Revista Cintilatio
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Wild Indian (2021) | Crítica

Un interior deshabitado
Wild Indian, de Lyle Mitchell Corbine Jr.
Lyle Mitchell Corbine Jr. entrega una película que, con un enorme Michael Greyeyes en el papel principal, se muestra multidimensional, firme en su mitología y con la capacidad de explorar los orígenes del dolor y de poner la mirada en sus consecuencias.
Por David G. Miño x | 6 diciembre, 2021 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Encontrar el equilibrio entre lo demostrado y lo sugerido no es tarea fácil. Y Wild Indian (2021), del debutante Lyle Mitchell Corbine Jr. bien podría ser el ejemplo claro de una obra que expone su tesis, la agarra desde el primer minuto, y la entrega sin ímpetu, sin pausa, y también sin tregua: demuestra, sí, que lo malsano y lo enfermizo no hay porque construirlo desde lo explicito, que no depende solo de lo temático, y que no requiere de más que una premisa consciente de sí misma y unas manos que la lleven que estén dispuestas a llegar a sus últimas consecuencias; y por otro lado, sí, sugiere que lo que vive detrás de esas imágenes incómodas, casi insalubres, conecta con el pasado, con ese «salvaje» del título, con un mundo machacado, con la enfermedad y la cólera de la que uno solo puede o bien escapar, o bien formar parte. Porque Wild Indian es una historia de correspondencias: las que surgen cuando se conecta una infancia terrible con lo que viene después, o las que existen entre dos amigos que caminaban juntos por la base de la i griega hasta que los actos de uno los bifurcó a la fuerza, o las que hay entre la violencia y la paz, el silencio y el secreto, o si preferimos, y citando a Dostoyevski, el crimen y el castigo.

Michael Greyeyes descarga en Wild Indian una interpretación deslumbrante.

En la obra, seguiremos a Makwa, interpretado en su etapa adulta por un Michael Greyeyes imponente, un hombre impenetrable del que previamente habremos visto un fragmento de su pasado. Y ya. Hasta aquí puedo leer. Porque todo lo que emana de Wild Indian conecta con el descubrimiento, con la turbiedad de lo que no se conoce, con la mirada oscurecida de Makwa y todo lo que le rodea, y de cómo Lyle Mitchell Corbine Jr. lo sitúa en la narración de modo que uno siempre siente que va un paso por detrás de lo que va a pasar, de que hay algún dilema místico que engarza con la tierra, con la naturaleza, con lo más orgánico y sagrado. El cineasta introduce sus símbolos, sus juegos de espejos, su retrato de una personalidad tan atrayente, la de Makwa, como ominosa, que no rehuye ningún dilema ni esquiva ninguna bala: pone el pecho para recibir cada impacto y serpentea por un relato difícil de mirar por todo lo que lleva a cuestas, al que ni siquiera la presencia —anecdótica, eso sí— del Jesse Eisenberg más lleno de tics interpretativos de la historia la quita preponderancia, y que se siente como una piedra en el estómago, como el descubrimiento de una nueva mirada fílmica que, junto con la bestia de Greyeyes, ha sabido comprender el origen de la desconexión, el momento en el que algo hace «clic» dentro lo suficientemente fuerte como para que todo lo que viene después mantenga ese sonido resonando, una y otra vez hasta el infinito —y que incluso puede traer a la mente, en fondo, por su estudio del germen, La cinta blanca (2009) de Michael Haneke—.

Formidable, de atmósfera turbia y personajes compactos, salda cuentas con el pasado y con el presente en un hilo narrativo insinuante y vidrioso.

El enlace que existe en su interior entre esa sugerencia, la de las raíces de las que escapar, la de las minorías enfrentadas al yugo del gigante blanco, la del resentimiento de la humanidad —aquí un poco más obvio al introducir la palabra religiosa, pero tampoco chirriante—, con el relato abierto del éxito laboral asociado a la superación versus la putrefacción social que nace de la culpa es, al final del metraje, la que sedimenta y crea la fotografía que perdura en la mente, y permite disfrutar, como dirían los catadores de vino, del regusto final que persiste cuando asoman los títulos de crédito y Lyle Mitchell Corbine Jr. cierra su círculo de mitología anishinaabeg y su parábola sobre el mal y el bien —o sobre como dicen abiertamente, sobre Caín y Abel—. Wild Indian es una película extraña, no tanto por su desarrollo o lo que implica sino por el modo que tiene de expresarse, de apoyarse en la inquietud y lo inmisericorde de sus notas: formidable, de atmósfera turbia y personajes compactos, salda cuentas con el pasado y con el presente en un hilo narrativo insinuante y vidrioso. Y deja la puerta abierta a ocupar, o desocupar, o incendiar, en el propio Makwa, un interior deshabitado.