Historia del cine de ciencia ficción (VI)
Los años noventa
En la estela del cine de acción, el cyberpunk, los nuevos blockbusters de desastres y los avances en efectos especiales, la ciencia ficción floreció en la década de los noventa para acabar ofreciéndonos multitud de clásicos del género.
Luces, ironía, acción
Tras salir de una de las eras más transformadoras de su historia, la ciencia ficción dejó los años ochenta habiendo solidificado su posición en el panorama cinematográfico internacional, si bien todavía en un lugar incierto a medida que las lógicas del blockbuster y lo comercial iba mutando, determinando fuertemente qué podía representar y expresar el género, que ya era toda una punta de lanza de la industria. Esto condujo a la reapropiación y repetición de fórmulas que se estaban dando en géneros adyacentes, así como la apuesta por grandes visiones realizadas en películas de alto presupuesto, que trataban de ganarse al público a través de mundos ricos y sofisticados y visiones majestuosas permitidas por los últimos avances de los efectos especiales y que, si bien andaban en terreno más firme que algunas superproducciones de la década anterior, dejaron también una serie desigual de éxitos y fracasos de taquilla.
Una de las tendencias fundamentales que determinó el cine de ciencia ficción, especialmente a comienzos de década, no fue otra que la que ya exploramos al final de nuestra anterior entrega: las sinergias con la creciente popularidad del cine de acción. Haciendo uso de la estela del éxito de Terminator (James Cameron, 1984), Robocop (Paul Verhoeven, 1987) y Depredador (John McTiernan, 1987), la industria se lanzó por completo al blockbuster de acción de ciencia ficción, con multitud de secuelas a estas sagas, que rápidamente se acabarían formalizando en auténticas franquicias de culto. Es el caso de Robocop, que recibió sendas secuelas en 1990 y 1993. Mientras que Robocop 2 logró mantener el tono salvaje y violento de la primera sin ser capaz de llevarlo a ningún lugar nuevo meramente interesante, la tercera entrega por el contrario introdujo un mensaje social mucho más agudo que, sin el rating para adultos y sin Peter Weller, llegaba demasiado tarde. Si bien ambas películas son rara vez recordadas, siempre a la sombra de la primera, no han envejecido tan mal como se podría pensar, y siguen siendo sólidas cintas de la mejor ciencia ficción de serie B de la época.
Arnold Schwarzenegger regresó en Terminator 2 para encarnar al personaje más icónico de su carrera.
Mucho más éxito, incluso mucho más que su primera entrega, acabó logrando Terminator 2: El juicio final (James Cameron, 1991), secuela que Cameron aprovechó para hacer un soft-reboot de su saga, esta vez con una Sarah Connor de armas tomar y un Arnold Schwarzenegger en el bando de los buenos, que capturó la imaginación de toda una generación con sus efectos especiales revolucionarios, especialmente en el caso de los efectos de metal líquido del T-1000, interpretado por Robert Patrick, una enorme evolución de la misma tecnología que había usado para el ser acuático de Abyss (1989). Si bien sigue siendo hoy la mejor recordada y valorada de la saga, no es difícil ver que Terminator 2: El juicio final ejerció una pequeña traición a la presencia implacable y sanguinaria de Schwarzenegger de la primera entrega, seña de la tonalidad general más despreocupada e irónica que ya llevaba un tiempo reinando en la industria cinematográfica en general, pero en especial en estas producciones entre la ciencia ficción y el cine de acción.
Quizá el caso más desastroso de esta tendencia sea Depredador 2 (Stephen Hopkins, 1990), un mejunje extraño con Danny Glover a la cabeza, lleno de incongruencias de tono, momentos paródicos que rozan lo ofensivo y, sobre todo, nada de la paranoia colonialista y el profundo sentido de amenaza y peligro que había teñido la película original y la propia figura del Depredador, que tardaría muchos años en tener una rehabilitación medianamente decente después de este descalabro.
A principios de los ochenta, a medida que el Bloque Soviético colapsaba y los EE. UU. salían victoriosos de la Guerra Fría, se empieza a instalar un sentido de victoria histórica que parecía predecir que la economía de mercado y las democracias liberales estaban en camino de exportarse a todo el globo, lo que provocó una fuerte sensación de pérdida de sentido histórico y derrota de la imaginación y alternativas al capitalismo. La ciencia ficción aprovechó gran parte de esta sensación terminal pero extrañamente celebratoria en sus visiones cyberpunk, que combinaban una especie de pesimismo sobre el poder de las corporaciones y la digitalización y tecnologización total de la vida cotidiana a la vez que jugueteaba de forma inocente con las promesas que esa propia tecnología parecía vehicular, desde la utopía hacker de la doble vida de libertad absoluta en la red, epitomizadas en su sentido más juvenil y despreocupado en Hackers, piratas informáticos (Ian Softley, 1995), al transhumanismo que prometía la disolución de las barreras biológicas del ser humano por medio de la tecnología, como expresaban los innumerables ciborgs y seres digitales que poblaron las pantallas de esta década.
Dotados de esta atmósfera estética del cyberpunk, el sentido cínico del «fin de la historia» y la popularidad del cine de acción, numerosas películas de serie B trataron de hacerse cargo de esta explosiva mezcla de tendencias. Es el caso de algunas joyas de la serie B de la época, como Nemesis (Albert Pyun, 1992) o Fortaleza infernal (Stuart Gordon, 1992), pero con las señaladas incorporaciones de héroes de acción como un desatado Rutger Hauer en Segundo sangriento (Tony Maylam, 1992), un delirio thrash que hace bien en no tomarse en serio, así como a un icónico Jean-Claude Van Damme en Soldado universal (Roland Emmerich, 1992), que generó una retahíla de secuelas de ínfimo presupuesto, y sobre todo Timecop, policía en el tiempo (Peter Hyams, 1994).
Pero quizá no haya una incorporación más sonada al género que la de Sylvester Stallone en Demolition Man (Marco Brambilla, 1993), en la que encarna a un policía que es sacado de su prisión criogénica en el futuro para dar caza a un viejo rival, interpretado Wesley Snipes dándolo todo, que ha escapado del mismo sueño criogénico. Si bien su absoluta genialidad cómica y una serie de interpretaciones iluminadas han logrado un merecido estatus de culto de la película, Demolition Man es un buen ejemplo de los peligros de la hiperironía del momento, que era capaz de disolver con mirada ácida la saturación de lugares comunes de la cultura popular, muy aguda para reírse de lo absurdo de la situación, pero incapaz de formar ningún discurso o mensaje meramente propositivo que la facilitación para glorificar aquello de lo que uno se reía en primer lugar, además de los comunes toboganes reaccionarios que conducen a la topografía que siempre se mantiene cuando se finge no comprometerse con nada, aquella propia del statu quo, como lo son el machismo, el vigilantismo o la resignación ante la autoridad.
Gran parte de esta tendencia de películas de acción, leídas en el contexto de turbulencia social y ascenso del crimen violento en los EE. UU., acaban por glorificar la imagen militarizada e implacable del poder policial. Algo así había logrado, aunque su intención fuera la sátira, Robocop, pero también lo haría el propio Stallone con Juez Dredd (Danny Cannon, 1995), cuyo sangrante contraste con la película de más de quince años después es suficiente muestra de esta tendencia. Algo similar pasaba con la figura de la mujer en la ciencia ficción del momento, que imbuida de lo que Elisa McCausland y Diego Salgado llaman el posfeminismo (una visión infantilizada y frívola de la liberación femenina, atrincherada en la ironía y la mera performatividad estilística de la emancipación), nos dieron numerosos desastres como Tank Girl (Rachel Talalay, 1995), adaptación fallida del aclamado cómic de culto, o Barb Wire (David Hogan, 1995), así como la serie de películas de serie B iniciadas por Species (Especie mortal) (Roger Donaldson, 1995). Estas películas, si bien suponían ciertos avances al poner a protagonistas femeninos en el cine de género, eran incapaces de escapar de la hipersexualización y la frivolidad cínica del posfeminismo.
Desafío total se convirtió en otra exitosa adaptación de Philip K. Dick tras Blade Runner.
Quizá no haya un mejor ejemplo de este cruce entre la destrucción apocalíptica potenciada por los efectos especiales y la tonalidad humorística de la sátira a medio camino que el cine de Paul Verhoeven, más ácido que ninguno pero de igual manera más dado a dejar que sus películas puedan acabar glorificando lo que se pretendían denunciar, como acabó pasando con el legado de Robocop. Quizá no sea el caso de Desafío total (1990), adaptación de un relato de Philip K. Dick protagonizada por un hilarante Schwarzenegger, lo suficientemente sofisticada en su mensaje e inteligente en su ejecución como para no ser tan solo un entretenido y trepidante viaje de acción, sino una crítica a las inclemencias del trabajo y el escapismo que el propio cine de Hollywood suponía en aquel momento. Más peligrosa en su ejecución fue Starship Troopers: Las brigadas del espacio (1997), regreso del director al género de mano de la novela militarista y filofascista de Robert H. Heinlein publicada originalmente en 1959, y que Verhoeven parecía confiar en que fuera tan exagerada en su adaptación que la parodia quedara clara y el mensaje original de la novela se invirtiera, si bien el potencial de la propia peli de seguir jugando al ejercicio infinito de las inversiones irónicas todavía es debatible.
En todo caso, toda esta oleada de películas de acción, de estética cyberpunk y cierto aroma de serie B (cuando no dentro de la serie B más pura), nos dejaron multitud de joyas de culto e interesantes secuelas o inicios de franquicias, si bien es imposible entender las formas en las que han envejecido mal cuando el contexto de celebración ambigua de ese momentáneo «fin de la historia» pasó rápidamente de moda, especialmente a principios de la década siguiente, pero no sin mostrar sus signos de fatiga a mediados y finales de década.
Plagas, meteoritos y otros apocalipsis
Kurt Russell interpretó al coronel Jack O’Neill en la épica interdimensional Stargate, puerta a las estrellas.
Otra tendencia fundamental del cine de ciencia ficción de los años noventa fue el intento por reformular el blockbuster del género emancipándolo de la influencia del cine de acción y de la fantasía espacial de la década anterior. Una figura crucial de la transición del cine de ciencia ficción hacia la película de desastre fue Roland Emmerich, quien hoy en día se ha convertido en sinónimo de este subgénero. Emmerich había comenzado la década con la curiosa pero olvidable Estación lunar 44 (1990) y la ya mencionada Soldado universal (1992), para continuar con una película que subía las apuestas y ciertamente el presupuesto, Stargate, puerta a las estrellas (1994), una épica interdimensional que combinaba el mito de los antiguos astronautas (la idea de que las antiguas civilizaciones humanas fueron visitadas por alienígenas que confundieron con dioses) con una sugerente tecnología de portales que servían de paso entre planetas. La película, que inauguró una popular franquicia televisiva, confirmó también el paso de Emmerich a las superproducciones épicas. Unos años después regresaría con el enorme éxito de Independence Day (1996).
Pese a beber de las películas clásicas de invasiones alienígenas, la cinta de Emmerich está muy lejos de la ansiedad atómica de las películas de los años cincuenta, y sin embargo está imbuida de un excepcionalismo norteamericano perfectamente concordante con la era del «fin de la historia», sumado a un antagonismo bélico que, si bien rehuía de la ironía de Verhoeven, recaía en el opuesto del fanatismo patriótico y legitimador del establishment. El giro satírico a los clásicos de invasiones alienígenas de los años cincuenta lo firmó Tim Burton con Mars Attacks! (1996) perfecta muestra de la hibridación y estilización excesiva de la época, que poca conexión tiene con los clásicos de los que bebe como una mera estética camp y descontextualizada, un ejercicio que ciertamente contiene sus risas y su encanto, pero que a la larga está condenada a enfrentarse a la intrascendencia.
Los dinosaurios de Parque Jurásico (Jurassic Park) fueron una de las primeras expresiones del enorme potencial de los efectos digitales.
Este desajuste entre los elementos que se quiere referir y su sentido actualizado a la época quedó de manifiesto con la siguiente película de Emmerich, Godzilla (1998), bastardización especialmente sangrante del clásico japonés por un director que admitía no tener ningún interés en el material original, y que convirtió al epónimo kaiju en una iguana gigante que carecía por completo del terror cósmico del coloso original. Este diseño tan extraño, que convertía a Godzilla en una especie de velocirraptor colosal, tenía su clarísima razón de ser en el éxito de Parque Jurásico (Jurassic Park) (1993), excelente adaptación de Steven Spielberg de las novelas de Michael Crichton que generó su propia saga de superproducciones. La saga de Parque Jurásico bebía ciertamente de los lugares comunes de la ciencia ficción de la época, pero Spielberg parecía saber canalizar la ingenuidad del momento a un optimismo infantil más que a una hiperconciencia cínica, lo que ha favorecido mucho el recuerdo de la película original y de la saga en general, pese a la desigual reputación de sus secuelas.
Tras salir de una de las eras más transformadoras de su historia, la ciencia ficción dejó los años ochenta habiendo solidificado su posición en el panorama cinematográfico internacional.
Roland Emmerich no fue el único director que hizo su nombre con el cine de catástrofes. Es imposible hablar de las superproducciones de ciencia ficción de los noventa sin hablar de Armageddon (Michael Bay, 1998), el fastuoso blockbuster protagonizado por Bruce Willis y Ben Affleck y una de las primeras películas de Bay, que empezó a asentar su grandilocuente y explosivo estilo. Si bien Armageddon, donde unos trabajadores del petróleo se embarcan en una misión espacial para detener un asteroide que se dirige a la Tierra, estaba lejos de tener un guion refinado y un mensaje inteligente, demostraba que las capacidades de la ciencia ficción de arrasar en la taquilla seguían en buen estado pese a que el tono irónico que la había determinado empezara a diluirse. El estreno ese mismo año de Deep Impact (Mimi Leder, 1998), superproducción con un argumento casi idéntico, demuestra el sólido puesto que ya había logrado el género en la industria.
Jodie Foster canalizó el renovado interés por el contacto alienígena en el clásico del género Contact.
No todo fueron historias felices en estas superproducciones, como muestra el caso de Waterworld (Kevin Reynolds, 1995), la visión posapocalíptica de Kevin Costner que trataba de imaginar un Mad Max en un mundo en el que el océano ha cubierto toda superficie del planeta. Aunque la cuestión de la subida del nivel del mar conectaba con las crecientes preocupaciones medioambientales que tomarían la primera plana en el siguiente milenio, la premisa suponía un conjunto nada desdeñable de dificultades que, sumado a todo tipo de incidentes y un descalabro final de taquilla, convirtieron la película en una leyenda de las producciones desastrosas, si bien se deja ver con el tiempo y descontextualizada de su historia de producción, aunque resulte chocante el contraste de su pobre y un tanto chorra argumento con su evidente descomunal presupuesto.
No deja de ser curioso que, entre todos estas superproducciones dadas a la grandilocuencia y la explosividad, tratando de sacar todo el rédito posible a la espectacularidad del desastre potenciado por los avances en los efectos especiales digitales, una película que logró un importante éxito en su momento y se ha asentado como un clásico de la época fue la más cerebral y pausada Contact (Robert Zemeckis, 1997). La película protagonizada por Jodie Foster hace su uso de los efectos especiales, pero puestos al beneficio de la historia más que del espectáculo, y logra formular una visión más cercana al thriller científico que al cine de invasiones extraterrestres, pese a las altas ambiciones de su trama y su premisa. La película es también cierto punto de llegada de un resurgimiento en los años noventa de las preocupaciones sobre abducciones, visitaciones alienígenas y conspiraciones gubernamentales, potenciadas por el gigantesco éxito en televisión de Expediente X, franquicia que siguió produciendo temporadas y películas hasta bien entrado el milenio.
Ghost in the Shell se ha convertido con el tiempo en una de las cintas de anime que más han trascendido en la cultura popular internacional.
Al hablar de la ciencia ficción televisiva de los años noventa es imposible no mencionar la irrupción del anime en el panorama televisivo internacional, que inundó los televisores del planeta con un sinfín de series que determinarían a toda una generación que creció en los noventa y principios de los años dos mil, cuyo principal acceso a la ciencia ficción y la ficción en general sería a través de la animación de importación japonesa, lo que explica la buena salud del género en nuestros días. El anime hizo su irrupción en el cine con nombres como Satoshi Kon y Hayao Miyazaki, pero en el caso de la ciencia ficción se saldó con clásicos como Ghost in the Shell (Mamuro Oshii, 1995), así como la antología Memories (Katsuhiro Ōtomo, Koji Morimoto y Tensai Okamura, 1995), que supuso el regreso de Ōtomo al mainstream después de haber catalizado el éxito internacional del anime gracias, en parte, a su película Akira (1988).
Sigue al conejo blanco
Bruce Willis y Milla Jovovich en El quinto elemento.
A medida que avanzaba la década y se apagaban el sentido de autoconciencia exagerada y la sensación terminal de fin de la historia, el tono irónico y de pastiche se fue debilitando, dejando paso a una ciencia ficción más solemne y comprometida con temas distópicos más clásicos. Con todo, la tendencia del pastiche y la ironía concluyó con un acertado punto de llegada Men in Black (Hombres de negro) (Barry Sonnenfeld, 1997), que también bebía del renacimiento del interés en abducciones y conspiraciones despertado por Expediente X. La película se ganó su éxito en su momento e inauguró su propia franquicia, si bien resultó toda una excepción en un género que empezaba a abandonar las coordenadas de la parodia.
Otro ejemplo interesante que juguetea con el pastiche fue El quinto elemento (Luc Besson, 1997), fantasía espacial entre la comedia y la épica cósmica que reunía a Bruce Willis y una ascendente Milla Jovovich, que si bien estaba repleta de humor y autoconciencia, lo hacía desde una perspectiva enraizada en la tradición de la ciencia ficción francesa y no tanto la estadounidense. Algo similar ocurre con las películas de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, quienes habían comenzado la década codirigiendo el drama posapocalíptico Delicatessen (1991), donde el tema del canibalismo se mezcla con el estilo gótico de Tim Burton, una visión fantasiosa a la vez que inquietante que repitieron con éxito en La ciudad de los niños perdidos (1995). Jeunet acabaría dirigiendo la cuarta entrega de Alien en Alien: resurrección (1997), película ciertamente extravagante metida de lleno en la autoconciencia y el pastiche. El tono enrarecido de Alien: resurrección ciertamente dificultó la acogida de la película en su momento, pero pasados los años es imposible no encontrar un enorme valor en sus extravagancias, especialmente en contraste con la pobre y triste producción de David Fincher de unos años antes, Alien³ (1992).
Mientras tanto, una serie de películas más cercanas al tono y los temas de la distopía clásica seguían lejos de la centralidad, pero han logrado con el tiempo su merecido estatus de culto. Es el caso de la retorcida visión de Terry Gilliam 12 monos (1995), que reunía a un reparto estelar en un remake del clásico experimental El muelle (La Jetée) (Chris Marker, 1962) y jugaba con las ansiedades contemporáneas sobre el terrorismo biológico despertadas por los avances en clonación y manipulación genética. Los peligros sobre la ingeniería genética toman la centralidad también en el clásico distópico Gattaca (Andrew Niccol, 1997), ambientado en una sociedad futura divida entre los perfectos productos de la ciencia genética y los imperfectos seres humanos concebidos sin intervención, pero que recababa parte de su imaginario en la carrera espacial, un pozo de instinto utópico que estaba un tanto seco para aquel entonces.
Por otro lado, Paul W. S. Anderson, antes de lanzarse de lleno a la franquicia de Resident Evil, dirigió la fabulosa Horizonte final (1997), reconversión del género del terror espacial inaugurado por Alien que sin embargo viraba hacia las más tradicionales pero igualmente efectivas geografías del horror cósmico, con Laurence Fishburne y Sam Neill en el zenit de sus carreras. La ciencia ficción regresaba a enclaves más sombríos y siniestros, que sin embargo incorporaban nuevas preocupaciones sobre la pérdida de agencia humana en la intervención sobre sus propios sistemas de gobierno. Esta concepción fría y despersonalizada pero igual de despótica del poder quedó epitomizada por Cube (Vincenzo Natali, 1997), clásico de culto del cine de bajo presupuesto que capturaba a la perfección esa nueva sensibilidad nueva del individuo frente al poder: el sistema capitalista global se mueve sin dirección ni forma de dominarlo, y sus consecuencias a la larga serán sangrientas y despiadadas.
Nuevas visiones oscuras del futuro próximo que tocó con precisión también Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995). La película protagonizada por Ralph Fiennes, deudora del cine negro y de clásicos como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), comentaba sin embargo tanto sobre el contexto de turbulencia social en los EE. UU. como sobre los excesos de la propia espectacularización y autoconciencia excesiva que marcaba la cultura popular del momento. Quizá demasiado precoz, la película de Bigelow sin embargo sirvió como pistoletazo de salida para una oleada sin precedentes de nuevas distopías que centraban su atención en las posibilidades de la realidad virtual, un tema que había llegado al cine (mucho después que a la literatura) al menos desde El mundo conectado (Rainer Werner Fassbinder, 1973) y TRON (Steven Lisberger, 1982). Pero ahora, a la luz del incipiente Internet y las nuevas tecnologías digitales, la realidad virtual cobraba un nuevo sentido de anticipación y ansiedad a la vez que disponía de nuevas herramientas técnicas para su realización en la gran pantalla.
Los primeros intentos de romper el hielo en el tema no fueron, sin embargo, demasiado exitosos, en parte por el aún lento desarrollo de las tecnologías de efectos digitales y el opresivo ambiente irónico de principios de década, que explican el fracaso de El cortador de césped (Brett Leonard, 1992), adaptación de una novela de Stephen King que ha ganado sus adeptos con los años pese a lo mal que han envejecido sus efectos. El propio Leonard dirigiría el thriller policial Virtuosity (1995), donde Denzel Washington persigue a un villano digital encarnado en un cuerpo artificial interpretado por Russel Crowe, una película decididamente original y loca, pero perdida en sus propios excesos.
La cuestión de la realidad virtual no alcanzaría su mejor versión hasta que se unió con la tendencia incipiente de las distopías más siniestras y retorcidas de los noventa y tomó el panorama por completo a finales de la década. Un caso interesante, un tanto adyacente a la ciencia ficción tradicional pero con su clara conexión con el tema, fue El show de Truman (Una vida en directo) (1998), genial tragicomedia de Peter Weir con Jim Carrey comentando sobre su propia condición de superestrella, ciertamente cómica en su tono pero capaz de reconectar con temas existenciales de gran calado. En una dirección completamente opuesta se dirigía la tristemente olvidada Dark City (Alex Proyas, 1998), que recababa en los imaginarios del cine negro y el pulp para ofrecer una visión igual de tétrica y aprehensiva que Cube sobre la naturaleza irreal y construida de nuestra existencia compartida.
El año siguiente vio la irrupción total del tema desde todo tipo de enclaves. Desde la serie B, Nivel 13 (Josef Rusnak, 1999), adaptación de la misma novela que había inspirado Un mundo conectado, jugaba con acierto con la paranoia digital sobre la realidad virtual, si bien sin el suficiente presupuesto para traspasar la conciencia popular del momento pero habiéndose asentado como una joya marginal de la era. Desde una óptica completamente diferente nadie menos que David Cronenberg dejó su versión del tema en eXistenZ (1999), que se inspiraba en la también incipiente incursión de los videojuegos en la vida cotidiana para mostrar una versión más desencantada y desconectada de otras estéticas anteriores, pero logrando si cabe un mayor nivel de horror y ansiedad anticipatoria por ese mismo tono aséptico y vacío, como un escenario de un videojuego de los años noventa.
Matrix volvió a demostrar que la ciencia ficción siempre ha estado a la vanguardia de la revolución en efectos digitales.
Claro que, pese a la gran riqueza que aportaron esta oleada de distopías sobre la realidad virtual, ninguna es hoy en día mejor recordada que Matrix (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999). El enorme éxito cosechado por la película, que coronó la década como una cierta culminación de la ciencia ficción de la era, fue precisamente la forma en la que supo recoger multitud de influencias minoritarias, desde la estética cyberpunk de Giger, el espectáculo de las artes marciales hongkonesas y el Gun Fu, hasta la opresiva atmósfera existencial que acarreaba aparente éxito global del neoliberalismo en un producto final nada menos que revolucionario.
Los nunca antes vistos efectos especiales de Matrix, puestos al uso de una trama trepidante y universal, fueron capaces de formular una visión que era a la vez profunda en su calado filosófico como accesible, entretenida y ciertamente espectacular. El impacto histórico de Matrix cambió para siempre las lógicas del blockbuster y el panorama de la ciencia ficción del momento, que no vería una transformación similar desde los años de La guerra de las galaxias. Curiosamente, ese mismo año George Lucas había regresado a su franquicia estelar con el estreno de la primera de su trilogía de precuelas: La guerra de las galaxias. Episodio I: La amenaza fantasma (1999), una película que sin embargo anunciaba un nuevo rejuvencimiento de la fantasía espacial que, sin embargo, pertenecía a la era que se originaba en el cambio de milenio.