Lucas ya había iniciado su regreso con La guerra de las galaxias. Episodio I: La amenaza fantasma (1999), para continuar con sendas secuelas en 2002 y 2005. Siempre adyacente a la fantasía, parecía que no había un mejor momento para volver a traer la franquicia, que sin embargo ha acabado con tener un legado desigual, después de una fuerte reacción al irregular talento de Lucas para el diálogo y la trama política, como algunas desaconsejables decisiones, entre las que se encuentra claramente la elección de Hayden Christensen para encarnar a Anakin Skywalker. El paso de los años y una cierta nostalgia han sido más amables con la trilogía que, no sin sus errores, contiene mucha más calidad de la que en un primer momento se le atribuyó.
La interpretación de Ewan McGregor de un joven Obi-Wan demostró ser uno de los mejores aciertos de la trilogía de precuelas.
Pero la tendencia hacia la fantasía escapista estaba clara, y la ciencia ficción no pudo sino verse arrastrada por ella. Incluso la propia Matrix, que había sido tan revolucionaria hacía apenas unos años, parecía seguir las mismas líneas de fuga hacia la épica bíblica y la espectacuralidad de apocalípticas batallas que duraban toda la peli en sus dos secuelas, Matrix Reloaded (2003) y Matrix Revolutions (2003). Al igual que pasó eventualmente con la trilogía de secuelas de La guerra de las galaxias, las secuelas de Matrix se repusieron de una penosa recepción inicial a un legado más amable ayudado, en parte, por la nostalgia, pero también por razones objetivas. Otros ejemplos del género que respondieron de forma parecida a este nuevo grandiosismo del blockbuster fueron la resurrección fallida de Tim Burton de El planeta de los simios (2001) y el descalabro de Terminator 3: La rebelión de las máquinas (2003), signos claros de la fatiga imaginativa de la ciencia ficción del momento y con menos cualidades redentoras que hayan podido asegurarles un legado un poco menos que terrible.
Este era, sin embargo, el giro que daba la ciencia ficción de principios de milenio en la gran pantalla, es decir: en el esquema de las grandes superproducciones de Hollywood. La serie B, junto a las producciones de menor presupuesto, siempre han funcionado, como hemos visto en nuestra retrospectiva, como un nicho que facilita la extensión de los límites de lo que es posible en la cultura popular con otros objetivos de recaudación, aunque eso no signifique que no tiene sus propias limitaciones y determinaciones. Es curioso comprobar como, pese a su enorme éxito, la influencia de Matrix no se dejó sentir ni en el cine de acción (que pronto sería tomado por la horrible shaky cam, el opuesto tenebroso de los sofisticados trucos de cámara) ni en los blockbuster de género, incluidas sus secuelas, que como acabamos de ver se pasaron a una dirección muy diferente.
Por el contrario, sí dejó su huella en el cine de serie B, donde distopías que jugaban con la idea de un futuro totalitario mezclaban música techno y su mejor intento de acción estilizada para ofrecernos nuevas curiosidades. Es el caso del cine de Kurt Wimmer, director de Equilibrium (2002) y Ultravioleta (2006), con Christian Bale y Milla Jovovich a la cabeza respectivamente. También la adaptación de la serie experimental de Peter Chung Æon Flux (Karyn Kusama, 2005), delirio paranoide protagonizado por Charlize Theron donde la humanidad, arrasada por una plaga asesina, queda recluida en un reducto de autoproducción constante, recabando sus ansiedades en la anticipación de la clonación, tan presente durante el cambio de milenio y tan evocadora de la situación de autocontención y peligro inmune, interno, de las sociedades occidentales de la era.
La ciencia ficción entró en otra fase extraña y contradictoria, que dificulta quizá su lectura histórica, pero disparó la posibilidad de que cientos de creadores dirigieran sus energías a topografías muy diferentes.
Otra extraordinaria joya de serie B del momento vino del director de Cube (1997), Vincenzo Natali, en su thriller de espionaje corporativo Cypher (2002), que asumía la paranoia de la vida cotidiana y las estética hacker de Matrix en otro clásico más de la serie B del momento. Natali volvería a finales de década con su especialmente extraña Splice: Experimento mortal (2009), protagonizada por Adrien Brody, incapaz de cosechar igual de buenos resultados. Otro caso realmente interesante dentro de la serie B fue el de David Twohy con Pitch Black (2000), una pequeña película sobre un puñado de personajes varados en un planeta inhóspito al estrellarse la nave, y que introdujo en la gran pantalla a Vin Diesel en el papel del criminal espacial Riddick. A la que es una efectiva y trepidante cinta de ciencia ficción, que toca todas las claves y más de las necesarias para una producción de tan bajo presupuesto, le siguió unos años más tarde, también dirigida por Twohy, Las crónicas de Riddick (2004), otro ejemplo del giro general de la ciencia ficción hacia la fantasía espacial, que como sus contemporáneas no tiene sus pocos encantos, si bien padece de sus usuales defectos.
En cierto aspecto, la ciencia ficción de la década de los dos mil tiene sus similitudes con la de los años sesenta, en tanto que entró en una era un tanto heterodoxa e inestable donde es difícil ver tendencias genuinas y propias del género, que no fueran parodias o derivaciones de lo anterior o que estuvieran, como hemos visto, marcadas por otras tendencias externas a sí misma. Quizá, de igual forma que los años sesenta sucedían a una era, la de posguerra, de gran fuerza y vitalidad en el género, más de veinte años de distopías cyberpunk y blockbusters espaciales habían hecho mella, haciendo necesaria una renovación. Fuera como fuese, la ciencia ficción entró en otra fase extraña y contradictoria, que dificulta quizá su lectura histórica y, como hemos visto, su propia capacidad para comentar sobre su era, pero disparó la posibilidad de que cientos de creadores dirigieran sus energías a topografías muy diferentes.
Nuevas realidades, viejos subgéneros
Milla Jovovich en la primera entrega de Resident Evil (Paul W.S. Anderson, 2002).
En medio de un cierto agotamiento de la imaginación distópica (aunque no, como veremos más adelante, sin sus notables excepciones) y el giro de la ciencia ficción a las claves de la fantasía, viejos subgéneros que llevaban un tiempo enterrados volvieron a la superficie. Fue el caso del cine de zombis, que desde los años ochenta estaba virtualmente desaparecido (menos por una curiosa doble vida en Japón) y que regresó a principios de siglo fundamentalmente a través de dos franquicias. La primera la inauguró Paul W.S. Anderson, que ya había demostrado su familiaridad con la ciencia ficción en la excelente Horizonte Final (1997), pero que abandonó el terror cósmico y el viaje espacial por el pánico claustrofóbico en una película mucho más dinámica con Resident Evil (2002), donde un equipo de fuerzas especiales desciende a un enorme laboratorio subterráneo tras un extraño incidente biológico.
Con una icónica Milla Jovovich en el papel de Alice, el más reconocible de su carrera, y un gran talento en la dirección y la tensión, Anderson revivió casi por sí solo a los no-muertos lejos de los cadáveres que se alzaban de las tumbas y los convirtió en el resultado de experimentos biológicos corporativos, lo que conectaba con las ansiedades despertadas en la década anterior. Anderson dejaría la franquicia en otras manos, que dirigieron las dos primeras secuelas de la serie, Resident Evil 2: Apocalipsis (Alexander Witt, 2004) y Resident Evil 3: Extinción (Russell Mulcahy, 2007), antes de volver para concluirla en la década siguiente. Mientras tanto, se puso a los mandos del curioso cruce de franquicias Alien vs. Predator (2004), que seguía en gran parte el esquema de Redisent Evil (grupo de inusuales compañeros de armas descienden a peligrosa instalación subterránea y descubren maliciosos secretos corporativos), sin que fuera esto demérito de la película, sino todo lo contrario, comparada con su deleznable secuela, Alien vs. Predator 2 (Colin Strause, Greg Strause, 2007), que es en gran parte el epítome de los peores rasgos de la era: atrofia imaginativa, acción confusa y borrosa tonalidad oscura que impregna la pantalla como el alquitrán.
La segunda franquicia que resucitó el cine de zombis, en claves menos pulp que Resident Evil, no vino de Hollywood, sino del otro lado del océano. Ese mismo año Danny Boyle estrenaba 28 días después (2002), donde Cillian Murphy despertaba en un hospital para encontrarse en un Londres vacío posapocalíptico, recién arrasado por una invasión zombi. La película supuso, quizá más que su análoga, un encomiable soplo de aire fresco que rejuveneció al género, haciendo a los zombis más peligrosos, más rápidos, más mortíferos, y sumiendo su trama, en parte debido a su presupuesto y en parte a su país de procedencia, en una serie de escenas más íntimas que hacían contrastar un logrado lado humano con un verosímil rostro terrorífico del colapso biológico. Estos nuevos muertos vivientes, que a partir de ahora serían casi siempre «infectados», retomaron su lugar en las pantallas hasta nuestros días.
Cillian Murphy se despierta en un Londres devastado en la emblemática primera escena de 28 días después (Danny Boyle, 2002).
La película obtuvo su nada mala pero nada reseñable secuela, 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), donde comentaba sobre su propio carácter de franquicia internacional al mostrar la torpeza de la intervención americana en la plaga. De las diversas imitaciones y películas claramente influidas por esta nueva oleada —como Doomsday: El día del juicio (Neil Marshall, 2008), película de zombis sin zombis—, cabe destacar la nueva y por lo pronto última adaptación de la novela de Richard Matheson Soy Leyenda, que, como ya hemos comentado en otras entregas, había tenido dos previas transformaciones en la gran pantalla con Vincent Price (en 1964) y Charlton Heston (en 1971) a la cabeza. Esta vez le tocó el testigo a Will Smith, convertido ya para este momento en auténtica estrella de Hollywood, y que había hecho su propia incursión a la ciencia ficción unos años antes con la desigual Yo, robot (Alex Proyas, 2004), adaptación del clásico de Isaac Asimov que, en parte por estar un tanto desactualizada y en parte por no ser una gran adaptación, nunca logró encontrar un público estable. Las cosas fueron diferentes con Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007), epítome del cine de zombis de la época, que combinó suficientes claves de la renovación que habían hecho sus antecesoras con elementos del cine comercial para lograr el éxito en taquilla y, en parte, de legado.
El otro subgénero que empezó a plantar su bandera en la gran pantalla fue el cine de superhéroes. Bien es cierto que los superhéroes, género que se había labrado durante décadas en los cómics, había hecho sus incursiones en el cine anteriormente, pero nada había trascendido a la cultura popular más que alguna adaptación un tanto campy de Superman y un puñado de memorables adaptaciones de Batman, especialmente en manos de Tim Burton, que sin embargo habían encontrado el descalabro total del personaje a finales de los años noventa por culpa de Joel Schumacher. La relación de este género con la ciencia ficción tradicional tampoco estaba del todo clara, pues si bien la mayoría de sus personajes vivían en mundos futuristas o más o menos conectados con temáticas tradicionales del género, su inclusión más amplia dentro del mundo del cómic los habían mantenido un tanto a los márgenes.
Es por ello por lo que las películas de superhéroes se encuadraban en estos momentos más cercanos a las adaptaciones de cómics conocidos en general, como ocurrió con La liga de los hombres extraordinarios (Stephen Norrington, 2003), Hellboy (Guillermo del Toro, 2004) y Constantine (Francis Lawrence, 2005), películas que se movían por una tonalidad un tanto grandilocuente y en ocasiones mediocre (con la excepción de Hellboy y sobre todo de su secuela) que marcaba también estas primeras adaptaciones de superhéroes, como el Hulk (Ang Lee, 2003) de Eric Bana o el Daredevil (Mark Steven Johnson, 2003) de Ben Affleck, que se ganó un horrendo spin-off en Elektra (Rob Bowman, 2005), casi tan atroz como la desdeñable Catwoman (Pitof, 2004).
Mientras que estas adaptaciones, un tanto kitsch y desencaminadas, se centraban en personajes y tramas no demasiado futuristas ni dadas al espectáculo de los efectos digitales, otras franquicias tuvieron mejor suerte, como fue la trilogía de Spiderman de mano de Sam Raimi (2002-2007) o la de X-Men, que comenzó Bryan Singer con sendas películas en los años 2000 y 2003 y Brett Ratner dio un final tentativo en 2006. Estas primeras sagas de superhéroes, si bien la iniciada por Singer tendría una vida todavía un poco más larga, sentaron ampliamente las bases para la toma total del panorama del Universo Cinematográfico de Marvel en la década siguiente. La megafranquicia capitaneada por Kevin Feige daría sus primeros pasos a final de década con Iron Man (Jon Favreau, 2008) y El increíble Hulk (Louis Leterrier, 2008), si bien tendría toda la siguiente para dejar la que ya es su impronta indeleble en la industria del cine.
Mientras tanto, es imposible hablar del cine de superhéroes de los años 2000 sin mencionar la adaptación de Watchmen (2009) de Zack Snyder que, pese a no estar a la altura de la novela gráfica original de Alan Moore y Dave Gibbons, visto lo visto parece de lo mejor que el director podía ofrecernos. Pero sobre todo quien dejó su marca indistinguible fue Christopher Nolan con su reimaginación de Batman, primero con Batman Begins (2005) y posteriormente con El caballero oscuro (2008). Esta segunda producción, encumbrada por la legendaria interpretación de Heath Ledger de el Joker, que le valió un Óscar póstumo, se convirtió con rapidez en una de las películas mejor valoradas de todos los tiempos, no digamos ya dentro del subgénero. En todo caso, estas quizá fueron excepciones de un género, el de superhéroes, que no solo empezaba a sonar como una apuesta segura dentro de Hollywood, sino que lo hacía precisamente acercándose a las claves de la franquicia y el universo expandido con las que la ciencia ficción audiovisual llevaba funcionando muchos años, así como una inclinación hacia el espectáculo de efectos especiales que, casi por inercia, las aunaban a la estética y las tramas futuristas de la ciencia ficción, género que difícilmente podría aplicarse a algunas de las adaptaciones de cómic aquí mencionadas, pero que, como veremos en nuestro último artículo, son una parte fundamental del Universo Cinematográfico de Marvel.
Variaciones de lo distópico
Spielberg se basó en los storyboards de Kubrick para llevar A.I. Inteligencia Artificial (2001) lo más próximo posible a la visión original.
No es del todo cierto decir, como no lo ha sido en ninguna de las épocas que hemos examinado (incluidas las más extrañas y las más optimistas), que la ciencia ficción abandonara por completo su tradicional seña de identidad distópica. Y tampoco es necesariamente cierto que lo hiciera desde la marginalidad, pues no fue otro que Steven Spielberg quien curiosamente, aunque en parte determinado por el tono más sombrío y paranoico de la era, dio un giro distópico a su cine que comúnmente había estado asociado con sentimientos más optimistas y fantasiosos. Es el caso de su controvertida A.I. Inteligencia Artificial (2001), reconstrucción de uno de los proyectos que Stanley Kubrick había dejado inacabados después de su muerte. La película tuvo una recepción más bien mala y ha sido objeto de polémica con los años, pues pese a su ambientación surrealista, su larga duración y sus extrañas decisiones creativas, esa misma rareza constitutiva que rodea todo el proyecto puede ser fuente de enorme inspiración y fascinación para quienes difícilmente podrán decir que han visto nunca nada igual.
Las siguientes incursiones del director en la ciencia ficción, sendas adaptaciones de ficciones de los legendarios escritores Philip K. Dick y H. G. Wells, fueron Minority Report (2002) y La guerra de los mundos (2005). Si bien ambas recaban en una misma imaginación distópica de corte pesimista que no encajaba del todo con las lógicas del blockbuster de la era, lograron mejores resultados iniciales gracias a su estrella protagonista compartida, un Tom Cruise en alza, y de nuevo unos efectos especiales digitales que empezaban a alcanzar nuevas cotas de refinamiento y eran capaces de otorgar a cualquier visión distópica el suficiente espectáculo épico de invasiones alienígenas y coches magnéticos como para ganarse a las grandes audiencias.
Estos mismos efectos especiales mantuvieron vivo todavía el subgénero de desastres, que Roland Emmerich, aparentemente incapaz de hacer otro tipo de películas, se dedicó a mantener vivo con El día de mañana (2004) y 2012 (2009), que si bien fueron realmente pioneras en explotar la imaginación en torno al cambio climático, que ya era una preocupación de primera plana pero todavía estaba (y todavía está) lejos de encontrar un correlato ajustado en la gran pantalla, se dejaban llevar en exceso, especialmente en 2012, por el espectáculo catastrofista y el misticismo apocalíptico.
Dwayne Johnson en Southland Tales (Richard Kelly, 2006).
Mucho más aguda en su paranoia catastrofista fue Southland Tales (2006), proyecto con el que Richard Kelly seguiría a su éxito independiente Donnie Darko (2001), y donde mezclaba en todo un excelente pastiche posmoderno la paranoia belicista del terror en su magnificación por las lentes alucinadas de los medios de comunicación de masas, una extraordinaria y tristemente olvidada obra maestra de la era que supo capturar, como ninguna, el espíritu terrible y consumido de su tiempo. Por el contrario la década sirvió para encumbrar a otros directores que con el tiempo tendrían que lidiar con el carácter polémico de su propia reputación, como es el caso de M. Night Shyamalan, quien tras el éxito de El sexto sentido (1999) asentó su nombre en la industria con el curioso drama intimista de superhéroes El protegido (2000), adelantándose en tiempo y en calidad a la oleada de producciones de este tipo en su era, además del thriller de contactos alienígenas Señales (2002), donde una espeluznante y efectiva construcción del misterio, también a la estela de los paranoicos EE. UU. de su época, se descalabra en un giro final decididamente mediocre. La reputación de Shyamalan encontraría sin embargo su punto de inflexión hacia lo peor a partir de El incidente (2008), donde Mark Wahlberg trata de resolver el misterio de una oleada de suicidios masivos. De nuevo, una interesante premisa acababa en el sumidero por un giro directamente estúpido, a lo que no ayudaban toda una retahíla de aspectos técnicos del film, desde la propia actuación, muy por debajo de a lo que el director nos había acostumbrado.
En estos intersticios distópicos, entre el cine de autor, el cine independiente y la industria más comercial, la década nos dejó un puñado de clásicos que tomados aisladamente siguen estando en lo más alto del género en la actualidad. Más cercana a la comedia romántica pero con decididos tonos de ciencia ficción es ¡Olvídate de mí! (Michel Gondry, 2004), reflexión existencialista sobre el papel de la memoria en el amor cuyos personajes han de lidiar con las consecuencias inesperadas de una tecnología que permite eliminar recuerdos de otras personas a voluntad. Otro ejemplo fundamental de la década es Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006), adaptación de la novela de P. D. James en la que la humanidad se enfrenta a una inusitada crisis de fertilidad en la que hace años que no nacen niños. Elevada por el extraordinario talento formal y narrativo de Cuarón, que firma alguna de sus escenas más icónicas, la película no solo se permite ser considerada hoy en día como la obra de ciencia ficción mejor lograda de su era, sino que se encuentra entre las pocas que supo capturar el oscuro y asfixiante panorama de parálisis social de su tiempo con la precisión que es propia del género.
Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006) comentó como ninguna otra película de ciencia ficción del momento sobre la atmósfera de terror y exclusión con la que se impregnaba el clima de inicios de milenio.
Tras el éxito de 28 días después, Danny Boyle regresó a la ciencia ficción con Sunshine (2007), épica espacial con guion de Alex Garland (de quien tocará hablar con extensión en la siguiente entrega) donde una desesperada expedición carga con la tarea de resucitar a un sol a punto de apagarse lanzando una descomunal carga nuclear: una premisa tan descabellada aterriza sin embargo en una feliz excepción a su tiempo, una historia de horror cósmico a lo Horizonte Final que se atreve a tocar también las claves del terror. Pero si hay una de estas películas distópicas difícilmente clasificables que ha escapado criminalmente a la reputación que merece es el debut en el largometraje de Duncan Jones con Moon (2009), drama de aislamiento que sigue a un solitario habitante de la luna, interpretado por Sam Rockwell, en el esclarecimiento que rodea la tarea que le ha sido asignada. La película, que comenta de forma poco habitual sobre las inclemencias del trabajo y las lógicas apisonadoras de la existencia cotidiana en el siglo XXI, llegaba justo tras el estallido de una crisis económica global cuyas consecuencias se harían sentir pronto en todo el mundo.
Este evento marcaría también los cambios posteriores en la cultura de masas, que sin embargo no se harían notar con fuerza hasta unos años después. Pero en estos últimos años veríamos una serie de títulos que sirvieron de puente entre las heterogéneas tendencias de la era y las formas en las que se cohesionarían en la siguiente. En este aspecto es interesante, pese a que pueda parecer lo contrario, Terminator Salvation (McG, 2009), película que trataría en un giro arriesgado con la franquicia, situarse en su totalidad en el futuro posapocalíptico, pero que aun esperado y en parte acertado, llegó demasiado tarde. Los blockbusters de ciencia ficción fantásticas, dados al belicismo y la epicidad solemne, habían empezado a decaer de las grandes pantallas. El camino a seguir lo marcaría una película que, pese a haber inspirado gran parte del futuro de megafranquicias que estaba por venir, no se desarrolló inmediatamente en una. Pero nadie podía quitarle a James Cameron volver a ganar el galardón de película más taquillera de todos los tiempos cuando su Avatar (2009) destronase a la también dirigida por Cameron Titanic (1997) en esta categoría.
Avatar supuso toda una revolución por diversos aspectos, más allá de su arrolladora popularidad (aunque expliquen también esta última), muchos de los cuales formarían la marca distintiva del blockbuster de la siguiente década. Una ambientación distópica pero medianamente optimista, con sus dosis de humor y espectacularidad, era elevada por unos efectos especiales digitales en lo más alto de sus posibilidades históricas. De nuevo, la ciencia ficción demostraba ser el género siempre presente como punta de lanza de los avances en efectos especiales. La película, más allá de su ocasional ingenuidad y su esplendor digital, contenía sin embargo un mensaje antiindustrial y una sensibilidad ecologista que no trascendieron de la misma forma en su época, aunque muchos quisieron ver en su popularidad la expresión del cansancio generacional con la paranoia del terror. La película, al final, operaba con una inversión de los actores donde eran los imperialistas los que ejercían el terror sobre las poblaciones aún no asimiladas a su destructiva máquina de muerte.
Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009) sorprendería a las audiencias de todo el mundo logrando un enorme éxito de crítica y taquilla.
Mientras que Avatar servía de pistoletazo de salida a la carrera por la franquicia más espectacular y exitosa de todos los tiempos, una en la que se quedaría muy rápido atrás, otras películas servían como cierta conclusión de la lógica distópica de la era e inauguración temprana de las líneas que seguiría el subgénero, ahora con mayor conexión con ciertos eventos históricos y sociales, del siguiente momento. Pero en tanto que uno de estos eventos fundamentales, la crisis económica de 2008, empezó a sentirse, no es de extrañar que la extraña sensibilidad afectiva de Gamer (Mark Neveldine, Brian Taylor, 2009), desde el pánico frenético de los videojuegos violentos y Daybreakers (Michael Spierig, Peter Spierig, 2009), desde un colapso ecológico de tintes camp y de terror, comenzase a formar una cierta noción del colapso más definida que la que había ofrecido el cine distópico hasta el momento. Ambas películas se mostraron anticipatorias a medida que la alteración social producida por las nuevas tecnologías digitales y la anticipación del colapso ecológico tomaron la centralidad de la cultura popular de la siguiente década. En estas claves, sin embargo, no hay una obra de final de década equiparable a Distrito 9 (2009), debut del sudafricano Neill Blomkamp que, desde el comentario a las atroces realidades racistas de su país, prefiguraba con su éxito uno de los temas fundamentales de los próximos años: la desigualdad.
Con todo, por mucha de la heterogeineidad y falta de clara dirección de la ciencia ficción de la era, los años 2000 dejaron su propia retahíla de clásicos inmortales del género a la vez que sentaban las bases muy claras de la toma de control total de las franquicias de la era posterior, donde las lógicas comerciales ya comentadas se pronunciaron mucho más. La clásica estrella de Hollywood empezaba a perder poder, y los estudios se lanzaban a la carrera de lograr mantener enormes franquicias armadas por multitud de películas cargadas de efectos digitales, la fórmula total para la mejor recaudación en taquilla. Desde hacía mucho tiempo en la centralidad del blockbuster y el cine de masas, la ciencia ficción tendría mucho que decir al respecto.