La mejor metáfora que se me ocurre para describir Vikingos: Valhalla (Jeb Stuart, 2022) es decir que es a la serie original de Vikingos (Michael Hirst, 2013) lo que Invicta es a los relojes de lujo. Para quien no conozca el mundo de la relojería, Invicta era una pequeña marca suiza de relojes de gama media que en los años noventa, estando al borde de la bancarrota, fue adquirida por unos empresarios norteamericanos que decidieron darle todo un nuevo rumbo a la empresa. Así, los nuevos dueños empezaron a copiar de forma tan milimétrica como descarada los diseños de los relojes de lujo más importantes del mundo (como los Rolex y Daytona, o el Omega Speedmaster), vendiéndolos por precios infinitamente menores a los relojes a los que copiaban y alcanzables para cualquier bolsillo. Para poder ofrecer un oxímoron tan evidente como «relojes de lujo low cost Invicta no tuvo otra opción que recortar en prácticamente cada aspecto de su producción, ya fuera recurriendo a maquinarias internas baratas de una calidad pésima, acabados toscos y poco refinados o materiales de penúltima categoría. Todo esto llevó a que Invicta se convirtiera, dentro del mundo de la relojería, en una broma que nadie se quería tomar en serio, relojes que se quedan en un quiero y no puedo, que imitaban a las mejores piezas de la historia de la relojería pero ofreciendo un producto tan astronómicamente inferior que el hecho de pretender compararse con nombres como Rolex u Omega no hacía sino acentuar su fracaso.
Este meandro horológico sirve a la perfección para resumir la sensación que probablemente se le quede a muchos espectadores tras terminar de ver la primera temporada de la nueva serie de Netflix, Vikingos: Valhalla, heredera de la legendaria serie de 2013 Vikingos que revolucionó las series históricas de la última década, una ficción que ofreció en la pequeña pantalla un contrapunto realista a Juego de tronos (David Benioff, D.B. Weiss, 2011) y popularizó las historias de vikingos tanto en la televisión y el cine como en otros medios como los videojuegos. Ahora, estamos ante una serie que intenta capturar la identidad que hizo a su predecesora una de las producciones televisivas más queridas de los últimos diez años, pero a la vez se queda corta en tantos aspectos que eran esenciales para entender el éxito de la serie original que termina sintiéndose una parodia de sí misma, un «quiero y no puedo» al que tener en su título el nombre de Vikingos le pesa más de lo que le ayuda.
La historia se centra en tres personajes fundamentales, Leif Erikson, primer europeo que se asentó en América e hijo de Erik el Rojo y uno de los pioneros del cristianismo entre los vikingos y los pueblos escandinavos (como anécdota histórica, para pesar de los españoles, ostenta el récord de establecer la primera iglesia cristiana en el continente americano) que tratará de unir a vikingos cristianos y paganos en un solo bando para conquistar Inglaterra en una misión de venganza contra el rey Ethreld por su matanza de vikingos; su hermana Fredys, víctima de una violación y ferviente creyente de la religión pagana nórdica; y Harald Sigurdsson, que quiere vengar la muerte de su hermano uniéndose a la campaña militar de Knut. Los dos amigos viajarán así a Inglaterra donde vivirán violentas aventuras mientras en el mundo vikingo el cristianismo comienza a devorar a las religiones antiguas generando entre los nórdicos un importante conflicto cultural y social.
Si bien el eje principal de la narrativa será el trío protagonista, es de destacar la enorme relevancia que tienen los personajes secundarios que se van encontrado a lo largo de sus respectivos viajes y que sin duda enriquecen en grado sumo la trama, en parte por el escaso carisma de los protagonistas. Así, nos encontraremos ante una reinterpretación de personajes históricos que, si bien no es siempre 100% fiel a las fuentes, si hace que destaquen por ser personajes relativamente interesantes con personalidades y motivaciones bien definidas y que tratan (no siempre con éxito) de alejarse de los tópicos de las series de aventuras históricas. Si este elenco de secundarios logra mantener el tipo (aunque quizá echamos de menos algún secundario o antagonista que sea realmente impactante, como si había en la serie original) llegando algunas veces a ser el gran motor narrativo de la serie, son los personajes protagonistas donde Vikingos: Valhalla embacha y sus carencias con respecto a su predecesora se hacen más evidentes.
La elección creativa de escoger personajes tan absolutamente relevantes de la historia nórdica como Leif Erikson reflejan la intención por parte de los creadores de la serie de dar a luz un producto audiovisual que tenga una gran ambición y una determinación evidente de contarnos una historia épica de unos personajes clave de la historia de la Escandinavia medieval. Sin embargo, estas intenciones chocan frontalmente con un casting fallido y unos actores protagonistas que carecen del carisma necesario para insuflar vida en sus personajes. Si bien es injusto cargar todas las culpas en los actores, dado que el guion tampoco hace un gran esfuerzo por hacer a estos protagonistas únicos o especiales en ningún sentido, es imposible aquí no rememorar a los personajes míticos de la saga como Ragnar Lothbrok, Lagertha o Ivar «El Deshuesado», personajes únicos con personalidades complejas, conflictos intensos y motivaciones cambiantes, interpretados además por actores que aportaban a sus roles un tono especial que los distinguían de las demás producciones de aventura histórica. Lo inolvidable del casting original supone un amargo contrapunto a lo genérico y conservador que estos nuevos protagonistas presentan al espectador.
Pero este tono genérico y poco inspirado no se limita a los personajes, sino que la propia serie se ve transformada, quizá para acercarse a otras producciones de ficción histórica reciente. Así, el ritmo lento y pausado, taciturno y en ocasiones onírico y esotérico que hizo que la serie original fuera diferente a todo lo demás que había en la televisión en el momento se abandona, dando en su lugar espacio a una producción de ritmo más rápido, acción más trepidante y que sacrifica en pos de esta intensidad los momentos de pausa e introspección en que los personajes tienen la oportunidad de mostrar su vulnerabilidad y su mundo interior. Por poner un ejemplo, cualquiera que haya visto la primera temporada de Vikingos recordará todo el tiempo que la serie dedicaba a explorar el mundo psicológico de Ragnar, las motivaciones detrás de su deseo de atacar nuevas tierras, su desdén hacia los cristianos y su relación con Lagertha. Todo ello tenía un impacto en el ritmo de la serie, haciéndolo más lento y pausado, pero a la vez propiciando que estos personajes fueran tan complejos y que nos resultaran absolutamente únicos. Lo mismo se puede decir del propio tono de la serie, que no dudaba en mezclar realidad con toques de fantasía al mostrar ocasionalmente a dioses o elementos fantásticos. Si bien la puerta quedaba abierta a sugerir que no eran esto más que visiones o sugestiones de los personajes, la incorporación de estos elementos sin duda daban a la serie su propia personalidad creativa.
Una ficción a la que le cuesta encontrar algo relevante que decir a la que el nombre de Vikingos le pesa más de lo que le ayuda.
Todo esto que hizo a la serie original diferente está casi ausente en la secuela: los personajes, mucho más esquemáticos, adolecen de motivaciones y universos psicológicos alarmantemente genéricos que dejan un espacio relativamente pequeño a explorar su complejidad como individuos, mientras que los guiños a la mitología nórdica están casi totalmente ausentes, quedándose limitados al retorno un tanto forzado de El Vidente. Todo esto podría ser excusable si, a cambio, y aprovechando el salto de cien años, la serie nos ofreciera nuevos temas para explorar que fueran igualmente interesantes. Lamentablemente, a Vikingos: Valhalla le cuesta encontrar algo relevante para decir. La confrontación entre las creencias religiosas tradicionales y el cristianismo parece en los primeros episodios querer abrir la puerta a explorar la forma en que la religión condiciona la construcción de la propia identidad y al peligro que las creencias teológicas tienen cuando dan lugar a antagonismos viscerales o permiten a ciertas personas acumular cotas de control sobre los demás tan ilimitadas como peligrosas, tal como se vio en otras series similares como The Last Kingdom (Bernard Cornwell, 2015), y es verdad que esa parece ser la dirección de la serie en su primera mitad, pero a medida que la temporada avanza, lamentablemente, esta ambición narrativa se va perdiendo a medida que los giros de guion, las batallas, las traiciones y la acción sangrienta se hacen con el control en sustitución de otros elementos más sutiles.
Incluso en aquellos aspectos en donde la serie deliberadamente parece querer aportar algo se termina quedando corta. Un ejemplo es la discusión que esta primera temporada plantea sobre cómo gestionar la diversidad (ya sea religiosa o étnica) en una sociedad. Por un lado, tenemos en la órbita de este tema el ya mencionado conflicto entre paganismo y cristianismo, mientras que, por el otro se encuentra la inclusión de la Jarl Haakon, una Jarl de ascendencia africana que regenta Kattegat. Dejando a un lado la discusión sobre el acierto histórico de esta incorporación al casting (sí es cierto que se han encontrado restos arqueológicos de individuos de las costas sur del Mediterráneo en asentamientos vikingos, pero también ha de mencionarse que la propia naturaleza clánica de las sociedades escandinavas de la época hacía que estos casos de diversidad étnica fueran más una excepción que una regla y en ningún caso llegarían al nivel de diversidad de otras sociedades mucho más cosmopolitas como la romana o la persa), es desalentador el ver cómo la serie fracasa al aprovechar la diversidad del reparto para explorar conceptos como la otredad o la construcción de la identidad y la pertenencia al grupo (algo que sí hemos visto hacer exitosamente a otras series). Al final, y a pesar del buen trabajo de la actriz Caroline Henderson, que le da a su personaje el equilibro perfecto en una elección de casting arriesgada pero con un gran potencial, el personaje queda reducido a lo que parece una decisión de última hora realizada más por un deseo de vender suscripciones de Netflix a una parte de la audiencia cada vez más interesada por la diversidad en pantalla que por una voluntad real de tratar estos temas de una forma compleja que aporte algo narrativamente relevante a la serie.
A nivel de producción, nos encontramos con una serie algo más ambiciosa que la orignal (al menos en sus primeras temporadas) que no escatima en batallas, efectos especiales bastante competentes para una producción de televisión y un refinado diseño de producción que no tiene nada que envidiar a las ficciones históricas más populares de la actualidad. Se aprecia en aspectos como el estilo visual o la música una intención de acercarse a otros éxitos recientes del género de aventuras de capa y espada como The Witcher (Lauren Schmidt, 2019), la citada The Last Kingdom o Marco Polo (John Fusco, 2014). El problema radica en que precisamente, al querer dejar de ofrecer algo único y diferente (como lo que ofrecía su predecesora) para en su lugar tratar de replicar una fórmula que otras muchas producciones han demostrado saber manejar mejor, la serie pierde aquellas cosas que la hacían especial para los fans más acerrimos sin tampoco llegar a ofrecer nada especial a las personas que llegan por primera vez al universo de Vikingos. La trama, orientada esencialmente a la acción, la aventura, las conspiraciones y los giros de guion, nunca logra deshacerse del sabor a producto prefabricado que se limita a ofrecer de forma casi mecánica lo que la audiencia está acostumbrada a esperar de cualquier serie de aventura histórica pero sin responder a la visión personal de un creador con una idea clara de la historia que se quiere contar. Es quizá en este aspecto donde más se nota la ausencia de Michael Hirst (padre de la serie original) como cabeza creativa del proyecto, ya que sin su visión creativa a esta historia de vikingos le cuesta enormemente encontrar su tono.
Al iniciar esta crítica hicimos un paralelismo con el mundo de la relojería, y quizá sería lo más apropiado terminarla de la misma forma. Y es que, al igual que Vikingos: Valhalla, los relojes de Invicta no son particularmente malos teniendo en cuenta su precio, igual que la presente serie ofrece unas aceptables ocho horas de entretenimiento a cambio del coste de suscripción a Netflix. El motivo por el que Invicta es tenida en el mundo de la relojería por poco más que un meme no es la calidad de sus relojes sino la filosofía (o mejor dicho, carencia de la misma) de sus productos. El Rolex Submariner fue el gran pionero de los relojes de buceo y fue llevado por grandes exploradores marítimos como Jacques Cousteau, el Rolex Daytona, por la precisión de su cronómetro, fue utilizado por los pilotos de competición durante décadas para medir sus tiempos en carrera, mientras que el Omega Speedmaster fue el elegido por la NASA para equipar a sus astronautas y a día de hoy es el único reloj que tiene el honor de haber pisado la superficie lunar. En otras palabras, si la gente está dispuesta a pagar pequeñas fortunas por ellos no es por su diseño o su marca, sino porque hablamos de auténticos hitos de la relojería del s. XX y que tienen a sus espaldas una mitología, una historia y una excelencia mecánica absolutamente legendarias. El hecho de que todo esto, que es lo que hace grandes a estos relojes, sea precisamente lo que está ausente en los productos con los que Invicta trata de emularlos es lo que le ha ganado a esta marca su absoluto descrédito. El problema no son relojes baratos o de calidad cuestionable, el problema es un ejercicio de corta y pega mediocre que demuestra un desconocimiento absoluto de qué es lo que hace especiales a los relojes que se pretende replicar. En otras palabras, el verdadero drama de los Invicta no es tanto que sean relojes de menor calidad como el hecho de sus fabricantes sean incapaces incluso de comprender por qué su producto falla a un nivel casi conceptual en sí mismo y que precisamente es su similitud externa con estos grandes relojes la que hace que sus carencias y limitaciones sean mucho más evidentes. Algo así es lo que le pasa a Vikingos: Valhalla, ya que si habláramos de una serie de aventura histórica de nuevo cuño posiblemente estaríamos ante un producto interesante, sin grandes virtudes pero que se deja ver. Pero el llevar el nombre de una de las mejores series históricas de todos los tiempos hace que, irremediablemente, se establezcan una serie de comparaciones que hacen que los defectos de esta serie sean mucho más visibles mientras que sus virtudes quedan enterradas.
A fin de cuentas, la existencia de Vikingos: Valhalla no deja de ser una metáfora del entretenimiento de masas actual, una marca prestigiosa fruto de un cineasta con una visión artística muy personal (en este caso, la serie Vikingos) que una gran empresa ha adquirido para poder estampar su nombre en un producto impersonal y mediocre hecho por comité y tratar de venderlo aprovechando el amor que los fans tienen por la franquicia original. Es por eso que hoy en día tenemos una nueva serie de Vikingos de la misma forma que también tenemos una nueva trilogía de Star Wars que a casi nadie le gusta, una nueva saga de Jurassic Park absolutamente irrelevante o, dentro de poco, una nueva serie de Amazon en el universo de El Señor de los Anillos que todos los augurios parecen calificar de nefasta. Evidentemente, desde las productoras de estos proyectos se venderán las narrativas pertinentes, diciendo que los críticos son simplemente fans tóxicos y, ya puestos, racistas, homófobos, misóginos, fascistas, antivacunas, rusófilos, arrianos o cualquiera que sea el descalificativo de moda en ese momento, pero por debajo de todo esto la causa subyacente del rechazo entre los fans de estos proyectos seguirá siendo la misma, que, como en el caso de Vikingos: Valhalla, estamos ante producciones artísticamente vacías, poco inspiradas, genéricas y concebidas (a diferencia de sus predecesoras) no para ser disfrutadas sino para ser consumidas.