La llegada de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019) a los cines puso el mundo del cine occidental patas arriba. Su irrupción en la pasada gala de los Óscar en la que se consagró como la mejor película del año abrió muchas ampollas dentro de los sectores más conservadores de la cinematografía americana, pero también logró poner, aunque fuera por un breve instante, al cine oriental en boca de todos. Bong Joon-ho logró lo impensable, pero consiguió algo muchísimo más importante que cualquier estatuilla, ya que gracias a su película transmitió al mundo un mensaje: el cine asiático está ahí, disfrutadlo.
Koreeda es uno de esos extraños tesoros que uno se encuentra rebuscando entre el extenso contenido que puede llegar a ofrecer Filmin. Al repasar su filmografía, cuesta creer que no sea más conocido en el resto del mundo, más allá de los cuatro cinéfilos de turno que siempre necesitan nuevo material que devorar. No obstante, analizando el contenido actual que frecuentemente nos llega de Japón, tampoco es de extrañar. Occidente está acostumbrado a relacionar directamente el cine japonés con el anime, pese a que haya mucho más escondido tras las obras maestras que son Your Name (Makoto Shinkai, 2016) o las películas de Miyazaki y su Studio Ghibli. Así mismo, la densidad y profundidad que a menudo ofrece el cine de autor asiático no casa bien con las prisas a las que nos somete el mundo, por lo que es fácil entender que no muchos aguanten las cuatro horas de metraje de An Elephant Sitting Still (Hu Bo, 2018). Pese a todo esto, Koreeda logra, en casi todas sus películas, un balance perfecto entre la poética y el entretenimiento. Así ocurre en Air Doll (2009), una película sobre una muñeca hinchable que cobra vida, acompañada de una preciosa banda sonora que recuerda a las cajas de música. Divertida y entrañable, a la vez que enormemente poblada de ese existencialismo propio de los autores asiáticos, Koreeda se pregunta si hay alguien en el mundo que no esté vacío por dentro. Sin embargo, si hay una palabra que resume a la perfección la mayoría de películas de Koreeda, esa es «familia». Y es que el japonés hace de este el tema principal de su filmografía salvo alguna excepción. Tras unos intentos desastrosos para la crítica de entrar en el cine, viniendo del mundo del documental, el japonés encontró en Nadie sabe (2004) la fórmula para demostrar todo su potencial. Un drama hecho y derecho, divertido a partes iguales, pero también desgarrador, que nos envuelve con la inocencia de sus cuatro pequeños protagonistas que esperan la vuelta de su madre.
El personaje del niño es un recurso fundamental en cualquiera de las películas de Koreeda. En muchas, es el motor principal de la película, aunque no sea el protagonista, como en De tal padre, tal hijo (2013). Al fin y al cabo, el director es consciente de que el niño es el centro de la gran mayoría de los núcleos familiares y, como tal, su mera existencia provoca que las decisiones del resto varíen en consecuencia. Esto nos sirve para sentir el amor que los padres sienten, pero también el egoísmo propio que los empuja a hacer de sus hijos todo lo que ellos no pudieron ser. De tal padre, tal hijo cuenta, además, con un mensaje oculto que Koreeda explora aún más profundamente en Un asunto de familia (2018): nuestra familia es la que escogemos, no en la que nacemos. Niños que sufren malos tratos o que son abandonados de pequeños, recogidos por una pareja que viven en la casa de una mujer que nadie tiene que ver con ellos, pero que les trata como si fueran sus hijos. Una familia pintoresca, formada no por la sangre, pero unida por el amor que sienten entre ellos; una hermosa fantasía que, por desgracia, no tarda en enfrentarse con la realidad de un mundo que no piensa ni siente como ellos.
Otro recurso recurrente en las películas del japonés es el del personaje que no está. Aquel que, por desgracia, ya se ha ido. El muerto se hace presente y forma parte de la vida de los demás, incluso aunque estos no lo quieran. En Nuestra hermana pequeña (2015), tres mujeres conocen en el funeral del padre que las abandonó a una nueva hermana pequeña para ellas. La toman como una más, y todas van a vivir juntas como si nada les separase, porque ni el apellido las separa.
El ciclo Still Walking – Después de la tormenta
Still Walking (Caminando) (2008) y Después de la tormenta (2016) cuentan dos historias radicalmente distintas para un mismo personaje: Ryota Tokoyama (Hiroshi Abe). Una especie de puesta en escena de sí mismo para Koreeda, en la que primero habla como hijo, y, después, como padre. En Still Walking, se representa como la decepción que no siguió el camino que su padre quería para él; perseguido, además, por la sombra de su fallecido hermano que siempre sería todo lo que se esperaba de él. Un hombre triste, que se siente desdichado y que odia la casa de sus padres, intenta encontrar refugio en una nueva familia junto a la mujer que ama y el hijo de esta que, por desgracia, no consigue hacer sentir suyo.
Por otra parte, Después de la tormenta cuenta la historia de un novelista divorciado que sigue amando a su exmujer, y que se lamenta de las decisiones que lo apartó de ella y de su hijo. Un hombre que detesta darse cuenta de todo lo que comparte con su difunto padre, un hombre endeudado y adicto al juego, que nunca se preocupó de nadie más que de sí mismo. Bloqueado y sin blanca, hace lo imposible por pasar un solo día completo haciendo de padre, demostrándose así mismo que es capaz de amar y ser mejor de lo que fueron con él. Personajes opuestos en forma de ser, pero que representan una parte misma del autor, y también de todos los padres del mundo: mitad amorosos, mitad egoístas; mitad padres, mitad humanos.
El costumbrismo japonés
La obra de Kore-eda rezuma de un costumbrismo bastante común en el cine asiático. No son filmes que cuenten grandes problemas para la humanidad, sino diminutas obras que hablan del hombre y lo que rodea su vida. Realismo en estado puro, Koreeda hace de sus personajes tradición, sin olvidar el avance del mundo a su alrededor. Uno de los grandes choques culturales al pasar al cine oriental desde películas como Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995) está en la forma en la que se relacionan las personas. Cuando vemos a Jesse y Céline juntos por Viena, podemos perfectamente visualizarnos a nosotros mismos en esas calles, rodeando con el brazo a nuestra pareja o charlando distendidamente con desconocidos con toda la cercanía posible. No obstante, cuando en la pantalla dos japoneses se relacionan, lo hacen con tal distancia que a veces es difícil sentirse identificado. Cuesta un trabajo porque siempre nos resultará «raro», porque no tenemos esas costumbres. Pero, aún así, la barrera cultural se difumina a través de la forma y del fondo del director. Las imágenes son preciosas. Grandes ciudades o pequeños pueblos, dan igual. No se sienten agobiantes. El director escoge pocas localizaciones que cualquiera puede reconocer y hace vida en ellas. La música es perfecta. No se deleita con grandes piezas o estridentes sonidos de guitarra y batería, sino que se siente a gusto en el mismo minimalismo que le da a todo lo demás. Sonidos de piano o xilófonos, algún instrumento de viento de vez en cuando, pero siempre suave y acunante, como las olas del mar por la noche. Por otro lado, los personajes se sienten reales, y su amor también. A Koreeda no le importa de dónde seas o cuántos años tengas. Da igual que las costumbres sean distintas, porque habla un idioma que es universal para todos. Da igual cómo sean los funerales o su idea de honrar a los muertos, ya que todos lloramos cuando alguien se ha ido. Da igual cómo vivan, porque sienten como tú.