Sirva este artículo como homenaje a la tremenda figura del realizador santanderino Mario Camus recientemente fallecido el 18 de septiembre de 2021 y cuyos restos descansan en el cántabro cementerio de Ciriego. En este su segundo largometraje, Camus —al que lo que mejor se le daba es el guion, antes que el montaje como a Robert Wise— entrega el retrato de un boxeador que pasa de amateur a profesional, gracias a un empresario que confunde y corrompe el deporte con los beneficios económicos que este le reporta. Se trata de una película dura y seca que retrata los bajos fondos de la ciudad condal desde un barrio obrero de Hospitalet. A Camus, que tras graduarse en la Escuela Oficial de Cinematografía en Madrid, le salió un contrato para irse a trabajar de cineasta a Barcelona, siendo su primer filme Los farsantes (1963), un retrato de la vida de los cómicos de teatro que, al modo de El viaje a ninguna parte, no tenían más remedio que descansar o dejar de trabajar en Semana Santa, le dio igualmente relumbrón esta su segunda película deudora del Wise de Nadie puede vencerme (1949) y precursora de Rocky de Sylvester Stallone, una producción sobria hecha con cuatro duros y en que se salvaban las distancias, con un rodaje muy a los treinta y cuarenta del pasado siglo del cine norteamericano.
Adaptación del relato homónimo de Ignacio Aldecoa, Camus fue además un realizador especialmente interesado en la literatura de habla hispana. De hecho, tras su fallecimiento se volvieron a celebrar sus hazañas dentro y fuera de plano en Los santos inocentes (1984) y La colmena (1982), adaptaciones de Miguel Delibes y Camilo José Cela respectivamente. Solo gracias a Ignacio Aldecoa filmó igualmente Con el viento solano en 1965 y Los pájaros de Baden-Baden en 1975. Otras adaptaciones de interés por él dirigidas fueron La casa de Bernarda Alba (1987), de Federico García Lorca o ya para cerrar de nuevo un ciclo, La ciudad de los prodigios (1999), basada en una novela de Eduardo Mendoza. Además de su gran compromiso con lo literario, fue docente en diferentes escuelas audiovisuales, especialmente el IORTVE, lo que le hizo un hombre no solo de cine, sino capaz de rodar con solvencia miniseries como Fortunata y Jacinta (1980), basada en la más célebre novela de Benito Pérez Galdós.
Como decíamos, Young Sánchez cuenta el paso de amateur a profesional de Paco Sánchez (excelente Julián Mateos) que entrena a diario en un gimnasio junto a su entrenador Luis Romero. Sánchez es un rabioso empleado de fábrica —trabaja en una de máquinas de escribir— que a pesar de haber sido testigo silente de la caída del Conca (Carlos Otero) por culpa del alcohol y otros abusos de los que no se habla, no se da por aludido a la hora de querer ascender en este deporte que aquí, como en tantas ocasiones, no es tal. El boxeo como épica que trasciende la vida y la muerte y el hecho de empezar a ver combates amañados hacen a Sánchez naufragar por un proceloso mar del que, por otro lado, se defiende solo, con compañerismo —impagable la secuencia del combate en la playa, donde trata de curar con agua del mar las heridas de su rival— y sin admitir ayuda de nadie. Los papeles del padre (contenido Luis Ciges) que es su primer mitómano, alguien que colecciona recortes de periódico con su nombre, o de su madre (entrañable Consuelo de Nieva) que le cose su primer batín para su entrada en el mundillo, son los de dos secundarios de lujo, personajes del lumpen oprimido que bien podrían haber quedado cegados por el poderío de don Rafael (Sergio Doré) a quien ni el preparador (Luis Romero) ni nadie de su primer gimnasio pueden ni ver. Existe asimismo una denuncia social a todo lo que deja de ser deporte para convertirse en negocio, y esto lo notamos en las secuencias de vestuario —solo uno, para todos los que pelean— que recuerdan tanto a las de Nadie puede vencerme, ya citada.
Producida por Ignacio F. Iquino que logra una labor también excelente en cuanto a búsqueda de localizaciones, la música de Enrique Escobar apenas se nota, dados los momentos en que, por lo duro de la trama, es necesario el silencio como arma que potencia el conflicto. La fotografía de Víctor Monreal, ligeramente granulosa y el montaje de Juan Luis Oliver, saben ceñirse a toda una idea de conjunto que muestra a la vez la precariedad de la que hablábamos y la estética más norteamericana posible, haciendo ver que, si se quiere, se puede. El trabajo en el recinto del Price Barcelona donde son los combates está igualmente conseguido desde el contraste entre la opulencia y la miseria, gracias a Andrés Vallvé. Es muy posible que el también relato de Aldecoa fuese más suave que la película de Mario Camus, que una vez metido en camisa de once varas, carga las tintas sobre el también antihéroe interpretado por Julián Mateos. Sin embargo, son estas licencias las que en su rudeza o bestialismo tan bien se le dan al Séptimo Arte. Asimismo, el maquillaje de Práxedes Martínez y Amparo Primo, siendo más sobrio que en otros casos citados, logran hacernos ver cicatrices inauditas en un héroe, que muchas veces como decimos no es tal, y que a sabiendas de lo que debían suponer sus honorarios se vuelve loco por un duro de más. En este sentido, y citando como venimos haciendo a Joyce Carol Oates en su ensayo Del boxeo: «a medida que la mirada se ejercita, el espectador comienza a ver las complejas pautas que subyacen en la demencia, y se entienden como coherentes e inteligentes y a menudo inspiradas las que al principio solo parecen acciones confusas».