El cine español, un proyector de su tiempo
De la ruptura de las cadenas y el aprender del pasado
Cada filme es un mundo fragmentado, un universo bajo la sombra de la historia que le ha tocado vivir. El relato de España dejó al séptimo arte como testimonio y siervo de una realidad impuesta y cruda. El tiempo, sin embargo, le regaló la libertad.
Como diría Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas (José Luís Cuerda, 1999), a la España de Franco le llegó «el otoño de su vida». La última etapa, el final de una era marcada por la represión, la censura y la ruptura de toda libertad. La división de un país que todavía hoy arrastramos. Esa España que se paralizó pero miró hacia adelante tras escuchar que Franco había muerto. Toda esa población que defendía la libertad, el cambio de rumbo o el caminar hacia otra dirección se detuvo y como diría Machado, volvió la vista atrás donde «se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar», allí donde el odio dejó cadáveres escondidos, poetas fusilados y películas quemadas.
La imagen que ilustra la portada de esta columna corresponde a un filme llamado El espíritu de la colmena, del visionario director Víctor Erice que realizó esta película, su ópera prima, en el año 1973. La película transcurre en un pequeño pueblo de Castilla, en plena posguerra, a mediados de los años cuarenta. Dos hermanas de ocho y seis años deciden ir un domingo al cine, como la mayoría del pueblo, a ver una película de terror clásica; El doctor Frankenstein (James Whale, 1931). La cinta causa temor y pánico en la hermana pequeña que, desde el visionado de la obra, imagina a ese monstruo vivo y oculto en su pueblo. En la imagen, Ana, la pequeña, mira hacia el horizonte marcado por el recorrido de las vías del tren. La otra menor, sin embargo, escucha los latidos de ese camino. Una estampa que habla sobre aquello que se avecina en la cinta, la época más dura de la historia de España pero que también revela la posibilidad de un nuevo sendero, joven, infantil, inocente y puro —como el espíritu de una niña— pero también plagado de temores y dudas, una sensación, en definitiva, de libertad. La película, pese a no formar parte del recorrido histórico y cinematográfico del conocido «rupturismo del tardofranquismo» permite vislumbrar una cierta luz sobre la dirección que iba a tomar el cine español pese a ser un filme que pasó por los recortes de la censura aunque su material simbólico y metafórico superó las tijeras de la dictadura.
El cine será la herramienta de viaje para comentar esa sucesión de cambios que tuvieron lugar en la gestación de la democracia. Toda una sucesión de cambios históricos y culturales vistos a través del reflejo que ofrecía el cine de aquella época —el del tardofranquismo pero también el de la dictadura— un séptimo arte que, como los caminos de Machado, mostraba el viaje que le esperaba a España, el trayecto que debía atravesar y las carreteras, calzadas, caminos y pueblos que estaba en la obligación de construir tras cruzar ese umbral. Construcciones que, traducidas al mundo real, corresponden al renacer de los poetas caídos, a un nuevo legado artístico que estuvo callado y que ahora volaba libre.
El país del Seat 600, la falsa modernidad y la cultura como somnífero
España, en los diez años previos a la muerte del dictador, era un país que creía estar abrazando la modernidad europea con el consumismo exacerbado y los vehículos de cuatro puertas como señal de progreso cuando, en realidad, era un lugar donde el miedo seguía latente, el arte censurado y los cambios políticos e ideológicos silenciados. Todo ello se ve reflejado en la esencia de proyector social que posee el cine. En ese periodo histórico que va desde el año 1966 al 1975 —y también gran parte de la década de los años 80— el cine español juega un papel crucial que muchos autores han tildado de somnífero social y otros le han dado una cabida intelectual y crítica al régimen o a la posibilidad de una España descontrolada en el futuro. Se trata de las comedias típicas, estereotipadas y de barrio que movían a millones de personas y que basaban su éxito en el star-system español, un cine que mostraba una lucha entre lo tradicional y lo moderno, entre lo de aquí y lo de allí, un duelo entre la morriña —que como dirían en ¡Vente a Alemania, Pepe! (Pedro Lagaza, 1971) es una palabra que «inventaron los españoles»— y la necesidad de salir de la frontera para crecer como seres humanos. Una etapa que se conoce como la del destape que no es más que una cinefilia facilona, machista, soporífera, irreverente y con referentes políticos muy marcados que tenían la función de adormecer a la sociedad con la intención de postergar el cambio hacia la democracia. El cine del destape no es más que una extensión del franquismo en forma de falsa libertad sexualizada —que no sensual— y de democracia visual donde ir al cine era una acto que educaba en valores del siglo pasado.
A finales de los años sesenta, películas como Las que tienen que servir (José María Forqué, 1967) —cuyo nombre ya causa dolor— muestran un mundo distópico, casi de ciencia ficción, donde los españoles sirven a los americanos con una mezcla de servicio tradicional y futurista representando, entre chistes de macho ibérico, el miedo a lo desconocido y la visión de un futuro de servidumbre al extranjero. Películas como Soltera y madre en la vida (Javier Aguirre, 1969) o La dinamita está servida (Fernando Merino, 1968) —para algunos, y salvando las distancias, la Bonnie y Clyde española— son obras que, entre diálogos y guiones que chirrían en los oídos de cualquier persona con dos dedos de frente, muestran ese miedo al cambio mientras juegan con el género de la comedia, la acción estilo serie B o el humor negro y ácido. Toda esta amalgama de películas también incluye «obras» que, tras la muerte del dictador, malinterpretaron la libertad creativa tras la ruptura de la censura con una oportunidad para, en clave de libertad democrática y creativa, mostrar un descontrol sexual e ideológico. Lo que se traduciría en lenguaje coloquial como «tocar cacho». Una serie de elementos que se ven reflejados en las cintas dirigidas por Mariano Ozores —aunque otros muchos nombres compiten en este destape— como Agítese antes de usarla (1983), El liguero mágico (1980), La Lola nos lleva al huerto (1984), ¡Qué gozada de divorcio! (1981), ¡Qué tía la C.I.A.! (1985), El erótico enmascarado (1980) —tal vez el primer superhéroe español— y muchas más. Filmes, en definitiva, que cancelaban las neuronas de muchos espectadores, creaban un discurso social a la sombra del franquismo además de un cierto recelo hacia la otra cara de la moneda del cine español —que en cierta manera todavía arrastramos— pues también tapaban y escondían la novedad, el arte joven, el nacer de una nueva forma de hacer cine y en especial, la libertad de los cineastas que durante años no pudieron hacer volar su creatividad, o lo que es lo mismo; la llegada del Nuevo Cine Español.
La herencia del pasado fílmico para la creación de un nuevo imaginario
Nada nuevo puede construirse sin volver la vista atrás y aprender con cada paso, con cada película y con la historia misma del séptimo arte. Por ello, para comprender las obras que llegaron a las salas de cine de la España libre, hay que recordar una serie de nombres que durante dicha época se repetirían pero que, en otros casos, quedaron atrás. Cineastas de gran renombre como Berlanga y sus menos habladas obras como pueden ser Plácido (1961), cinta con espíritu neorrealista que vincula el viaje festivo con la propia derrota del pueblo en la lucha de clases, o la película con tintes yanquis Calabuch (1956) donde reírse del exceso de orden nacional es clave además de, con el estilo propio de Berlanga, evocar a la posterior ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964) y crear una atmósfera política y rural digna de análisis. Carlos Saura, un autor que comprendió la esencia de la juventud española gestada durante el franquismo en la película Los golfos (1959), donde muestra las inquietudes y vicisitudes vitales de un grupo de jóvenes en un viaje rodado en un estilo casi de documental entre la tradición y el anhelo de la modernidad. En este universo masculino, cabe destacar también a una mujer —actriz, productora y cineasta además de fiel compañera de viaje en la obra de Saura—, se trata de la filmografía de Ana Mariscal que, entre otras grandes obras, consagró una tipología de personaje que podríamos tildar de falso héroe social en su película Segundo López, aventurero urbano (1953), aunque también destacan El camino de 1963. En este sentido, mientras hablamos de personajes protagonistas que establecen una relación de amor-odio en el espectador, uno no puedo sino hablar de una de las mejores películas de la historia del cine español como es El cochecito (1960) —del italiano Marco Ferreri—, una cinta única en el séptimo arte que combina el juego atroz entre ternura viejuna y la maldad psicópata. Sin duda un retrato del egoísmo generacional, el miedo a la muerte y, como no, a la falta de modernidad.
Además de esta maestría para crear personajes en el cine español hay que nombrar a otro de los grandes cineastas transgresores directamente vinculados con cineastas como Rossellini, Fellini o Visconti: Juan Antonio Bardem y su obra más aclamada Calle Mayor (1956), que sin duda es un vivo retrato de su pasión por films como Marty (Delbert Mann, 1955) o Los inútiles (Federico Fellini, 1953), además de por algo tan universal como el amor imposible ensombrecido por unos personajes masculinos insensibles. Todos ellos —junto al cineasta emigrante, pintor, dueño de la sensualidad y el egocentrismo además de conocedor de la lucha política y lo surreal como fue el artista Luis Buñuel— conforman un imaginario colectivo, un recuerdo, un sujeto cinematográfico sin el cual el cine que hoy día conocemos no hubiera existido en España. Una serie de nombres que, enumerados, parecen una sencilla lista pero que, en la historia, conformaron la pasión y los primeros pasos de los y las cineastas que conformaron el Nuevo Cine Español, en respuesta a la más que asentada ola artística francesa de la década de los 50.
Zulueta firmó Arrebato (1979), una película que nada tiene que envidiar a cineastas modernos como Aronofsky.
Toda esa generación de cineastas, hijos de una memoria colectiva predeterminada por un tiempo formaron una serie de obras que crearon otra memoria, otro lugar y otra narración. De esta forma vemos como el cine es también una forma de retroalimentación cultural calmada pero siempre activa y en constante cambio. En ese mismo espacio temporal, uno de los grandes cineastas es José Luis Garci —primer cineasta en recoger una estatuilla en los Óscar en los ochenta tartamudeando un inglés nervioso pero de una fuerza inolvidable—, un director cuya cinefilia, tal y como el lo recuerda, «esta en el NO-DO» y que, sin embargo, a través del uso de la nostalgia y su especial estilo es sin duda un creador que supo mirar más allá e intentar hacer un cine costumbrista, español, de la calle y de la noche de Madrid, inspirado en los thrillers de Hitchcock, las formas de Wilder o los crímenes de Jean Pierre Melville. Todo eso conjugado en un universo madrileño, con jazz de piano roto de fondo, calles plagadas de neón de barrio y un Alfredo Landa irreconocible que, en su belleza bajita y de bigote áspero, recuerda a Alain Delon o incluso a Humphrey Bogart en las dos películas de El crack, del 81 y 83 respectivamente. Un universo que recuperó Garci en su última película, El crack cero (2019).
Cineastas como Berlanga, con su lucha de bandos históricos en La vaquilla (1985), José Luís Cuerda y su mundo del fantástico rural en El bosque animado (1987) o la obra maestra de Mario Camus —término usado demasiado a la ligera últimamente— Los santos inocentes (1984) donde el fusilamiento de una «milana bonita» ejemplifica la muerte de la libertad, constituyen un mapa fílmico que creció y cambió con la presencia y muerte de la dictadura y con ellos, otros grandes artistas como Iván Zulueta con su cine experimental en Arrebato (1979) y la filmación de la conciencia, evocando a lo lynchiano, y que tan poco duró en las taquillas españolas. Y en esta familia de creadores españoles, de cineastas que comprendieron la necesidad de una reforma social, de sustituir el odio y el rechazo por la virtud del aprendizaje y que tuvieron la intención autoral como estandarte en un país al que le tocaba renovar su rumbo hacia la libertad aparece alguien como Almodóvar con la explotación de lo sensual y lo gamberro, del «hagas lo que hagas, ponte bragas» de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) al «pues no sé que es peor, que se te noten las bragas o el chocho» de ¡Átame! (1989). Con ello, el manchego creó una forma de hacer cine donde el deseo y las madres mandaban, una firma autoral que con los años, tal y como lo hizo el cine español del tardofranquismo, creció y cambió y fue consciente, como todos lo espectadores de una época —que no son más que aquellos que al mirar una obra conocen los caminos para trasladarse a su época— que el cine les salvó y que ahora viajan libres, sin equipaje.