Revista Cintilatio
Kojima contra la sociedad posmoderna
Death Stranding y la soledad
El legendario desarrollador de videojuegos japonés nos ofrece en Death Stranding un gameplay novedoso y arriesgado y una historia sublime que confluyen para crear una de las experiencias más artísticamente brillantes de los últimos años.
Por Roberto H. Roquer | 28 febrero, 2021 | Tiempo de lectura: 21 minutos

Death Stranding y la soledad: Kojima contra la sociedad posmoderna

Si bien es probable que casi todo el mundo que está leyendo este artículo coincida en que los videojuegos son en sí mismos una forma de arte, un debate mucho más complicado parece ser el de discernir qué representa dentro del propio mundo de los videojuegos el valor artístico. Mientras que esta diferenciación es relativamente fácil en otras áreas (independientemente de que se prefiera una u otra obra, casi todo el mundo tiene clara la diferencia de valor artístico entre una película de Michael Bay y una de Bela Tárr, entre una novela de Dan Brown y una de Pérez Galdós, entre una canción de Maluma y una de Carlos Gardel o entre una fotografía de García-Alix y el post en Instagram de cualquier influencer) en el campo del ocio digital nos encontramos ante una cuestión profundamente complicada. ¿Reside el valor artístico de un videojuego en la profundidad de su historia y sus temas? ¿En sus logros técnicos? ¿En que las mecánicas a través de las cuales el jugador interactúa con el juego sean complejas y profundas? Pensemos por ejemplo en Doom Eternal (2020), puede que no sea el videojuego con la historia más profunda del mundo, ¿pero acaso la perfección con la que sus mecánicas de juego, su música y el diseño de sus niveles convergen para transmitir al jugador un específico conjunto de emociones no constituye por si mismo un logro artístico?

Si bien este es uno de los debates que de cara al futuro el mundo del videojuego va a tener que resolver para ser universalmente reconocido como una forma de expresión artística, si tomamos prestados los criterios usados en otros campos, entonces no cabe duda de que la obra de 2019 Death Stranding, creado por el japonés Hideo Kojima, no solo sí es una obra de arte sino además una sorprendentemente relevante en nuestros tiempos. Comencemos recapitulando el argumento del juego en cuestión. En Death Stranding se nos presenta un mundo del futuro cercano en el que un cataclismo ha azotado a la humanidad, matando a millones de personas y transformando la mayor parte de la superficie terrestre en inhabitable. El planeta está ahora infestado de Entes Varados, espíritus formados por antimateria que al contacto con vida orgánica generan grandes y destructivas explosiones, haciendo la vida en la superficie, por lo tanto, casi imposible. La mayoría de las personas se han cobijado en pequeños refugios subterráneos unipersonales o como mucho unifamiliares que gracias a los avances en la tecnología y la robotización permiten ofrecer agua, comida y un relativo confort material a sus huéspedes, pero a cambio de la desaparición de todo tipo de sociedad o comunidad por encima de los individuos o familias que viven en estas pequeñas instalaciones y la consiguiente erosión, atomización y casi completa desaparición de todas las sociedades colectivas humanas. Una de las pocas actividades que se realiza en el exterior es la de los llamados mensajeros, personas que, emulando a los protagonistas de la obra maestra de la ciencia ficcón Stalker (Andréi Tarkovski, 1979) , se aventuran en la inhóspita superficie para llevar paquetes y realizar encargos de un refugio a otro. El jugador encarna a Sam Porter (Norman Reedus), uno de estos individuos, que en la primera parte del juego comenzará un camino a lo largo de todo EEUU para conectar estos refugios a la llamada Red Quiral, la versión futurista e hipertrofiada de Internet, y de volver a unir a todas estas personas y reconstruir la sociedad para fundar una nueva nación, las Ciudades Unidas de América. Desde este punto de partida el argumento va evolucionando y enriqueciéndose con una amplia gama de personajes, tramas y giros hasta llegar a un tremendo desenlace en el que descubriremos la verdad detrás de la misteriosa aparición de los Entes Varados y que no destriparemos, pero que nada tiene que envidiar a los de grandes películas del género de la ciencia-ficción como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Metrópolis (Fritz Lang, 1927), o Solaris (Andréi Tarkovski, 1972).

Death Stranding nos cuenta una historia profunda y emotiva, una de las mejores de la generación.

Quizá uno de los elementos más interesantes de Death Stranding, dejando a un lado cuestiones como su jugabilidad o sus capacidades técnicas, las cuales analizaremos luego, sea su gran capacidad para comprender las inquietudes inherentes a las sociedades de esta primera parte del s. XXI. Analizando detenidamente la historia que Kojima nos presenta, no se puede dejar de observar un interesante paralelismo entre el mundo postapocalíptico que dibuja Death Stranding y la sociedad líquida que padecemos en 2021. El alzamiento de la posmodernidad y su deconstrucción de las grandes narrativas y sistemas universales en favor de la multiplicidad de diferentes discursos coexistentes y el relativismo casi absoluto de los valores como principio supremo han contribuido de forma indudable en las últimas dos o tres décadas a una fragmentación ideológica e intelectual casi total de la sociedad. Así, este esquema ideológico ha producido una sociedad enormemente atomizada y que constantemente está abandonando los espacios tanto físicos como mentales que antes nos unían. En particular tras la reconversión industrial, la consiguiente terciarización y digitalización de la economía y el alzamiento de internet, asistimos a una desaparición sin precedentes de nuestros tradicionales puntos de intercambio y encuentro. Hace 20 años cuando uno quería ver una película acudía a un cine o a un videoclub donde además pasaba el rato con amigos o charlaba con el dependiente, hoy en día puede acceder a cualquier película mediante Netflix sin salir de su habitación. Hace 20 años cuando una persona quería comprar un libro, ropa, muebles o cualquier otro objeto, no tenía más remedio que desplazarse a una tienda o un centro comercial junto con otras muchas personas que hacían lo mismo, hoy simplemente se puede comprar por Amazon y en 48 horas cualquiera puede tener lo que quiera en la puerta de su casa con una casi inexistente necesidad de interactuar con ningún otro ser humano. Hace 20 años cuando una persona quería comer fuera, estaba obligada a ir a un restaurante y ocupar una de las 15 mesas de un local junto con un amplio grupo de comensales, hoy en día se puede encargar la comida a cualquier restaurante en Glovo o Uber Eats y consumirla en la comodidad y soledad del propio hogar. De cara al futuro, con el alzamiento del teletrabajo y la estigmatización de los lugares de reunión públicos del mundo post COVID 19, esta tendencia no parece sino que pueda acentuarse, amenazando el último gran bastión de los espacios de socialización, el lugar de trabajo.

A medida que crecen nuestros lazos digitales se rompen los reales, y el mundo diseñado por Kojima es una perfecta metáfora de esta realidad.

El sociólogo Zygmunt Bauman ya habría advertido sobre el advenimiento de este modelo descompuesto de sociedad posmoderna a través de su concepto de sociedad liquida, según el cual, el desvanecimiento de las grandes estructuras supraindividuales que tradicionalmente vendrían encuadrando a la población y permitiendo al individuo forjar su propia identidad (familia nuclear, trabajos estables, identidades nacionales) y la transformación de ciudadano en consumidor daría paso a un modelo de relaciones sociales, personales y laborales cortoplacistas y en constante cambio que seguirán la lógica del propio mercado tardocapitalista, con la consiguiente consecuencia de que la propia identidad individual estaría, por lo tanto, también en constante descomposición. Con posterioridad, tanto autores de izquierdas como por ejemplo Noam Chomsky como de un perfil más conservador, como es el caso de Roger Scruton, sintetizan esto al exponer como, si bien la posmodernidad implica una actitud crítica contra las grandes estructuras de la modernidad y una deconstrucción de las tradiciones y las grandes estructuras sociales, este cambio no se traduce en un rechazo por parte del individuo posmoderno a estilos de vida embrutecedores o alienantes, sino que en muchas ocasiones, siendo este individuo consciente de la naturaleza perturbadora de estos, elige, consciente o inconscientemente, ser participe de ellos igualmente en un mundo que, precisamente por lo atomizado y fragmentado de su naturaleza, priva al individuo de buena parte de las estructuras que le permitirían desarrollarse intelectual y materialmente. No parece que haga falta ser un genio como para darse cuenta que cuando tanto izquierda como derecha coinciden en que algo es malo, es que ese algo es peor que la Peste Bubónica, Chernóbil y la programación de Telecinco juntas.

Los grandes y hermosos espacios vacios que atravesamos generan en el jugador una honda sensación de soledad.

Volviendo a Death Stranding, es indudable que las inquietudes sobre la atomización tanto física como inmaterial e ideológica de la sociedad era uno de los pilares que Kojima tenía en mente cuando diseñó esta obra. Durante el transcurso de la aventura, el jugador tendrá que cumplir numerosas misiones orientadas con un único propósito, el de volver a conectar al mundo, y este leitmotiv temático se repite numerosas veces durante las 30 horas que dura la historia del juego, a lo largo del cual el jugador es expuesto a diferentes interpretaciones del mismo. Desde el cinismo y el escepticismo inicial del protagonista hasta la exploración de la necesidad innata de la naturaleza humana por buscar la conexión con otros al final, pasando por el análisis del abanico de estragos emocionales y psicológicos que esta ausencia de comunidad puede tener sobre el individuo. Demostrando su profunda visión del medio, Kojima no limita este discurso al propio guion, sino que crea todo un universo simbólico que acentúa este mensaje, desde los enormes y desangelados escenarios naturales donde se desarrolla el juego y que cumplen la función de hacer sentir al jugador pequeño, solo y desconectado del resto del mundo, hasta el uso de las metáforas visuales o la música. Todo esto trabaja en conjunto para ofrecer una reflexión sobre los efectos nocivos que tiene para todos nosotros la progresiva fragmentación de nuestros nexos sociales.

La historia de Death Stranding es de inicio a fin una de las más emotivas y profundas de las que hemos tenido en la presente generación. Sam, nuestro protagonista, comienza la aventura siendo un hombre huraño y solitario que es incapaz de superar una tragedia personal de su pasado y que vive aislado de casi todo contacto humano mientras trata de sobrevivir en un mundo arrasado. A medida que viajemos con el hacia el oeste, descubriremos más matices sobre su compleja personalidad y paso a paso Sam iniciará un viaje interior que le llevará a conectar poco a poco con otras personas, a descubrirse a si mismo y a hacer las paces con su pasado, al tiempo que inicia una entrañable relación con BB, el feto que lleva en una capsula en su traje para que le ayude a detectar Entes Varados y con el que paulatinamente comenzará a entablar un lazo casi paternal. Los personajes que nos encontremos a lo largo de nuestra travesía estarán, al igual que Sam, marcados por la pérdida y la soledad de diferentes maneras, y a través de nuestras interacciones con ellos observaremos un arco de personaje que culminará en un desenlace profundamente emocional y catártico en el que nuestro protagonista, además de vivir uno de los finales más épicos y trepidantes que se recuerdan en un videojuego (y cargado de una intensidad que compensa con creces la quietud del tramo central de la historia) se enfrentará cara a cara a sus demonios interiores. Todo ello acompañado por la presencia de uno de los mejores antagonistas vistos recientemente en un videojuego, Cliff Unger (Mads Mikkelsen), un misterioso y aterrador soldado venido desde el otro mundo que a pesar de sus pocas apariciones durante la campaña logra transmitir una constante sensación de amenaza y que mientras al comienzo del juego nos perseguirá incansablemente sin que sepamos por qué, a medida que descubramos más sobre su origen y su relación con el propio Sam se transformará en un personaje profundamente conmovedor que puede que logre incluso que se nos escape alguna lágrima con su historia.

Los personajes secundarios que nos encontremos en Death Stranding se verán, por lo general, perseguidos por algún trauma de su pasado que a lo largo de la historia tratarán de superar.

Como ya hemos dicho, la temática de Death Stranding gira sobre dos polos, por un lado, la soledad del ser humano y la necesidad de generar vínculos entre las personas y, por otro, la superación de nuestros traumas. El primero de estos temas se plantea de forma evidente a través de un personaje protagonista que a lo largo de la aventura se ve obligado a dejar atrás una forma de vida misántropa y solitaria para restablecer contactos humanos con las personas que le rodean. El mapa, por lo tanto, actúa como una representación del mundo interno de Sam, encontrándonos primero con un mundo frío y vacío, que refleja la soledad del propio protagonista, y que poco a poco se irá llenando con infraestructuras que nos permitirán conectar con otros jugadores y con otros personajes con los que Sam establecerá fuertes lazos personales. Por el otro lado, a lo largo de la trama nos encontraremos con multitud de personajes que se ven afectados por alguna clase de trauma relacionado con el cataclismo que ha barrido la humanidad (un hombre que ha perdido a su familia y quiere reencontrarse con ellos, dos amantes que se han visto separados, una mujer conectada al espíritu de su feto fallecido, etc.). El guion nos llevará a través de su proceso de superación de esta pérdida (y que nuevamente se ve reflejada en el perenne tono lóbrego y sombrío del propio mundo) mostrando como estos personajes dejan atrás sus traumas y, a través del contacto con otros y de romper su aislamiento humano, logran reconstruirse emocionalmente. De esta forma, si bien el guion de Death Stranding nos presenta una compleja y filosófica aventura de ciencia ficción, bajo esta nos encontramos una historia muy humana que explora cosas como el sentimiento de pérdida, la superación de nuestros traumas o la importancia de las relaciones humanas.

No menos interesante que el argumento es la propia jugabilidad. A diferencia de otros juegos, en este brillan por su casi total ausencia momentos de acción o tiroteos (en las 30 horas que dura la historia principal creo que me sobran dedos de las dos manos para contar las veces que el juego me ha obligado a enfrentarme violentamente a enemigos, e incluso cuando se dan estos enfrentamientos no se puede matar a los adversarios, solo aturdirlos temporalmente para escapar). Lo cierto es que el jugador pasa la mayor parte del tiempo no luchando contra ningún enemigo sino recorriendo a pie o en vehículos los enormes territorios casi totalmente vacíos del mundo del juego en cuestión. Estos territorios serán en ocasiones nuestro verdadero enemigo, ya que por lo general el mapa será tan vasto e impracticable que obligará al jugador a buscar rutas alternativas, a cruzar montañas o gargantas casi imposibles o a construir diferentes infraestructuras como caminos, tirolinas o refugios para poder llegar de un punto a otro. Desde luego, no es la primera vez que el director de videjuegos japonés Hideo Kojima (que suele autodefinirse como un director cinematográfico frustrado) innova en el campo de las mecánicas de juego. Hace décadas ya sorprendería a la comunidad con su Metal Gear Solid (que curiosamente muchos también tildaron de obra de arte en su momento y todavía a día de hoy tiene un relevante seguimiento de culto) un juego de disparos en el que se encarnaba a un espía y en el que a diferencia del resto de juegos de la época, el jugador podía morir de forma casi inmediata si recibía un disparo, siendo la única manera de superar a los enemigos escabullirse sin ser detectado aprovechando sus ángulos muertos de visión, tendiéndoles trampas, etc. Esta mecánica, inédita hasta el momento, sería replicada en posteriores títulos y daría lugar a lo que hoy en día conocemos como el género del sigilo y que tiene un sólido número de seguidores entre los que se encuentra un servidor.

Mientras exploramos el mundo nos encontraremos con infraestructuras, herramientas o materiales dejados por otros jugadores que nos ayudarán en nuestra aventura.

Por supuesto también hay momentos de acción y tiroteos, en especial cuando Sam, el protagonista, ha de luchar contra los monstruosos Entes Varados o contra terroristas y saqueadores que tratarán de hacerse con su carga, para lo cual dispondremos de un amplio arsenal de armas y granadas. Mientras que los combates contra enemigos humanos se notan algo toscos y faltos de inspiración (desde una IA bastante floja hasta un gunplay casi tedioso) los combates contra los Entes Varados, que actúan como jefes finales, alcanzan interesantes cotas de tensión a la vez que presentan una dinámica bastante entretenida. No obstante, la inmensa parte del tiempo la pasaremos recorriendo el enorme, vacío e inhóspito mundo abierto de Death Stranding, enfrentándonos con mucha más frecuencia que a cualquier enemigo a la complicada ortografía que dificultará a cada paso el avance de nuestro personaje. Siguiendo el estilo de juegos como Shadow of the Colossus, nos encontramos con un mundo abierto tan enorme y visualmente fascinante como casi completamente vacío. Es aquí donde parece imposible evitar hablar del uso de diseño de niveles como herramienta artística y narrativa, y es que lejos de tratarse de un error por parte de los desarrolladores, estas áreas deshabitadas y casi desérticas han sido planeadas así intencionadamente. Los enormes espacios vacíos que pasaremos horas recorriendo invitan al jugador a un ejercicio de introspección y le rodea de una quietud que logra transmitir a las mil maravillas el desamparo que impera en este mundo.

En un juego que trata fundamentalmente de una lucha contra la soledad, el diseño minimalista del mundo de Death Stranding persigue precisamente el transmitir esta sensación de estar aislado del resto de la humanidad. Tal y como antes exponíamos, uno de los males de la sociedad actual (y que parece que no hace más que acrecentarse) es la incomunicación y la falta de conexiones humanas. En un mundo cada vez más conectado a través de la tecnología e internet, cada día hay más personas viviendo en soledad y con relaciones interpersonales más débiles. A medida que crecen nuestros lazos digitales se rompen los reales, y el mundo diseñado por Kojima es una perfecta metáfora de esta realidad. Este entorno de juego, que evoca una casi constante sensación de depresión y pesimismo, logra exteriorizar la desolación y tristeza que el creativo japonés desea transmitir con esta obra al tiempo que ofrece momentos y escenarios que, por su quietud y su sensación de melancolía, se vuelven absolutamente cautivadores.

Si bien el juego tiene tramos cargados de acción, la jugabilidad en estas partes es bastante discreta.

Pero al igual que los grandes directores, Kojima se preocupa no solo de lo que cuenta sino también de como lo cuenta, implementando unas mecánicas de juego que complementan a la perfección el tema de su obra. Analicemos en primer lugar el diseño de las misiones que el jugador ha de completar para avanzar en la historia. Una misión típica de Death Stranding sería así: el jugador llega al refugio de un ingeniero al que llamaremos Fulano. Este ingeniero fulano pide ayuda al jugador porque su mujer está enferma y necesita que la médica Mengana, que vive en otro refugio a unos cuantos Km de distancia, sintetice para ella un medicamento, así que el jugador cruza una montaña para llegar al refugio de la doctora Mengana, la cual dice que no puede sintentizar ese medicamento sin unos componentes químicos específicos que están en posesión del agricultor Zutano, que vive en un bosque bastante alejado, así que nuevamente el jugador se desplaza hasta el refugio del agricultor Zutano, que le dice que puede darle los componentes a cambio de que el ingeniero fulano le de unas piezas mecánicas que le hacen falta para su cosechadora. De esta manera, el jugador deberá transportar todos estos bienes de un punto a otro hasta completar todos los encargos y una vez logrado, estos refugios accederán a unirse a la red quiral, una red de refugios interconectados que permite la fabricación de herramientas y recursos materiales para que el jugador pueda construir caminos, vehículos o puentes con los que acceder a otros lugares antes inaccesibles donde se encontrará nuevos refugios con nuevos encargos (así descrito soy consciente de que suena tan entretenido como ver la hierba crecer en cámara lenta pero he de admitir que jugarlo es mucho más interesante). Por lo tanto, lejos de ser un mero walking simulator o un simulador de repartidor de Glovo como algunos de sus detractores jactanciosamente lo han descrito, nos hayamos ante un esquema de misiones en el que, contrariamente a la mayoría de videojuegos en los que el objetivo principal es destruir (matar a un enemigo, vencer a un ejército, etc.) en este la mecánica principal consiste en todo lo contrario, en construir, construir nexos de unión entre individuos que nos permitan volver a conectarnos unos con otros.

Pero quizá el elemento más significativo de mecánica supeditada a la intencionalidad narrativa sea el componente multijugador. Desde luego, el multijugador cooperativo no es nada nuevo en los videjouegos y casi desde que existen consolas existen formas para que varios jugadores compartan su partida. No obstante, en este caso esta mecánica se implementa de una forma totalmente diferente y única. Cómo antes se ha dicho, la construcción de determinadas infraestructuras es vital para avanzar en la historia, pero el juego se guarda en la manga una sorpresa. A lo lago de la partida el jugador nunca llega a tener suficientes recursos como para construir todos esos vehículos o caminos que en principio serían necesarios para avanzar adecuadamente en la historia. Esto no se trata de un error de diseño, si no de algo intencionado, ya que dicha carencia se suple a través de la cooperación con otras personas. Al iniciar una nueva partida, el jugador automáticamente entra en una sala virtual con otros jugadores, y todos ellos pueden compartir las infraestructuras, recursos y herramientas. De este modo, una infraestructura que un jugador fabrique en su partida (un camino, un puente, una escalera, etc) puede ser usada por todos los demás jugadores del servidor y al mismo tiempo dicho jugador tiene acceso a las infraestructuras fabricadas por el resto de jugadores. De esta forma, el éxito en Death Stranding se basa en la cooperación entre jugadores (que además de infraestructuras pueden dejarse también mensajes de ánimo, señales o incluso darse “likes”). Vemos por lo tanto como la idea que fundamenta toda esta experiencia, la de la necesidad de una unión, de una cohesión entre individuos, en una época en la que se tiende a la atomización, es imprescindible para el desarrollo tanto del individuo como del conjunto. El mensaje de Kojima es claro, si bien esta es una historia marcadamente individual, un individuo apenas puede crecer, evolucionar e incluso existir en el pleno sentido de la palabra si no se teje a su alrededor una comunidad de miembros conectados entre si, y precisamente la sociedad posindustrial y su continua atomización del individuo y erosión de las grandes estructuras de conjunto supone una amenaza para la pervivencia de estas comunidades humanas.

Usando unas mecánicas novedosas y una narrativa conmovedora, Kojima plantea una interesantísima reflexión sobre la necesidad humana de conectar unos con otros.

Y es justo a través de esta cooperación con otros jugadores como podremos superar los desafíos del silencioso pero inhóspito mundo de Death Stranding. La soledad que actúa como tema imperante de todo el juego y que se logra transmitir magistralmente a través de un mapa que nos hace sentir desamparados casi a cada paso que damos se ve contrarrestada no solo por una fascinante historia en la que el protagonista descubrirá el valor de construir relaciones humanas con otras personas para crecer como ser humano, sino también a través de un sistema de juego que nos llevará a colaborar con otros jugadores y a ayudarnos mutuamente en nuestra travesía. La sensación de construir un puente o un refugio y saber que al hacerlo se está ayudando a algún otro jugador en otra parte del mundo a completar su viaje, o de estar en medio de una misión y encontrarnos con una escalera o una tirolina que otro jugador dejó para ayudarnos es absolutamente mágica. Al final, cuando llegamos al final del juego tenemos la sensación de que nuestro viaje ha sido posible gracias a la ayuda de otras muchas personas al rededor del mundo, nuestros invisibles compañeros de travesía con los que, sin saberlo, hemos superado el juego codo con codo, y a la vez sentimos que con nuestra aportación, alguien que venga detrás de nosotros se encontrará su camino un poco más fácil. Death Stranding usa un gameplay en el que la colaboración entre jugadores es la clave de la victoria para construir una comunidad y tratar de acercarnos los unos a los otros.

Al igual que las grandes obras de culto, Death Stranding es en ocasiones lento, de difícil comprensión inmediata, críptico y árido para quien venga buscando un entretenimiento de fácil digestión. A cambio, ofrece una experiencia intelectualmente estimulante en la que se exploran cuestiones complejas desde un punto de vista adulto y con un mensaje que escapa los límites de la propia obra para decir algo relevante sobre la sociedad en que ha sido engendrada. La fragmentación inherente a la sociedad actual no lleva sino a un desierto cultural, social y emocional, y es una necesidad esencial para ser humano, y a la que no nos podemos permitir renunciar, el aprovechar este momento de transformación en nuestra historia no únicamente para deconstruir aquello que ha quedado obsoleto, sino para edificar nuevas formas de conexión entren individuos y avanzar no hacia una sociedad menos sino más unida. Al final, el mensaje de Death Stranding en un mundo cada vez más conectado digitalmente pero menos unido físicamente es algo tan sencillo como que por mucho que pensemos lo contrario, nadie puede sobrevivir solo.