Revista Cintilatio
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Mandy (2018) | Ensayo

Amor envuelto en ácido
Mandy, de Panos Cosmatos
Panos Cosmatos, director enérgico donde los haya, dirige una película inclasificable y alucinada sobre la venganza, el amor inmortal, el sectarismo y la locura que nunca pierde de vista un fuerte espíritu pulp y un gusto exquisito por lo poético.
Por David G. Miño x | 3 abril, 2022 | Tiempo de lectura: 7 minutos

Panos Cosmatos es un cineasta único, con un mundo interior y una visión artística lo suficientemente alejada del camino marcado como para ofrecer un tipo de obra fílmica que debe ser vista con otros ojos, tratada con otra sensibilidad, y como poco interpretada bajo otros baremos. Los márgenes, lo atmosférico, directamente lo poético, encuentran en la obra de Cosmatos un reducto de convergencia, en el que todo lo que entendemos por cine, o lo que entendemos por narrativa fílmica, se deshace en imágenes concebidas desde la estética y enclavadas en el mismísimo infierno visual: donde casi podemos encontrar una afinidad entre lo hortera y lo minimalista, lo único y lo disparatado, lo poético y lo ininteligible. Lo terrible y lo bello, todo fluyendo en un único impulso dramático que coloca al espectador en la tesitura de guardarse de lo inverosímil y entrar, abierta y frontalmente, en lo sensitivo. Porque con Mandy (2018), el director se confirma como un talento creativo absolutamente marginal, como un compositor de imágenes pesadillescas y lisérgicas que funcionan como una creación mitológica en la que no hay personajes, sino símbolos, en la que no hay historia, sino epopeyas, en la que todo lo visto es integrado a base de sensaciones y emociones. Cosmatos rehuye abiertamente un montaje conocido, o una exposición cómoda, y desnuda su creación con imágenes teñidas de rojo y de morado, con ese grano fílmico tan marcado y carismático, con esa inspiración ochentera, con referencias lovecraftianas de terror cósmico, con sonidos de ultratumba que recogen los miedos primarios y son escenificados a base de atmósferas.

Realmente, podríamos definir Mandy como una película de venganza. O sobre la venganza, de hecho. En la que una mujer, la del título, se convierte en objeto de deseo de un líder sectario desequilibrado y megalómano con las ansias de poder y de sangre por las nubes, y el marido emprende una cruzada hacia el abismo para vengar al amor de su vida. Todo bastante común, en realidad, de no ser porque Cosmatos lo envuelve en su aura enfermiza de sangre y vísceras y convierte lo convencional en extraordinario, siempre a través de la forma y del sentido alegórico con el que enfrenta el propio acto de la venganza y la simbología que se extrae de cada uno de las muy locas escenas que acomete, siempre manteniéndose en equilibrio en la línea que separa lo fascinante de lo grotesco. Y ahí están Nicolas Cage y Andrea Riseborough, dos representaciones puras de lo que busca Cosmatos con su obra: elevar lo mundano hacia lo excepcional. Si bien Cage ya es de por sí mismo un símbolo, puede que incluso un género —uno que adoro, todo sea dicho—, no es menos cierto que es un actor portentoso, con una gestualidad y un modo de enfrentarse a sus personajes que trasciende toda lógica, tan abiertamente enloquecido como serio y comprometido. Y se nota en cada una de sus creaciones, que lo que busca es crear algo nuevo desde el desprejuicio, algo que consigue y con creces en Mandy, interpretando al vengador solitario sin nada que perder que emprende una vendetta contra la noche y la muerte con ánimo suicida: el superhéroe sangriento definitivo, entregado al espíritu pulp de la serie B, reformulando su propio género y enfocando sus virtudes hacia lo lírico y lo macarra, todo a la vez. Y luego ella, Andrea Riseborough, la actriz más inclasificable de los últimos tiempos, capaz de resultar frágil y poderosa, dañada y furibunda. Destructiva y sensible. Su interpretación es sobre la que se sustenta la totalidad de la obra de Cosmatos, pues es capaz de inducir un estado de fascinación sobre su personaje, sobre su pasado, sobre quién es ella en realidad, sobre su interior, que impregna cada segundo del metraje y lo convierte en algo místico, inalcanzable, imposible de sostener —como curiosidad, su personaje está definido en el guion como «chica de pueblo pequeño que emite un encanto magullado. Ha pasado un infierno, pero sus ojos están abiertos e irradian calidez e inteligencia», algo que Riseborough no solo es capaz de integrar sino que lo excede—. La relación entre ambos personajes se apoya en la capacidad de ella para resultar inefable y en la de él para representar la locura absoluta, simbólica, que surge de la simbiosis entre la noche y el día, entre las cloacas de la conciencia y los momentos de brillo.

Cosmatos envuelve su obra en un aura enfermiza de sangre y vísceras, y convierte lo convencional en extraordinario a través de la forma y del simbolismo.

En lo estructural, su visión sobre lo sectario, o sobre la paranoia y el miedo a lo oculto, a los moteros del infierno que «solo sienten dolor y les encanta», ofrece quizá uno de los más terribles y bien hilados retratos del dogmatismo desde Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, 2011), no tanto porque se explique mejor, sino porque representa el infierno y el delirio como pocas antes. Está claro que Mandy está muy lejos de ser una obra expansiva, capaz de conectar con todo tipo de audiencias —de hecho, la verbalización del personaje de Bill Duke de lo que hacen los moteros y cómo lo hacen será la más exacta definición de la película y su núcleo jamás pronunciada: «weird shit»—, pero su absorción de los conceptos underground con los que juega, de sus referentes, y cómo los integra en su cómputo global, la convierten en una de las películas más estimulantes de los últimos años. Poco que comentar sobre esa locura de hacha que blande el protagonista extraída de las más húmedas fantasías de los Manowar, sobre esa pelea a motosierras tan sacada de una justa medieval como de un freak show, o sobre ese desvarío atormentado y desopilante que supone ver a Nicolas Cage gritando enloquecido increpando a un motero del averno acerca de su camiseta rota —dejo la Esnifada Definitiva fuera porque no encuentro siquiera las palabras para referirme a ella—, lo cual lo único de lo que da cuenta es de la sobrenatural capacidad de Panos Cosmatos para integrar humor y exceso dentro de un todo poético, simbólico y absolutamente alucinado que, además, cuenta con una de las últimas bandas sonoras de Jóhann Jóhannsson antes de fallecer prematuramente en 2018; y no una cualquiera, sino una absoluta genialidad que mezcla lo espacial con el heavy metal sin perder nunca la perspectiva. Así, Mandy es una película que se sale de los raíles gracias a su tratamiento y a los muchos terremotos que es capaz de provocar desde su capacidad innata para sorprender y sobrecoger, tan inverosímil como lisérgica e, indudablemente, incombustible, delirante y tan inalcanzable como indispensable.